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Zaragoza/IV

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IV

En su casa, Montoria se enfadó otra vez con don Roque y conmigo, porque no quisimos admitir el dinero que nos ofrecía para nuestros primeros gastos en la ciudad, y aquí se repitieron los puñetazos en la mesa y la lluvia de porras y otras palabras que no cito; pero al fin llegamos a una transacción honrosa para ambas partes. Y ahora caigo en que me ocupo demasiado de hombre tan singular sin haber anticipado algunas observaciones acerca de su persona. Era D. José un hombre de sesenta años, fuerte, colorado, rebosando salud, bienestar, contento de sí mismo, conformidad con la suerte y conciencia tranquila. Lo que le sobraba en patriarcales virtudes y en costumbres ejemplares y pacíficas (si es que esto puede estar de sobra en algún caso), le faltaba en educación, es decir, en aquella educación atildada y distinguida que entonces empezaban a recibir algunos hijos de familias ricas. D. José no conocía los artificios de la etiqueta, y por carácter y por costumbres era refractario a la mentira discreta y a los amables embustes que constituyen la base fundamental de la cortesía. Como él llevaba siempre el corazón en la mano, quería que asimismo lo llevasen los demás, y su bondad salvaje no toleraba las coqueterías frecuentemente falaces de la conversación fina. En los momentos de enojo era impetuoso y dejábase arrastrar a muy violentos extremos, de que por lo general se arrepentía más tarde.

En él no había disimulo, y tenía las grandes virtudes cristianas, en crudo y sin pulimento, como un macizo canto del más hermoso mármol, donde el cincel no ha trazado una raya siquiera. Era preciso saberlo entender, cediendo a sus excentricidades, si bien en rigor no debe llamarse excéntrico el que tanto se parecía a la generalidad de sus paisanos. No ocultar jamás lo que sentía era su norte, y si bien esto le ocasionaba algunas molestias en el curso de la vida ordinaria y en asuntos de poca monta, era un tesoro inapreciable siempre que se tratase con él un negocio grave, porque puesta a la vista toda su alma, no había que temer malicia alguna. Perdonaba las ofensas, agradecía los beneficios y daba gran parte de sus cuantiosos bienes a los menesterosos.

Vestía con aseo, comía abundantemente, ayunando con todo escrúpulo la Cuaresma entera, y amaba a la Virgen del Pilar con fanático amor de familia. Su lenguaje no era, según se ha visto, un modelo de comedimiento, y él mismo confesaba como el mayor de sus defectos lo de soltar a todas horas porra y más porra, sin que viniese al caso; pero más de una vez le oí decir, que conocedor de la falta, no la podía remediar, porque aquello de las porras le salía de la boca sin que él mismo se diera cuenta de ello.

Tenía mujer y tres hijos. Era aquélla doña Leocadia Sarriera, navarra de origen. De los vástagos, el mayor y la hembra estaban casados y habían dado a los viejos algunos nietos. El más pequeño de los hijos llamábase Agustín y era destinado a la Iglesia, como su tío del mismo nombre, arcediano de la Seo. A todos les conocí en el mismo día, y eran la mejor gente del mundo. Fui tratado con tanto miramiento, que me tenía absorto su generosidad, y si me conocieran desde el nacer no habrían sido más rumbosos. Sus obsequios, espontáneamente sugeridos por corazones generosos, me llegaban al alma, y como yo siempre he sido fácil en dejarme querer, les correspondí desde el principio con muy sincero afecto.

-Sr. D. Roque -dije aquella noche a mi compañero cuando nos acostábamos en el cuarto que nos destinaron-, yo jamás he visto gente como esta. ¿Son así todos los aragoneses?

-Hay de todo -me respondió- pero hombres de la madera de D. José de Montoria, y familias como esta familia abundan mucho en esta tierra de Aragón.

Al siguiente día nos ocupamos en mi alistamiento. La decisión de aquella gente me entusiasmaba de tal modo, que nada me parecía tan honroso como seguir tras ella, aunque fuera a distancia, husmeando su rastro de gloria. Ninguno de Vds. ignora que en aquellos días Zaragoza y los zaragozanos habían adquirido un renombre fabuloso; que sus hazañas enardecían las imaginaciones y que todo lo referente al sitio famoso de la inmortal ciudad, tomaba en boca de los narradores las proporciones y el colorido de una leyenda de los tiempos heroicos. Con la distancia, las acciones de los zaragozanos adquirían dimensiones mayores aún, y en Inglaterra y en Alemania, donde les consideraban como los numantinos de los tiempos modernos, aquellos paisanos medio desnudos, con alpargatas en los pies y un pañizuelo enrollado en la cabeza, eran figuras de coturno. Capitulad y os vestiremos -decían los franceses en el primer sitio, admirados de la constancia de unos pobres aldeanos vestidos de harapos-. No sabemos rendirnos -contestaban- y nuestras carnes sólo se cubren de gloria.

Esta y otras frases habían dado la vuelta al mundo.

Pero volvamos a lo de mi alistamiento. Era un obstáculo para este el manifiesto de Palafox de 13 de Diciembre, en que ordenaba la expulsión de forasteros mandándoles salir en el término de veinticuatro horas, acuerdo tomado en razón de la mucha gente que iba a alborotar sembrando discordias y desavenencias; pero precisamente en los días de mi llegada se publicó otra proclama llamando a los soldados dispersos del ejército del Centro, desbaratado en Tudela, y en esto hallé una buena coyuntura para afiliarme, pues aunque no pertenecí a dicho ejército, había concurrido a la defensa de Madrid, y a la batalla de Bailén, razones que con el apoyo de mi protector Montoria, me valieron el ingreso en las huestes zaragozanas. Diéronme un puesto en el batallón de voluntarios de las Peñas de San Pedro, bastante mermado en el primer sitio, y recibí un uniforme y un fusil. No formé, como había dicho mi protector, en las filas de mosén Santiago Sas, fogoso clérigo, puesto al frente de un batallón de escopeteros, porque esta valiente partida se componía exclusivamente de vecinos de la parroquia de San Pablo. Tampoco querían gente moza en su batallón, por cuya causa ni el mismo hijo de D. José de Montoria, Agustín Montoria, pudo servir a las ordenes de Sas, y se afilió como yo en el batallón de las Peñas de San Pedro. La suerte me deparaba un buen compañero y un excelente amigo.

Desde el día de mi llegada, oí hablar de la aproximación del ejército francés; pero esto no fue un hecho incontrovertible hasta el 20. Por la tarde una división llegó a Zuera, en la orilla izquierda, para amenazar el arrabal; otra mandada por Suchet acampó en la derecha sobre San Lamberto. Moncey, que era el general en jefe, situose con tres divisiones hacia el Canal y en las inmediaciones de la Huerva. Cuarenta mil hombres nos cercaban.

Sabido es que impacientes por vencernos, los franceses comenzaron sus operaciones el 21 desde muy temprano, embistiendo con gran furor y simultáneamente el monte Torrero y el arrabal de la izquierda del Ebro, puntos sin cuya posesión era excusado pensar en someter la valerosa ciudad; pero si bien tuvimos que abandonar a Torrero, por ser peligrosa su defensa, en el arrabal desplegó Zaragoza tanto y tan temerario arrojo, que es aquel día uno de los más brillantes de su brillantísima historia.

Desde las cuatro de la madrugada, el batallón de las Peñas de San Pedro fue destinado a guarnecer el frente de fortificaciones desde Santa Engracia hasta el convento de Trinitarios, línea que me pareció la menos endeble en todo el circuito de la ciudad. A espaldas de Santa Engracia estaba la batería de los Mártires: corría luego la tapia, aspillerada hasta el puente de la Huerva, defendido por un reducto: desviábase luego hacia Poniente, formando un ángulo obtuso, y enlazándose con otro reducto levantado en la torre del Pino, seguía casi en línea recta hasta el convento de Trinitarios dejando dentro la puerta del Carmen. El que haya visto a Zaragoza, comprenderá perfectamente mi ligera descripción, pues todavía existen las ruinas de Santa Engracia, y la puerta del Carmen ostenta aún no lejos de la Glorieta su despedazado umbral y sus sillares carcomidos.

Estábamos, como he dicho, guarneciendo la extensión descrita, y parte de los soldados teníamos nuestro vivac en una huerta inmediata al colegio del Carmen. Agustín de Montoria y yo no nos separábamos, porque su apacible carácter, el afecto que me mostró desde que nos conocimos, y cierta conformidad, cierta armonía inexplicable en nuestras ideas, me hacían muy agradable su compañía. Era él un joven de hermosísima figura, con ojos grandes y vivos, despejada frente y cierta gravedad melancólica en su fisonomía. Su corazón, como el del padre, estaba lleno de aquella generosidad que se desbordaba al menor impulso; pero tenía sobre él la ventaja de no lastimar al favorecido, porque la educación le había quitado gran parte de la rudeza nacional. Agustín entraba en la edad viril con la firmeza y la seguridad de un corazón lleno, de un entendimiento rico y no gastado, de un alma vigorosa y sana, a la cual no faltaba sino ancho mundo, ancho espacio para producir bondades sin cuento. Estas cualidades eran realzadas por una imaginación brillante, pero de vuelo seguro y derecho, no parecida a la de nuestros modernos geniecillos, que las más de las veces ignoran por dónde van, sino serena y majestuosa, como educada en la gran escuela de los latinos.

Aunque con gran inclinación a la poesía (pues Agustín era poeta), había aprendido la ciencia teológica, descollando en ella como en todo. Los padres del Seminario, hombres de mucha ciencia y muy cariñosos con la juventud, le tenían por un prodigio en las letras humanas y en las divinas, y se congratulaban de verle con un pie dentro de la Iglesia docente. La familia de Montoria no cabía en sí de gozo y esperaba el día de la primera misa como el santo advenimiento.

Sin embargo (me veo obligado a decirlo desde el principio), Agustín no tenía vocación para la iglesia. Su familia, lo mismo que los buenos padres del Seminario, no lo comprendían así ni lo comprendieran aunque bajara a decírselo el Espíritu Santo en persona. El precoz teólogo, el humanista que tenía a Horacio en las puntas de los dedos, el dialéctico que en los ejercicios semanales dejaba atónitos a los maestros con la intelectual gimnasia de la ciencia escolástica, no tenía más vocación para el sacerdocio que la que tuvo Mozart para la guerra, Rafael para las matemáticas o Napoleón para el baile.