Zaragoza/XXV

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XXV

Luego se sentó sobre un montón de piedras y a ratos se golpeaba el cráneo, a ratos sin soltar el gallo llevábase la mano al pecho, exhalando profundos suspiros. Preguntele de nuevo por su hija, con objeto de saber de Agustín, y me dijo:

-Yo estaba en aquella casa de la calle de Añón, donde nos metimos ayer. Todos me decían que allí no había seguridad y que mejor estaríamos en el centro del pueblo; pero a mí no me gusta ir allí donde van todos, y el lugar que prefiero es el que abandonan los demás. El mundo está lleno de ladronesy rateros. Conviene, pues, huir del gentío. Nos acomodamos en un cuarto bajo de aquella casa. Mi hija tenía mucho miedo al cañoneo, y quería salir afuera. Cuando reventaron las minas en los edificios cercanos, ella y Guedita salieron despavoridas. Quedeme solo, pensando en el peligro que corrían mis efectos, y de pronto entraron unos soldados con teas encendidas diciendo que iban a pegar fuego a la casa. Aquellos canallas miserables no me dieron tiempo a recoger nada, y lejos de compadecer mi situación, burláronse de mí. Yo escondí la caja de los recibos, por temor a que creyéndola llena de dinero, me la quisieran quitar; pero no me fue posible permanecer allí mucho tiempo. Me abrasaba con el resplandor de las llamas, y me ahogaba con el humo; a pesar de todo, insistí en salvar mi caja... ¡Cosa imposible! Tuve que huir. Nada pude traer, ¡Dios poderoso!, nada más que este pobre animal, que había quedado olvidado por sus dueños en el gallinero. Buen trabajo me costó el cogerle. ¡Casi se me quemó toda una mano! ¡Oh, maldito sea el que inventó el fuego! ¡Que pierda uno su fortuna por el gusto de estos héroes!... Yo tengo dos casas en Zaragoza, además de la que vivía. Una de ellas, la de la calle de la Sombra, se me conserva ilesa, aunque sin inquilinos. La otra que llaman Casa de los Duendes, a espaldas de San Francisco, está ocupada por las tropas, y toda me la han destrozado. ¡Ruinas, nada más que ruinas! ¡Es feliz la ocurrencia de quemar las casas,sólo por impedir que las conquisten los franceses!

-La guerra exige que se haga así -le respondí-, y esta heroica ciudad quiere llevar hasta el último extremo su defensa.

-¿Y qué saca Zaragoza con llevar su defensa hasta el último extremo? A ver, ¿qué van ganando los que han muerto? Hábleles Vd. a ellos de la gloria, del heroísmo y de todas esas zarandajas. Antes que volver a vivir en ciudades heroicas, me iré a un desierto. Concedo que haya alguna resistencia; pero no hasta ese bárbaro extremo. Verdad es que los edificios valían poco, tal vez menos que esta gran masa de carbón que ahora resulta. A mí no me vengan con simplezas. Esto lo han ideado los pájaros gordos, para luego hacer negocio con el carbón.

Esto me hizo reír. No crean mis lectores que exagero, pues tal como lo cuento, me lo dijo él punto por punto, y pueden dar fe de mi veracidad los que tuvieron la desdicha de conocerle. Si Candiola hubiera vivido en Numancia, habría dicho que los numantinos eran negociantes de carbón disfrazados de héroes.

-¡Estoy perdido, estoy arruinado para siempre! -añadió después, cruzando las manos en actitud dolorosa-. Esos recibos eran parte de mi fortuna. Vaya Vd. ahora a reclamar las cantidades sin documento alguno, y cuando casi todos han muerto, y yacen en putrefacción por esas calles. No, lo digo ylo repito, no es conforme a la ley de Dios lo que han hecho esos miserables. Es un pecado mortal, es un delito imperdonable dejarse matar, cuando se deben piquillos que el acreedor no podrá cobrar fácilmente. Ya se ve... esto de pagar es muy duro, y algunos dicen: «muramos y nos quedaremos con el dinero»... Pero Dios debiera ser inexorable con esta canalla heroica, y en castigo de su infamia, resucitarlos para que se las vieran con el alguacil y el escribano. ¡Dios mío, resucítalos! ¡Santa Virgen del Pilar, Santo Dominguito del Val, resucítalos!

-Y su hija de Vd. -le pregunté con interés-, ¿ha salido ilesa del fuego?

