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Zalacaín el aventurero/Libro II/Capítulo VI

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Zalacaín el aventurero
Libro Segundo: Andanzas y correrías

de Pío Baroja
Capítulo VI


CÓMO CUIDÓ LA SEÑORITA DE BRIONES A MARTÍN ZALACAÍN


Cuando de nuevo pudo darse Martín Zalacaín cuenta de que vivía, se encontró en la cama, entre cortinas tupidas.

Hizo un esfuerzo para moverse y se sintió muy débil y con un ligero dolor en el muslo.

Recordó vagamente lo pasado, la lucha en la carretera, y quiso saber dónde estaba.

— ¡Eh! --gritó con voz apagada.

Las cortinas se abrieron y una cara morena, de ojos negros, apareció entre ellas.

— Por fin. ¡Ya sé ha despertado usted!

— Sí. ¿Dónde me han traído?

— Luego le contaré a usted todo --dijo la muchacha morena.

— ¿Estoy prisionero?

— No, no; está usted aquí en seguridad.

— ¿En qué pueblo?

— En Hernani.

— Ah, vamos. ¿No me podrían abrir esas cortinas?

— No, por ahora no. Dentro de un momento vendrá el médico y, si le encuentra a usted bien, abriremos las cortinas y le permitiremos hablar. Con que ahora siga usted durmiendo.

Martín sentía la cabeza débil y no le costó mucho trabajo seguir el consejo de la muchacha.

Al mediodía llegó el médico, que reconoció a Martín la herida, le tomó el pulso y dijo:

— Ya pueda empezar a comer.

— ¿Y le dejaremos hablar, doctor? --preguntó la muchacha.

— Sí.

Se fué el doctor, y la muchacha de los ojos negros descorrió las cortinas y Martín se encontró en una habitación grande, algo baja de techo, por cuya ventana entraba un dorado sol de invierno. Pocos instantes después, apareció Bautista en el cuarto, de puntillas.

— Hola, Bautista --dijo Martín burlonamente--. ¿Qué te ha parecido nuestra primera aventura de guerra? ¿Eh?

— ¡Hombre! A mí, bien --contestó el cuñado--. A ti quizá no te haya parecido tan bien.

— ¡Pse! Ya hemos salido de esta.

La muchacha de los ojos negros, a quien al principio no reconoció Martín, era la señorita a quien habían hecho bajar del coche los de la partida del Cura y después se había fugado con ellos en compañía de su madre.

Esta señorita le contó a Martín cómo le llevaron hasta Hernani y le extrajeron la bala.

— Y yo no me he dado cuenta de todo esto --dijo Martín--. ¿Cuánto tiempo llevo en la cama?

— Cuatro días ha estado usted con una fiebre altísima.

— ¿Cuatro días?

— Sí.

— Por eso estoy rendido. ¿Y su madre de usted?

— También ha estado enferma, pero ya se levanta.

— Me alegro mucho. ¿Sabe usted? Es raro --dijo Martín-- no me parece usted la misma que vino en la carretera con nosotros.

— ¿No?

— No.

— ¿Y por qué?

— Le brillaban a usted los ojos de una manera tan rara, así como dura...

— ¿Y ahora no?

— Ahora no, ahora me parecen sus ojos muy suaves.

La muchacha se ruborizó sonriendo.

— La verdad es --dijo Bautista-- que has tenido suerte. Esta señorita te ha cuidado como a un rey.

— ¡Qué menos podía hacer por uno de nuestros salvadores! --exclamó ella ocultando su confusión--. Oh, pero no hable usted tanto. Para el primer día es demasiado.

— Una pregunta sólo --dijo Martín.

— Veamos la pregunta --contestó ella.

— Quisiera saber cómo se llama usted.

— Rosa Briones.

— Muchas gracias, señorita Rosa --murmuró.

— ¡Oh! no me llame usted señorita. Llámeme usted Rosa o Rosita, como me dicen en casa.

— Es que yo no soy caballero --repuso Martín.

— ¡Pues si usted no es caballero, quién lo será! --dijo ella.

