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Zaragoza/XXXI

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XXXI

Era el 21 de Febrero. Un hombre que no conocí se me acercó y me dijo:

-Ven, Gabriel-, necesito de ti.

-¿Quién es Vd.? -le pregunté-. Yo no le conozco a Vd..

-Soy Agustín Montoria -repuso-. ¿Tan desfigurado estoy? Ayer me dijeron que habías muerto. ¡Qué envidia te tenía! Veo que eres tan desgraciado como yo, y vives aún. ¿Sabes, amigo mío, lo que acabo de ver? Acabo de ver el cuerpo de Mariquilla. Está en la calle de Antón Trillo, a la entrada de la huerta. Ven y la enterraremos.

-Yo más estoy para que me entierren que para enterrar. ¿Quién se ocupa de eso? ¿De qué ha muerto esa mujer?

-De nada, Gabriel, de nada.

-Es singular muerte: no la entiendo.

-Mariquilla no tiene heridas ni las señales que deja en el rostro la epidemia. Parece que se ha dormido. Apoya la cara contra el suelo, y tiene las manos en ademán de taparse fuertemente los oídos.

-Hace bien. Le molesta el ruido de los tiros. Lo mismo me pasa a mí que todavía los siento.

-Ven conmigo y me ayudarás. Llevo una azada.

Difícilmente llegué a donde mi amigo con otros dos compañeros me llevaba. Mis ojos no podían fijarse bien en objeto alguno, y sólo vi una sombra tendida. Agustín y los otros dos levantaron aquel cuerpo fantasma, vana imagen o desconsoladora realidad que allí existía. Creo haber distinguido su cara, y al verla, tristísima penumbra se extendió por mi alma.

-No tiene ni la más ligera herida -decía Agustín- ni una gota de sangre mancha sus vestidos. Sus párpados no se han hinchado como los que mueren de la epidemia. María no ha muerto de nada. ¿La ves, Gabriel? Parece que esta figura que tengo en brazos no ha vivido nunca; parece que es una hermosa imagen de cera a quien he amado en sueños representándomela con vida, con palabra y con movimiento. ¿La ves? Siento que todos los habitantes de la ciudad estén muertos por esas calles. Si vivieran, les llamaría para decirles que la he amado. ¿Por qué lo oculté como un crimen? María, Mariquilla, esposa mía, ