Zaragoza/XI

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XI

El fuerte de San José se había rendido, mejor dicho, los franceses entraron en él cuando la artillería lo hubo reducido a polvo, y cuando yacían entre los escombros uno por uno todos sus defensores. Los imperiales, al penetrar, encontraron inmenso número de cuerpos destrozados, y montones de tierra y guijarros amasados con sangre. No podían aún establecerse allí, porque eran flanqueados por la batería de los Mártires y la del Jardín Botánico, y continuaron las operaciones de zapa para apoderarse de estos dos puntos. Las fortificaciones que conservábamos estaban tan destrozadas, que urgía una composición general, y se dictaron órdenes terriblesconvocando a todos los habitantes de Zaragoza para trabajar en ellas. La proclama dijo que todos debían llevar el fusil en una mano y la azada en la otra.

El 12 y el 13 se trabajó sin descanso, disminuyendo bastante el fuego, porque los sitiadores escarmentados, no querían arriesgarse en nuevos golpes de mano, y comprendiendo que aquello era obra de paciencia y estudio más que de arrojo, abrían despacio y con toda seguridad zanjas y caminos cubiertos que les trajesen a la posesión del reducto, sin pérdida de gente. Casi fue preciso hacer de nuevo las murallas, mejor dicho, sustituirlas con sacos de tierra, operación en que además de toda la tropa, se ocupaban muchos frailes, canónigos, magistrados de la Audiencia, chicos y mujeres. La artillería estaba casi inservible, el foso casi cegado, y era preciso continuar la defensa a tiro de fusil. Así nos sostuvimos todo el 13 protegiendo los trabajos de recomposición, padeciendo mucho y viendo que cada vez mermábamos en número, aunque entraba gente nueva a cubrir las considerables bajas. El 14 la artillería enemiga empezó a desbaratar de nuevo nuestra muralla de sacos, abriéndonos brechas por el frente y los costados; mas no se atrevían a intentar un nuevo asalto, contentándose con seguir abriendo una zanja en tal dirección que no podíamos de modo alguno enfilarla con nuestro fuego, ni con los de las baterías inmediatas.

El valeroso, el provocativo fuerte de tierra, iba aestar bien pronto bajo los fuegos cubiertos de baterías cercanas que arrojarían a los cuatro vientos el polvo de que estaba formado. En esta situación le era forzoso rendirse más tarde o más temprano, pues se hallaba a merced de los tiros del francés, como un barco a merced de las olas del Océano. Flanqueado por caminos cubiertos y zig-zags, por cuyos huecos discurría sin peligro un enemigo inteligente lleno de fuerza material y con todos los recursos de la ciencia, el baluarte era como un hombre cercado por un ejército. No teníamos cañones servibles ni podíamos traer otros nuevos, porque las murallas no los hubieran resistido.

Nuestro único recurso era minar el reducto para volarlo en el momento en que entraran en él los franceses, y destruir también el puente para impedir que nos persiguieran. Así se hizo, y durante la noche del 14 al 15 trabajamos sin descanso en la mina, y pusimos los hornillos del puente, esperando que los enemigos se echasen encima al día siguiente por la mañana. Con todo, no fue así, porque, no atreviéndose a dar un asalto sin tomar las precauciones y seguridades posibles, continuaron sus trabajos de zapa hasta muy cerca del foso. En esta faena, nuestra infatigable fusilería les hacía poco daño. Estábamos desesperados; sin poder hacer nada, sin que la misma desesperación nos sirviera para la defensa. Era una fuerza inútil como la cólera de un loco en su jaula.

Desclavamos también el tablón que decía Reducto inconquistable, para llevarnos aquel testimonio de nuestra justificada jactancia, y al anochecer fue abandonado el fuerte, quedando sólo cuarenta hombres para custodiarlo hasta el fin y matar lo que se pudiera, como decía nuestro capitán, pues no debía perderse ninguna ocasión de hacer un par de bajas al enemigo. Desde la torre del Pino presenciamos la retirada de los cuarenta a eso de las ocho de la noche, después de haberla emprendido a bayonetazos con los ocupadores y batiéndose en retirada con bravura. La mina del interior del reducto hizo muy poco efecto; pero los hornillos del puente desempeñaron tan bien su cometido, que el paso quedó roto y el reducto aislado en la otra orilla de la Huerva. Adquirido este sitio y San José, los franceses tenían el apoyo suficiente para abrir su tercera paralela y batir cómodamente todo el circuito de la ciudad.

Estábamos tristes, y un poco, un poquillo desanimados. Pero ¿qué importaba un decaimiento momentáneo, si al día siguiente tuvimos una fiesta divertidísima? Después de batirse uno como un frenético, no venía mal un poco de holgorio y bullanga precisamente cuando faltaba tiempo para enterrar los muchos muertos, y acomodar en las casas el inmenso número de heridos. Verdad es que para todo había manos, gracias a Dios; y el motivo de la general alegría fue que empezaron a circular noticias estupendas sobre ejércitos españoles que venían a socorrernos,sobre derrotas de los franceses en distintos puntos de la Península y otras zarandajas. Agolpábase el pueblo en la plaza de la Seo, esperando a que saliese la Gaceta, y al fin salió a regocijar los ánimos y hacer palpitar de esperanza todos los corazones. No sé si efectivamente llegaron a Zaragoza tales noticias, o si las sacó de su cacumen el redactor principal, que era D. Ignacio Asso: lo cierto es que en letras de molde se nos dijo que Reding venía a socorrernos con un ejército de sesenta mil hombres; que el marqués de Lazán, después de derrotar a la canalla en el Norte de Cataluña, había entrado en Francia llevando el espanto por todas partes; que también venía en nuestro auxilio el duque del Infantado; que entre Blake y la Romana habían derrotado a Napoleón matándole veinte mil hombres, inclusos Berthier, Ney y Savary, y que a Cádiz habían llegado diez y seis millones de duros, enviados por los ingleses para gastos de guerra. ¿Qué tal? ¿Se explicaba la Gaceta?

A pesar de ser tantas y tan gordas, nos las tragamos, y allí fueron las demostraciones de alegría, el repicar campanas, y el correr por las calles cantando la jota con otros muchos excesos patrióticos que por lo menos tenían la ventaja de proporcionarnos un poco de aquel refrigerio espiritual que necesitábamos. No crean Vds. que por consideración a nuestra alegría había cesado la lluvia de bombas. Muy lejos de eso, aquellos condenados parecían querermofarse de las noticias de nuestra Gaceta, repitiendo la dosis.

Sintiendo un deseo vivísimo de reírnos en sus barbas, corrimos a la muralla, y allí las músicas de los regimientos tocaron con cierta afectación provocativa, cantando todos en inmenso coro el famoso tema:

La Virgen del Pilar dice
que no quiere ser francesa...

También ellos estaban para burlas, y arreciaron el fuego de tal modo, que la ciudad recibió en menos de dos horas mayor número de proyectiles que en el resto del día. Ya no había asilo seguro, ya no había un palmo de suelo ni de techo libre de aquel satánico fuego. Huían las familias de sus hogares, o se refugiaban en los sótanos; los heridos que abundaban en las principales casas eran llevados a las iglesias, buscando reposo bajo sus fuertes bóvedas: otros salían arrastrándose; algunos más ágiles llevaban a cuestas sus propias camas. Los más se acomodaban en el Pilar y después de ocupar todo el pavimento, tendíanse en los altares y obstruían las capillas. A pesar de tantos infortunios se consolaban con mirar a la Virgen, la cual sin cesar con el lenguaje de sus brillantes ojos les estaba diciendo que no quería ser francesa.