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Zalacaín el aventurero/Libro II/Capítulo XIV

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Zalacaín el aventurero
Libro Segundo: Andanzas y correrías

de Pío Baroja
Capítulo XIV


CÓMO ZALACAÍN Y BAUTISTA URBIDE TOMARON LOS DOS SOLOS LA CIUDAD DE LAGUARDIA OCUPADA POR LOS CARLISTAS.


De conocer Martín la «Odisea» es posible que hubiese tenido la pretensión de comparar a Linda con la hechicera Circe y a sí mismo con Ulises, pero como no había leído el poema de Homero no se le ocurrió tal comparación.

Sí se le ocurrió varias veces que se estaba portando como un bellaco, pero Linda ¡era tan encantadora! ¡Tenía por él tan grande entusiasmo! Le había hecho olvidar a Catalina. Muchos días maldecía de su barbarie, pero no se determinaba a marcharse. Decidió en su fuero interno que la culpa de todo era de Bautista y esta decisión le tranquilizó.

— ¿Dónde se ha metido ese hombre? --se preguntaba.

Una semana después del encuentro con Linda, al pasar por los soportales de la calle principal de Logroño se encontró con Bautista que venía hacia él indiferente y tranquilo como de costumbre.

— ¿Pero dónde estás? --exclamó Martín incomodado.

— Eso te pregunto yo, ¿dónde estás? --contestó Bautista.

— ¿Y Catalina?

— ¡Qué sé yo! Yo creí que tú sabrías dónde estaba, que os habíais marchado los dos sin decirme nada.

— ¿De manera que no sabes?...

— Yo no.

— ¿Cuándo hablaste tú con ella por última vez?

— El mismo día de llegar aquí; hace ocho días. Cuando tú te fuistes a comer a casa de la señora de Briones, Catalina, la monja y yo nos fuimos a la fonda. Pasó el tiempo, pasó el tiempo y tú no venías. --¿Pero dónde está? --preguntaba Catalina.-- ¿Qué sé yo? --la decía. A la una de la mañana, viendo que tú no venías, yo me fuí a la cama. Estaba molido. Me dormí y me desperté muy tarde y me encontré con que la monja y Catalina se habían marchado y tú no habías venido. Esperé un día, y como no aparecía nadie, creí que os habíais marchado y me fuí a Bayona y dejé las letras en casa de Levi-Alvarez. Luego tu hermana empezó a decirme:-- ¿Pero dónde estará Martín? ¿Le ha pasado algo? --Escribí a Briones y me contestó que estabas aquí escandalizando el pueblo, y por eso he venido.

— Sí, la verdad es que yo tengo la culpa --dijo Martín--. ¿Pero dónde puede estar Catalina? ¿Habrá seguido a la monja?

— Es lo más probable.

Martín, al encontrarse con Bautista y hablar con él, se sintió fuera de la influencia del hechizo de Linda y comenzó a hacer indagaciones con una actividad extraordinaria. De las dos viajeras del hotel, una se había marchado por la estación; la otra, la monja, había partido en un coche hacia Laguardia.

Martín y Bautista supusieron si las dos estarían refugiadas en Laguardia. Sin duda la monja recuperó su ascendiente sobre Catalina en vista de la falta de Martín y la convenció de que volviera con ella al convento.

Era imposible que Catalina encontrándose en otro lado no hubiese escrito.

Se dedicaron a seguir la pista de la monja. Averiguaron en la venta de Asa que días antes un coche con la monja intentó pasar a Laguardia, pero al ver la carretera ocupada por el ejército liberal sitiando la ciudad y atacando las trincheras retrocedió. Suponían los de la venta que la monja habría vuelto a Logroño, a no ser que intentara entrar en la ciudad sitiada, tomando en caballería el camino de Lanciego por Oyón y Venaspre.

Marcharon a Oyón y luego a Yécora, pero nadie les pudo dar razón. Los dos pueblos estaban casi abandonados.

Desde aquel camino alto se veía Laguardia rodeada de su muralla en medio de una explanada enorme. Hacia el Norte limitaba esta explanada como una muralla gris la cordillera de Cantabria; hacia el Sur podía extenderse la vista hasta los montes de Pancorbo.

