Zaragoza/XXI

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XXI

Al llegar a este punto de mi narración ruego al lector que me dispense, si no puedo consignar concretamente las fechas de lo que refiero. En aquel período de horrores comprendido desde el 27 de Enero hasta la mitad del siguiente mes los sucesos se confunden, se amalgaman y se eslabonan en mi mente de tal modo, que no puedo distinguir días ni noches, y a veces ignoro si algunos lances de los que recuerdo ocurrieron a la luz del sol. Me parece que todo aquello pasó en un largo día, o en una noche sin fin, y que el tiempo no marchaba entonces con sus divisiones ordinarias. Los acontecimientos, los hombres, las diversas sensaciones se reúnen en mi memoria formando un cuadro inmenso donde no hay más líneas divisorias que lasque ofrecen los mismos grupos, el mayor espanto de un momento, la furia inexplicable o el pánico de otro momento.

Por esta razón no puedo precisar el día en que ocurrió lo que voy a narrar ahora; pero fue, si no me engaño, al día siguiente de la jornada de las Mónicas, y según mis conjeturas del 30 de Enero al 2 de Febrero. Ocupábamos una casa de la calle de Pabostre. Los franceses eran dueños de la inmediata, y trataban de avanzar por el interior de la manzana hasta llegar a Puerta Quemada. Nada es comparable a la expedición laboriosa por dentro de las casas; ninguna clase de guerra, ni las más sangrientas batallas en campo abierto, ni el sitio de una plaza, ni la lucha en las barricadas de una calle, pueden compararse a aquellos choques sucesivos entre el ejército de una alcoba y el ejército de una sala, entre las tropas que ocupan un piso y las que guarnecen el superior.

Sintiendo el sordo golpe de las piquetas por diversos puntos, nos causaba espanto el no saber por qué parte seríamos atacados. Subíamos a las bohardillas, bajábamos a los sótanos, y pegando el oído a los tabiques, procurábamos indagar el intento del enemigo según la dirección de sus golpes. Por último, advertimos que se sacudía con violencia el tabique de la misma pieza donde nos encontrábamos, y esperamos a pie firme en la puerta, después de amontonar los muebles formando unabarricada. Los franceses abrieron un agujero, y luego, a culatazos, hicieron saltar maderos y cascajo, presentándosenos en actitud de querer echarnos de allí. Éramos veinte. Ellos eran menos, y como no esperaban ser recibidos de tal manera, retrocedieron volviendo al poco rato en número tan considerable, que nos hicieron gran daño, obligándonos a retirarnos, después de dejar tras los muebles cinco compañeros, dos de los cuales estaban muertos. En el angosto pasillo topamos con una escalera por donde subimos precipitadamente sin saber a dónde íbamos; pero luego nos hallamos en un desván, posición admirable para la defensa. Era estrecha la escalera, y el francés que intentaba pasarla, moría sin remedio. Así estuvimos un buen rato, prolongando la resistencia y animándonos unos a otros con vivas y aclamaciones, cuando el tabique que teníamos a la espalda empezó a estremecerse con fuertes golpes, y al punto comprendimos que los franceses, abriendo una entrada por aquel sitio, nos cogerían irremisiblemente entre dos fuegos. Éramos trece, porque en el desván habían caído dos gravemente heridos.

El tío Garcés que nos mandaba, exclamó furioso:

-¡Recuerno! No nos cogerán esos perros. En el techo hay un tragaluz. Salgamos por él al tejado. Que seis sigan haciendo fuego... al que quiera subir, partirlo. Que los demás agranden el agujero: fuera miedo y ¡viva la Virgen del Pilar!