-No me nombre Vd. a mi hija -replicó con desabrimiento-. Dios ha castigado en mí su culpa. Ya sé quién es su infame pretendiente. ¿Quién podía ser sino ese condenado hijo de D. José de Montoria, que estudia para clérigo? María me lo ha confesado. Ayer estaba curándole la herida que tiene en el brazo. ¿Hase visto muchacha más desvergonzada? ¡Y esto lo hacía delante de mí, en mis propias barbas!

Esto decía, cuando doña Guedita, que buscaba afanosamente a su amo, apareció trayendo en una taza algunas provisiones. Él se las comió con voracidad, y luego a fuerza de ruegos logramos arrancarle de allí, conduciéndole al callejón del Órgano donde estaba su hija, guarecida en un zaguán con otras infelices. Candiola, después de regañarla, se internó con el ama de llaves.

-¿Dónde está Agustín? -pregunté a Mariquilla.

-Hace un instante estaba aquí; pero vinieron a darle la noticia de la muerte de un hermano suyo, y se fue. Oí decir, que estaba su familia en la calle de las Rufas.

-¿Que ha muerto su hermano, el primogénito?

-Así se lo dijeron, y él corrió allí muy afligido.

Sin oír más, yo también corrí a la calle de la Parra para aliviar en lo posible la tribulación de aquella generosa familia, a quien tanto debía, y antes de llegar a ella encontré a D. Roque, que con lágrimas en los ojos se acercó a hablarme.

-Gabriel -me dijo-, Dios ha cargado hoy la mano sobre nuestro buen amigo.

-¿Ha muerto el hijo mayor, Manuel de Montoria?

-Sí; y no es esa la única desgracia de la familia. Manuel era casado, como sabes, y tenía un hijo de cuatro años. ¿Ves aquel grupo de mujeres? Pues allí está la mujer del desgraciado primogénito de Montoria, con su hijo en brazos, el cual, atacado de la epidemia, agoniza en estos momentos. ¡Qué horrible situación! Ahí tienes a una de las primeras familias de Zaragoza, reducida al más triste estado, sin un techo en que guarecerse, y careciendo hasta de lo más preciso. Toda la noche ha estado esa infeliz madre en la calle y a la intemperie con el enfermo en brazos, aguardando por instantes que exhale el último suspiro; y en realidad, mejor está aquí que en los pestilentes sótanos, donde no se puede respirar.Gracias a que yo y otros amigos la hemos socorrido en lo posible... ¿pero qué podemos hacer, si apenas hay pan, si se ha acabado el vino, y no se encuentra un pedazo de carne de vaca, aunque se dé por él un pedazo de la nuestra?

Principiaba a amanecer. Acerqueme al grupo de mujeres, y vi el lastimoso espectáculo. Con el ansia de salvarle, la madre y las demás mujeres que le hacían compañía martirizaban al infeliz niño aplicándole los remedios que cada cual discurría; pero bastaba ver a la víctima para comprender la imposibilidad de salvar aquella naturaleza, que la muerte había asido ya con su mano amarilla.

La voz de D. José de Montoria me obligó a seguir adelante, y en la esquina de la calle de las Rufas, un segundo grupo completaba el cuadro horroroso de las desgracias de aquella familia. En el suelo estaba el cadáver de Manuel de Montoria, joven de treinta años, no menos simpático y generoso en vida que su padre y hermano. Una bala le había atravesado el cráneo, y de la pequeña herida exterior en el punto por donde entró el proyectil, salía un hilo de sangre, que bajando por la sien el carrillo y el cuello, escurríase entre la piel y la camisa. Fuera de esto, su cuerpo no parecía el de un difunto.

Cuando yo me acerqué, su madre no se había decidido aún a creer que estaba muerto, y poniendo la cabeza del cadáver sobre sus rodillas, quería reanimarlecon ardientes palabras. Montoria, de rodillas al costado derecho, tenía entre sus manos la de su hijo, y sin decir nada, no le quitaba los ojos. Tan pálido como el muerto, el padre no lloraba.

-Mujer -exclamó al fin-. No pidas a Dios imposibles. Hemos perdido a nuestro hijo.

-¡No; mi hijo no ha muerto! -gritó la madre con desesperación-. Es mentira. ¿Para qué me engañan? ¿Cómo es posible que Dios nos quite a nuestro hijo? ¿Qué hemos hecho para merecer este castigo? ¡Manuel! ¡Tú, hijo mío! ¿No me respondes? ¿Por qué no te mueves? ¿Por qué no hablas?... Al instante te llevaremos a casa... pero ¿dónde está nuestra casa? Mi hijo se enfría sobre este desnudo suelo. ¡Ved qué heladas están sus manos y su cara!