En este polígono amarillento de Laguardia no se destacaban ni tejados ni campanarios, no parecía aquello un pueblo, sino más bien una fortaleza. En un extremo de la muralla se erguía un torreón envuelto en aquel instante en una densa humareda.

Al salir de Yécora, un hombre famélico y destrozado les salió al encuentro y habló con ellos. Les contó que los carlistas iban a abandonar Laguardia un día u otro. Le preguntó Martín si era posible entrar en la ciudad.

— Por la puerta es imposible --dijo el hombre--, pero yo he entrado subiendo por unos agujeros que hay en el muro entre la Puerta de Paganos y la de Mercadal.

— ¿Pero y los centinelas?

— No suelen haber muchas veces.

Bajaron Martín y Bautista por una senda desde Lanciego a la carretera y llegaron al sitio en donde acampaba el ejército liberal. La tropa, después de cañonear las trincheras carlistas, avanzaba, y el enemigo abandonaba sus posiciones refugiándose en los muros.

El regimiento del capitán Briones se encontraba en las avanzadas. Martín preguntó por él y lo encontró. Briones presentó a Zalacaín y a Bautista a algunos oficiales compañeros suyos, y por la noche tuvieron una partida de cartas y jugaron y bebieron. Ganó Martín, y uno de los compañeros de Briones, un teniente aragonés que había perdido toda su paga, comenzó, para vengarse, a hablar mal de los vascongados, y Zalacaín y él se encarzaron en una estúpida discusión de amor propio regional, de esas tan frecuentes en España.

Decía el teniente aragonés que los vascongados eran tan torpes, que un capitán carlista, para enseñarles a marchar a la derecha y a la izquierda elevaba un manojo de paja en la mano y les decía, por ejemplo: ¡Doble derecha! y en seguida pasaba el manojo a la derecha y decía. ¡Hacia el lado de la paja! Además, según el oficial, los vascongados eran unos poltrones que no se querían batir más que estando cerca de sus casas.

Martín se estaba amoscando, y dijo al oficial:

— Yo no sé como serán los vascongados, pero lo que le puedo decir a usted es que lo que usted o cualquiera de estos señores haga, lo hago yo por debajo de la pierna.

— Y yo --dijo Bautista, colocándose al lado de Martín.

— Vamos, hombre --dijo Briones--. No sean ustedes tontos. El teniente Ramírez no ha querido ofenderles.

— No nos ha llamado más que estúpidos y cobardes --dijo riendo Martín--. Claro que a mí no me importa nada lo que este señor opine de nosotros, pero me gustaría encontrar una ocasión para probarle que está equivocado.

— Salga usted --dijo el teniente.

— Cuando usted quiera --contestó Martín.

— No --replicó Briones--, yo lo prohibo. El teniente Ramírez quedará arrestado.

— Está bien --dijo refunfuñando el aludido.

— Si estos señores quieren un poco de jaleo, cuando tomemos Laguardia pueden venir con nosotros --advirtió el oficial.

Martín creyó ver alguna ironía en las palabras del militar y replicó burlonamente:

— ¡Cuando tomen ustedes Laguardia! No, hombre. Eso no es nada para nosotros. Yo voy solo a Laguardia y la tomo, o a lo más con mi cuñado Bautista.

Se echaron todos a reir de la fanfarronada, pero viendo que Martín insistía, diciendo que aquella misma noche iban a entrar en la ciudad sitiada, pensaron que Martín estaba loco. Briones, que le conocía, trató de disuadirse de hacer esta barbaridad, pero Zalacaín no se convenció.

— ¿Ven ustedes este pañuelo blanco? --dijo--. Mañana al amanecer lo verán ustedes en este palo flotando sobre Laguardia. ¿Habrá por aquí una cuerda?

Uno de los oficiales jóvenes trajo una cuerda, y Martín y Bautista, sin hacer caso de las palabras de Briones, avanzaron por la carretera.

El frío de la noche les serenó, y Martín y su cuñado se miraron algo extrañados. Se dice que los antiguos godos tenían la costumbre de resolver sus asuntos dos veces, una borrachos y otra serenos. De esta manera unían en sus decisiones el atrevimiento y la prudencia. Martín sintió no haber seguido esta prudente táctica goda, pero se calló y dio a entender que se encontraba en uno de los momentos regocijados de su vida.