Se hizo como él mandaba. Aquello iba a ser una retirada en regla, y mientras parte de nuestro ejército contenía la marcha invasora del enemigo, los demás se ocupaban en facilitar el paso. Este hábil plan fue puesto en ejecución con febril rapidez, y bien pronto el hueco de escape tenía suficiente anchura para que pasaran tres hombres a la vez, sin que durante el tiempo empleado en esto ganaran los franceses un solo peldaño. Velozmente salimos al tejado. Éramos nueve. Tres habían quedado en el desván y otro fue herido al querer salir, cayendo vivo en poder del enemigo.

Al encontrarnos arriba saltamos de alegría. Paseamos la vista por los techos del arrabal, y vimos a lo lejos las baterías francesas. A gatas avanzamos un buen trecho, explorando el terreno, después de dejar dos centinelas en el boquete con orden de descerrajar un tiro al que quisiese escurrirse por él; y no habíamos andado veinte pasos, cuando oímos gran ruido de voces y risas, que al punto nos parecieron de franceses. Efectivamente: desde un ancho bohardillón nos miraban riendo aquellos malditos. No tardaron en hacernos fuego; pero parapetados nosotros tras las chimeneas y tras los ángulos y recortaduras que allí ofrecían los tejados, les contestamos a los tiros con tiros y a los juramentos y exclamaciones con otras mil invectivas que nos inspiraba el fecundo ingenio del tío Garcés.

Al fin nos retiramos saltando al tejado de la casacercana. Creímosla en poder de los nuestros y nos internamos por la ventana de un chiribitil, considerando fácil el bajar desde allí a la calle, donde unidos y reforzados con más gente podíamos proseguir aquella aventura al través de pasillos, escaleras, tejados y desvanes. Pero aún no habíamos puesto el pie en firme, cuando sentimos en los aposentos que quedaban bajo nosotros el ruido de repetidas detonaciones.

-Abajo se están batiendo -dijo Garcés-, y de seguro los franceses que dejamos en la casa de al lado se han pasado a esta, donde se habrán encontrado con los compañeros. ¡Cuerno, recuerno! Bajemos ahora mismo. ¡Abajo todo el mundo!

Pasando de un desván a otro, vimos una escalera de mano que facilitaba la entrada a un gran aposento interior, desde cuya puerta se oía vivo rumor de voces, destacándose principalmente algunas de mujer. El estruendo de la lucha era mucho más lejano y por consiguiente, procedía de punto más bajo; franqueando, pues, la escalerilla, nos hallamos en una gran habitación, materialmente llena de gente, la mayor parte ancianos, mujeres y niños, que habían buscado refugio en aquel lugar. Muchos, arrojados sobre jergones, mostraban en su rostro las huellas de la terrible epidemia, y algún cuerpo inerte sobre el suelo tenía todas las trazas de haber exhalado el último suspiro pocos momentos antes. Otros estaban heridos, y se lamentaban sin podercontener la crueldad de sus dolores; dos o tres viejas lloraban o rezaban. Algunas voces se oían de rato en rato, diciendo con angustia, «agua, agua». Desde que bajamos distinguí en un extremo de la sala al tío Candiola, que ponía cuidadosamente en un rincón multitud de baratijas, ropas y objetos de cocina y de loza. Con gesto displicente apartaba a los chicos curiosos que querían poner sus manos en aquella despreciable quincalla, y lleno de inquietud, diligente en amontonar y resguardar su tesoro, sin que la última pieza se le escapase, decía:

-Ya me han quitado dos tazas. Y no me queda duda: alguien de los que están aquí las ha de tener. No hay seguridad en ninguna parte; no hay autoridades que le garanticen a uno la posesión de su hacienda. Fuera de aquí, muchachos mal criados. ¡Oh! Estamos bien... ¡Malditas sean las bombas y quien las inventó! Señores militares, a buena hora llegan ustedes. ¿No podrían ponerme aquí un par de centinelas para que guardaran estos objetos preciosos que con gran trabajo logré salvar?