-Retírate, mujer -dijo Montoria conteniendo el llanto-. Nosotros cuidaremos al pobre Manuel.

-¡Señor, Dios mío! -exclamó la madre- ¿qué tiene mi hijo que no habla, ni se mueve, ni despierta? Parece muerto; pero no está ni puede estar muerto. Santa Virgen del Pilar, ¿no es verdad que mi hijo no ha muerto?

-Leocadia -repitió Montoria, secando las primeras lágrimas que salieron de sus ojos-. Vete de aquí, retírate por Dios. Ten resignación, porque Dios nos ha dado un fuerte golpe, y nuestro hijo no vive ya. Ha muerto por la patria...

-¡Que ha muerto mi hijo! -exclamó la madre, estrechando el cadáver entre sus brazos como si selo quisieran quitar-. No, no, no: ¿qué me importa a mí la patria? ¡Que me devuelvan a mi hijo! ¡Manuel, niño mío! No te separes de mi lado, y el que quiera arrancarte de mis brazos, tendrá que matarme.

-¡Señor, Dios mío! ¡Santa Virgen del Pilar! -dijo D. José de Montoria con grave acento-. Nunca os ofendí a sabiendas ni deliberadamente. Por la patria, por la religión y por el rey he dado mis bienes y mis hijos. ¿Por qué antes que llevaros a este mi primogénito, no me quitasteis cien veces la vida, a mí, miserable viejo que para nada sirvo? Señores que estáis presentes: no me avergüenzo de llorar delante de Vds. Con el corazón despedazado, Montoria es el mismo. ¡Dichoso tú mil veces, hijo mío, que has muerto en el puesto del honor! ¡Desgraciados los que vivimos después de perderte! Pero Dios lo quiere así, y bajemos la frente ante el dueño de todas las cosas. Mujer, Dios nos ha dado paz, felicidad, bienestar y buenos hijos; ahora parece que nos lo quiere quitar todo. Llenemos el corazón de humildad, y no maldigamos nuestro sino. Bendita sea la mano que nos hiere, y esperemos tranquilos el beneficio de la propia muerte.

Doña Leocadia no tenía vida más que para llorar, besando incesantemente el frío cuerpo de su hijo. D. José, tratando de vencer las irresistibles manifestaciones de su dolor, se levantó y dijo con voz entera:

-Leocadia, levántate. Es preciso enterrar a nuestro hijo.

-¡Enterrarle! -exclamó la madre-. ¡Enterrarle...!

Y no pudo decir más porque se quedó sin sentido.

En el mismo instante oyose un grito desgarrador, no lejos de allí, y una mujer corrió despavorida hacia nosotros. Era la mujer del desgraciado Manuel, viuda ya y sin hijo. Varios de los presentes nos abalanzamos a contenerla para que no presenciase aquella escena, tan horrible como la que acababa de dejar y la infeliz dama forcejeó con nosotros, pidiéndonos que la dejásemos ver a su marido.

En tanto D. José, apartándose de allí, llegó a donde yacía el cuerpo de su nieto: tomole en brazos y lo trajo junto al de Manuel. Las mujeres exigían todo nuestro cuidado, y mientras doña Leocadia continuaba sin movimiento ni sentido, abrazada al cadáver, su nuera, poseída de un dolor febril, corría en busca de imaginarios enemigos, a quienes anhelaba despedazar. La conteníamos y se nos escapaba de las manos. Reía a veces con espantosa carcajada, y luego se nos ponía de rodillas delante, rogándonos que le devolviéramos los dos cuerpos que le habíamos quitado.

Pasaba la gente, pasaban soldados, frailes, paisanos, y todos veían aquello con indiferencia porque a cada paso se encontraba un espectáculo semejante. Los corazones estaban osificados y las almas parecían haber perdido sus más hermosas facultades,no conservando más que el rudo heroísmo. Por fin, la pobre mujer cedió a la fatiga, al aniquilamiento producido por su propia pena, quedándosenos en los brazos como muerta. Pedimos algún cordial o algún alimento para reanimarla, pero no había nada, y las demás personas que allí vi, harto trabajo tenían con atender a los suyos. En tanto D. José, ayudado de su hijo Agustín, que también trataba de vencer su acerbo dolor, desligó el cadáver de los brazos de doña Leocadia. El estado de esta infeliz señora era tal que creímos tener que lamentar otra muerte en aquel día.