— ¿Qué? ¿vamos a ir? --preguntó Bautista.

— Probaremos.

Se acercaron a Laguardia. A poca distancia de sus muros tomaron a la izquierda, por la Senda de las Damas, hasta salir al camino de El Ciego y cruzando éste se acercaron a la altura en donde se asienta la ciudad. Dejaron a un lado el cementerio y llegaron a un paseo con árboles que circunda el pueblo.

Debían de encontrarse en el punto indicado por el hombre de Yécora, entre la puerta de Mercadal y la de Paganos.

Efectivamente, el sitio era aquél. Distinguieron los agujeros en el muro que servía de escalera; los de abajo estaban tapados.

— Podríamos abrir estos boquetes --dijo Bautista.

— ¡Hum! Tardaríamos mucho --contestó Martín--. Súbete encima de mí a ver si llegas. Toma la cuerda.

Bautista se encaramó sobre los hombros de Martín, y luego, viendo que se podía subir sin dificultad, escaló la muralla hasta lo alto. Asomó la cabeza y viendo que no había vigilancia saltó encima.

— ¿Nadie? --dijo Martín.

— Nadie.

Sujetó Bautista la cuerda con un lazo corredizo en un ángulo de un torreón, v subió Martín a pulso, con el palo en los dientes.

— Se deslizaron los dos por el borde de la muralla, hasta enfilar una calleja. Ni guardia, ni centinela; no se veía ni se oía nada. El pueblo parecía muerto.

— ¿Qué pasará aquí? --se dijo Martín.

Se acercaron al otro extremo de la ciudad. El mismo silencio. Nadie. Indudablemente, los carlistas habían huído de Laguardia.

Martín y Bautista adquirieron el convencimiento de que el pueblo estaba abandonado. Avanzaron con esta confianza hasta cerca de la puerta del Mercadal; y enfrente del cementerio, hacia la carretera de Logroño, sujetaron entre dos piedras el palo y ataron en su punta el pañuelo blanco.

Hecho esto, volvieron deprisa al punto por donde habían subido. La cuerda seguía en el mismo sitio. Amanecía. Desde allá arriba se veía una enorme extensión de campo. La luz comenzaba a indicar las sombras de los viñedos y de los olivares. El viento fresco anunciaba la proximidad del día.

— Bueno, baja --dijo Martín--. Yo sujetaré la cuerda.

— No, baja tú --replicó Bautista.

— Vamos, no seas imbécil.

— ¿Quién vive? --gritó una voz en aquel mismo momento.

Ninguno de los dos contestó. Bautista comenzó a bajar despacio. Martín se tendió en la muralla.

— ¿Quién vive? --volvió a gritar el centinela.

Martín se aplastó en el suelo todo lo que pudo; sonó un disparo y una bala pasó por encima de su cabeza. Afortunadamente, el centinela estaba lejos. Cuando Bautista descendió, Martín comenzó a bajar. Tuvo la suerte de que la cuerda no se deslizase. Bautista le esperaba con el alma en un hilo. Había movimiento en la muralla; cuatro o cinco hombres se asomaron a ella, y Martín y Bautista se escondieron tras de los árboles del paseo que circundaba el pueblo. Lo malo era que aclaraba cada vez más. Fueron pasando de árbol a árbol, hasta llegar cerca del cementerio.

— Ahora no hay más remedio que echar a correr a la descubierta --dijo Martín--. A la una..., a las dos... Vamos allá.

Echaron los dos a correr. Sonaron varios tiros. Ambos llegaron ilesos al cementerio. De aquí ganaron pronto el camino de Logroño. Ya fuera de peligro, miraron hacia atrás. El pañuelo seguía en la muralla ondeando al viento. Briones y sus amigos recibieron a Martín y a Bautista como a héroes.

Al día siguiente, los carlistas abandonaron Laguardia y se refugiaron en Peñacerrada. La población enarboló bandera de parlamento; y el ejército, con el general al frente, entraba en la ciudad.

Por más que Martín y Bautista preguntaron en todas las casas, no encontraron a Catalina.