Como es de suponer, mis compañeros se rieron de tan graciosa pretensión. Ya íbamos a salir, cuando vi a Mariquilla. La infeliz estaba trasfigurada por el insomnio, el llanto y el terror; pero tanta desolación en torno suyo y en ella misma, aumentaba la dulce expresión de su hermoso semblante. Ella me vio, y al punto fue hacia mí con viveza, mostrando deseo de hablarme.

-¿Y Agustín? -le pregunté.

-Está abajo -repuso con voz temblorosa-. Abajo están dando una batalla. Las personas que nos habíamos refugiado en esta casa, estábamos repartidas por los distintos aposentos. Mi padre llegó esta mañana con doña Guedita. Agustín nos trajo de comer y nos puso en un cuarto donde había un colchón. De repente sentimos golpes en los tabiques... venían los franceses. Entró la tropa, nos hicieron salir, trajeron los heridos y los enfermos a esta sala alta... aquí nos han encerrado a todos, y luego, rotas las paredes, los franceses se han encontrado con los españoles y han empezado a pelear... ¡Ay! Agustín está abajo también...

Esto decía, cuando entró Manuela Sancho trayendo dos cántaros de agua para los heridos. Aquellos desgraciados se arrojaron frenéticamente de sus lechos, disputándose a golpes un vaso de agua.

-No empujar, no atropellarse, señores -dijo Manuela riendo-. Hay agua para todos. Vamos ganando. Trabajillo ha costado echarles de la alcoba, y ahora están disputándose la mitad de la sala, porque la otra mitad está ya ganada. No nos quitarán tampoco la cocina ni la escalera. Todo el suelo está lleno de muertos.

Mariquilla se estremeció de horror.

-Tengo sed -me dijo.

Al punto pedí agua a la Sancho; pero como el único vaso que trajera estaba ocupado en aplacar lased de los demás, y andaba de boca en boca, por no esperar, tomé una de las tazas que en su montón tenía el tío Candiola.

-Eh, señor entrometido -dijo sujetándome la mano-, deje Vd. ahí esa taza.

-Es para que beba esta señorita -contesté indignado-. ¿Tanto valen estas baratijas, Sr. Candiola?

El avaro no me contestó, ni se opuso a que diera de beber a su hija; mas luego que esta calmó su sed, un herido tomó ávidamente de sus manos la taza, y he aquí que esta empezó a correr también, pasando de boca en boca. Cuando yo salí para unirme a mis compañeros, D. Jerónimo seguía con la vista, de muy mal talante, el extraviado objeto que tanto tardaba en volver a sus manos.

Tenía razón Manuela Sancho al decir que íbamos ganando. Los franceses, desalojados del piso principal de la casa, habíanse retirado al de la contigua, donde continuaban defendiéndose. Cuando yo bajé, todo el interés de la batalla estaba en la cocina, disputada con mucho encarnizamiento; pero lo demás de la casa nos pertenecía. Muchos cadáveres de una y otra nación cubrían el ensangrentado suelo; algunos patriotas y soldados, rabiosos por no poder conquistar aquella cocina funesta, desde donde se les hacía tanto fuego, lanzáronse dentro de ella a la bayoneta, y aunque perecieron bastantes, este acto de arrojo decidió la cuestión, porque tras ellos fueron otros, y por fin todos los que cabían. Aterradoslos imperiales con tan ruda embestida, buscaron salida precipitadamente por el laberinto que de pieza en pieza habían abierto. Persiguiéndolos por pasillos y aposentos, cuya serie inextricable volvería loco al mejor topógrafo, les rematábamos donde podíamos alcanzarles, y algunos de ellos se arrojaban desesperadamente a los patios. De este modo, después de reconquistada aquella casa, reconquistamos la vecina, obligándolos a contenerse en sus antiguas posiciones, que eran por aquella parte las dos casas primeras de la calle de Pabostre.

Después retiramos los muertos y heridos, y tuve el sentimiento de encontrar entre estos a Agustín de Montoria, aunque no era de gravedad el balazo recibido en el brazo derecho. Mi batallón quedó aquel día reducido a la mitad.