Luego Montoria repitió:

-Es preciso que enterremos a mi hijo.

Miró él, miramos todos en derredor, y vimos muchos, muchísimos cadáveres insepultos. En la calle de las Rufas había bastantes; en la inmediata de la Imprenta se había constituido una especie de depósito. No es exageración lo que voy a decir. Innumerables cuerpos estaban apilados en la angosta vía, formando como un ancho paredón entre casa y casa. Aquello no se podía mirar, y el que lo vio fue condenado a tener ante los ojos durante toda su vida la fúnebre pira hecha con cuerpos de sus semejantes. Parece mentira, pero es cierto. Un hombre entró en la calle de la Imprenta y empezó a dar voces. Por un ventanillo apareció otro hombre, quecontestando al primero, dijo: «sube». Entonces, aquel, creyendo que era extravío entrar en la casa y subir por la escalera, trepó por el montón de cuerpos y llegó al piso principal, una de cuyas ventanas le sirvió de puerta.

En otras muchas calles ocurría lo mismo. ¿Quién pensaba en darles sepultura? Por cada par de brazos útiles y por cada azada había cincuenta muertos. De trescientos a cuatrocientos perecían diariamente sólo de la epidemia. Cada acción encarnizada arrancaba a la vida algunos miles, y ya Zaragoza empezaba a dejar de ser una ciudad poblada por criaturas vivas.

Montoria al ver aquello, habló así:

-Mi hijo y mi nieto no pueden tener el privilegio de dormir bajo tierra. Sus almas están en el cielo, ¿qué importa lo demás? Acomodémosles ahí en la puerta de la calle de las Rufas... Agustín, hijo mío: más vale que te vayas a las filas. Los jefes pueden echarte de menos, y creo que hace falta gente en la Magdalena. Ya no tengo más hijo varón que tú. Si mueres ¿qué me queda? Pero el deber es lo primero, y antes que cobarde prefiero verte como tu pobre hermano con la sien traspasada por una bala francesa.

Después poniendo la mano sobre la cabeza de su hijo, que estaba descubierto y de rodillas junto al cadáver de Manuel, prosiguió así, elevando los ojos al cielo:

-Señor, si has resuelto también llevarte a mi segundo hijo, llévame a mí primero. Cuando se acabe el sitio, no deseo tener mas vida. Mi pobre mujer y yo hemos sido bastante felices, hemos recibido hartos beneficios para maldecir la mano que nos ha herido; pero para probarnos ¿no ha sido ya bastante? ¿Ha de perecer también nuestro segundo hijo?... Ea, señores -añadió luego-, despachemos pronto, que quizás hagamos falta en otra parte.

-Señor D. José -dijo D. Roque llorando-, retírese Vd. también, que los amigos cumpliremos este triste deber.

-No, yo soy hombre para todo, y Dios me ha dado un alma que no se dobla ni se rompe.

Y tomó ayudado de otro, el cadáver de Manuel, mientras Agustín y yo cogimos el del nieto, para ponerlos a entrambos en la entrada del callejón de las Rufas, donde otras muchas familias habían depositado los muertos. Montoria luego que soltó el cuerpo, exhaló un suspiro y dejando caer los brazos, como si el esfuerzo hecho hubiera agotado sus fuerzas, dijo:

-Es verdad, señores, yo no puedo negar que estoy cansado. Ayer me encontraba joven; hoy me encuentro muy viejo.

Efectivamente, Montoria estaba viejísimo, y una noche había condensado en él la vida de diez años.

Sentose sobre una piedra, y puestos los codos en las rodillas, apoyó la cara entre las manos, en cuyaactitud permaneció mucho tiempo, sin que los presentes turbáramos su dolor. Doña Leocadia, su hija y su nuera, asistidas por otros individuos de la familia, continuaban en el Coso. D. Roque, que iba y venía de uno a otro extremo, llego diciendo:

-La señora sigue tan abatida... Ahora están todas rezando con mucha devoción, y no cesan de llorar. Están muy caídas las pobrecitas. Muchachos, es preciso que deis por la ciudad una vuelta, a ver si se encuentra algo sustancioso con que alimentarlas.

Montoria se levantó entonces, limpiando las lágrimas que corrían abundantemente de sus ojos encendidos.