Martín se sintió halagado y, como Rosa le indicó que callara, llevándose el dedo a los labios, cerró los ojos...

La convalecencia de Martín fué muy rápida, tanto, que a él le pareció que se curaba demasiado pronto.

Bautista, al ver a su cuñado en vísperas de levantarse y en buenas manos, como dijo algo irónicamente, se fué a Francia a reunirse con Capistun y a seguir con los negocios.

Martín pudo tomar Hernani por una Capua, una Capua espiritual.

Rosita Briones y su madre doña Pepita le mimaban y le halagaban.

De conocerlo, Martín hubiera podido recitar, refiriéndose a él mismo, el romance antiguo de Lanzarote:

Nunca fuera caballero
De damas tan bien servido
Como fuera Lanzarote
Cuando de su aldea vino.

Rosita, durante la convalecencia, tuvo largas conversaciones con Martín. Era de Logroño, donde vivía con su madre. Doña Pepita era la causante de la desdichada aventura. A ella se le ocurrió ir a Villabona, para ver a su hijo, que le habían dicho que se encontraba herido en este pueblo. Afortunadamente, la noticia era falsa.

Doña Pepita, la madre de Rosita, era una señora romántica, con unas ideas absurdas. Adoraba a su hijo, vivía temblando de que le pasara algo, pero, a pesar de todo, había querido que fuera militar. Al decidir la aventura que terminó con la detención de la diligencia y al oir las observaciones de su hija al malhadado proyecto, había contestado:

— Los carlistas son españoles y caballeros y no pueden hacer daño a unas señoras.

A pesar de esta imposibilidad, estuvieron las dos a punto de ser emplumadas o apaleadas por la gente del Cura.

Martín llegó a convencerse de que la buena señora tenía una imposibilidad irreductible para enterarse de la cosas. Lo veía todo a su gusto y se convencía de que los hechos era como se los había pintado su fantasía. Si de la madre cualquiera hubiese dicho que le faltaba un tornillo, no podía decirse lo mismo de su hija. Ésta era lista y avispada como pocas; tenía un juicio rápido, seguro y claro.

Muchas veces, para distraer al herido, Rosa le leyó novelas de Dumas y poesías de Bécquer. Martín nunca había oído versos y le hicieron un efecto admirable, pero lo que más le sorprendió fué la discreción de los comentarios de Rosita. No se le escapaba nada.

Pronto Martín pudo levantarse y, cojeando, andar por la casa. Un día que contaba su vida y sus aventuras, Rosita le preguntó de pronto:

— ¿Y Catalina quién es? ¿Es su novia de usted?

— Sí. ¿Cómo lo sabe usted?

— Porque ha hablado usted mucho de ella durante el delirio.

— ¡Ah!

— ¿Y es guapa?

— ¿Quién?

— Su novia.

— Sí, creo que sí.

— ¿Cómo? ¿Cree usted nada más?

— Es que la conozco desde chico y estoy tan acostumbrado a verla que casi no sé cómo es.

— ¿Pero no está usted enamorado de ella?

— No sé, la verdad.

— ¡Qué cosa más rara! ¿Que tipo tiene?

— Es así... algo rubia...

— ¿Y tiene hermosos ojos?

— No tanto como usted --dijo Martín.

A Rosita Briones le centellearon los ojos y envolvió a Martín en una de sus miradas enigmáticas.

Una tarde se presentó en Hernani el hermano de Rosita.

Era un joven fino, atento, pero poco comunicativo.

Doña Pepita le puso a Zalacaín delante de su hijo como un salvador, como un héroe.

Al día siguiente, Rosita y su madre iban a San Sebastián, para marcharse desde allí a Logroño.

Les acompañó Martín y su despedida fué muy afectuosa. Doña Pepita le abrazó y Rosita le estrechó la mano varias veces y le dijo imperiosamente:

— Vaya usted a vernos.

— Sí, ya iré.

— Pero que sea de veras. Los ojos de Rosita prometían mucho. Al marcharse madre é hija, Martín pareció despertar de un sueño; se acordó de sus negocios, de su vida, y sin pérdida de tiempo se fué a Francia.