Zalacaín el aventurero/Libro III/Capítulo IV

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Zalacaín el aventurero
Libro Tercero: Las últimas aventuras

de Pío Baroja
Capítulo IV


LA BATALLA CERCA DEL MONTE AQUELARRE


Martín llegó al alto de Maya al amanecer, subió un poco por la carretera y vió que venía la tropa. Se reunió con Briones y ambos se pusieron a la cabeza de la columna.

Al llegar a Zugarramurdi, comenzaba a clarear. Sobre el pueblo, las cimas del monte, blancas y pulidas por la lluvia, brillaban con los primeros rayos del sol.

De esta blancura de las rocas precedía el nombre del monte Arrizuri (piedra blanca) en vasco y Peñaplata en castellano.

Martín tomó el sendero que bordea un torrente. Una capa de arcilla humedecida cubría el camino, por el cual los caballos y los hombres se resbalaban. El sendero tan pronto se acercaba a la torrentera, llena de malezas y de troncos podridos de árboles, como se separaba de ella. Los soldados caían en este terreno resbaladizo. A cierta altura, el torrente era ya un precipicio, por cuyo fondo, lleno de matorrales, se precipitaba el agua brillante.

Mientras marchaban Martín y Briones a caballo, fueron hablando amistosamente. Martín felicitó a Briones por sus ascensos.

— Sí, no estoy descontento --dijo el comandante--; pero usted, amigo Zalacaín, es el que avanza con rapidez, si sigue así; si en estos años adelanta usted lo que ha adelantado en los cinco pasados, va usted a llegar donde quiera.

— ¿Creerá usted que yo ya no tengo casi ambición?

— ¿No?

— No. Sin duda, eran los obstáculos los que me daban antes bríos y fuerza, el ver que todo el mundo se plantaba a mi paso para estorbarme. Que uno quería vivir, el obstáculo; que uno quería a una mujer y la mujer le quería a uno, el obstáculo también. Ahora no tengo obstáculos, y ya no se qué hacer. Voy a tener que inventarme otras ocupaciones y otros quebraderos de cabeza.

— Es usted la inquietud personificada, Martín --dijo Briones.

— ¿Qué quiere usted? He crecido salvaje como las hierbas y necesito la acción, la acción continua. Yo, muchas veces pienso que llegará un día en que los hombres podrán aprovechar las pasiones de los demás en algo bueno.

— ¿También es usted soñador?

— También.

— La verdad es que es usted un hombre pintoresco, amigo Zalacaín.

— Pero la mayoría de los hombres son como yo.

— Oh, no. La mayoría somos gente tranquila, pacífica, un poco muerta.

— Pues yo estoy vivo, eso sí; pero la misma vida que no puedo emplear se me queda dentro y se me pudre. Sabe usted, yo quisiera que todo viviese, que todo comenzara a marchar, no dejar nada parado, empujar todo al movimiento, hombres, mujeres, negocios, máquinas, minas, nada quieto, nada inmóvil...

— Extrañas ideas --murmuró Briones.

Concluía el camino y comenzaban las sendas a dividirse y a subdividirse, escalando la altura.

Al llegar a este punto, Martín avisó a Briones que era conveniente que sus tropas estuviesen preparadas, pues al final de estas sendas se encontrarían en terreno descubierto y desprovisto de árboles.

Briones mandó a los tiradores de la vanguardia preparasen sus armas y fueran avanzando despacio en guerrilla.

— Mientras unos van por aquí --dijo Martín a Briones-- otros pueden subir por el lado opuesto. Hay allá arriba una explanada grande. Si los carlistas se parapetan entre las rocas van a hacer una mortandad terrible.

Briones dió cuenta al general de lo dicho por Martín, y aquél ordenó que medio batallón fuera por el lado indicado por el guía. Mientras no oyeran los tiros del grueso de la fuerza no debían atacar.

Zalacaín y Briones bajaron de sus caballos y tomaron por una senda, y durante un par de horas fueron rodeando el monte, marchando entre helechos.

— Por esta parte, en una calvera del monte, en donde hay como una plazuela formada por hayas --dijo Martín-- deben tener centinelas los carlistas; sino por ahí podemos subir hasta los altos de Peñaplata sin dificultad.

Al acercarse al sitio indicado por Martín, oyeron una voz que cantaba. Sorprendidos, fueron despacio acortando la distancia.

— No serán las brujas--dijo Martín.

— ¿Por qué las brujas?--preguntó Briones.

— ¿No sabe usted que estos son los montes de las brujas? Aquel es el monte Aquelarre --contestó Martín.

— ¿El Aquelarre? ¿Pero existe?

— Sí.

— ¿Y quiere decir algo en vascuence, ese nombre?

— ¿Aquelarre?... Sí, quiere decir Prado del macho cabrío.

— ¿El macho cabrío será el demonio?

— Probablemente.

La canción no la cantaban las brujas, sino un muchacho que en compañía de diez o doce estaba calentándose alrededor de una hoguera.

Uno cantaba canciones liberales y carlistas y los otros le coreaban.

No habían comenzado a oirse los primeros tiros, y Briones y su gente esperaron tendidos entre los matorrales.

Martín sentía como un remordimiento al pensar que aquellos alegres muchachos iban a ser fusilados dentro de unos momentos.

La señal no se hizo esperar y no fué un tiro, sino una serie de descargas cerradas.

— ¡Fuego! --gritó Briones.

Tres o cuatro de los cantores cayeron a tierra y los demás, saltando entre breñales, comenzaron a huir y a disparar.

La acción se generalizaba; debía de ser furiosa a juzgar por el ruido de fusilería. Briones, con su tropa, y Martín subían por el monte a duras penas. Al llegar a los altos, los carlistas, cogidos entre dos fuegos, se retiraron.

La gran explanada del monte estaba sembrada de heridos y de muertos. Iban recogiéndolos en camillas. Todavía seguía la acción, pero poco después una columna de ejército avanzaba por el monte por otro lado, y los carlistas huían a la desbandada hacia Francia.