-No ha de faltar, según creo. Amigo D. Roque, busque Vd. algo de comer, cueste lo que cueste.

-Ayer pedían cinco duros por una gallina en la Tripería -dijo uno que era criado antiguo de la casa.

-Pero hoy no las hay -indicó D. Roque-. He estado allí hace un momento.

-Amigos, buscad por ahí, que algo se encontrará. Yo nada necesito para mí.

Esto decía, cuando sentimos un agradable cacareo de ave de corral. Miramos todos con alegría hacia la entrada de la calle, y vimos al tío Candiola, que sosteniendo en su mano izquierda el pollo consabido, le acariciaba con la derecha el negro plumaje. Antes que se lo pidieran, llegose a Montoria, y con mucha sorna le dijo:

-Una onza por el pollo.

-¡Qué carestía! -exclamó D. Roque-. ¡Si no tiene más que huesos el pobre animal!

No pude contener la cólera al ver ejemplo tan claro de la repugnante tacañería y empedernido corazón del tío Candiola. Así es que llegueme a él y, arrancándole el pollo de las manos, le dije violentamente:

-Ese pollo es robado. Venga acá. ¡Miserable usurero! ¡Si al menos vendiera lo suyo! ¡Una onza! A cinco duros estaban ayer en el mercado. ¡Cinco duros, canalla, ladrón, cinco duros! Ni un ochavo más.

Candiola empezó a chillar reclamando su pollo, y a punto estuvo de ser apaleado impíamente; pero D. José de Montoria intervino diciendo:

-Désele lo que quiere. Tome Vd., Sr. Candiola, la onza que pide por ese animal.

Diole la onza, que el infame tacaño no tuvo reparo en tomar, y luego nuestro amigo prosiguió hablando de esta manera:

-Sr. de Candiola, tenemos que hablar. Ahora caigo en que le ofendí a Vd... Sí... hace días, cuando aquello de la harina... Es que a veces no es uno dueño de sí mismo, y se nos sube la sangre a la cabeza... Verdad es que Vd. me provocó, y como se empeñaba en que le dieran por la harina más de lo que el señor capitán general había mandado... Lo cierto es, amigo D. Jerónimo, que yome amosqué... ya ve Vd... no lo puede uno remediar así de pronto... pues... y creo que se me fue la mano; creo que hubo algo de...

-Sr. Montoria -dijo Candiola-, llegará un día en que haya otra vez autoridades en Zaragoza. Entonces nos veremos las caras.

-¿Va Vd. a meterse entre jueces y escribanos? Malo. Aquello pasó... Fue un arrebato de cólera, una de esas cosas que no se pueden remediar. Lo que me llama la atención, es que hasta ahora no había caído en que hice mal, muy mal. No se debe ofender al prójimo...

-Y menos ofenderle después de robarle -dijo D. Jerónimo, mirándonos a todos y sonriendo con desdén.

-Eso de robar no es cierto -continuó Montoria-, porque yo hice lo que el capitán general me mandaba. Cierto es lo de la ofensa de palabra y de obra, y ahora cuando le he visto a Vd. venir con el pollo, he caído en la cuenta de que hice mal. Mi conciencia me lo dice... ¡Ah! Sr. Candiola, soy muy desgraciado. Cuando uno es feliz, no conoce sus faltas. Pero ahora... Lo cierto es, D. Jerónimo de Candiola, que en cuanto le vi venir a Vd., me sentí inclinado a pedirle perdón por aquellos golpes... yo tengo la mano pesada, y... Así es que en un pronto... no sé lo que me hago... Sí, yo le ruego a Vd. que me perdone y seamos amigos. Sr. D. Jerónimo, seamos amigos; reconciliémonos y no hagamoscaso de resentimientos antiguos. El odio envenena las almas, y el recuerdo de no haber obrado bien nos pone encima un peso insoportable.

-Después de hecho el daño, todo se arregla con hipócritas palabrejas -dijo Candiola volviendo la espalda a Montoria, y escurriéndose fuera del grupo-. Más vale que piense el Sr. Montoria en reintegrarme el precio de la harina... ¡Perdoncitos a mí...! Ya no me queda nada que ver.

Dijo esto en voz baja, y alejose lentamente. Montoria, viendo que alguno de los presentes corría tras él insultándole, añadió:

-Dejadle marchar tranquilo, y tengamos compasión de ese desgraciado.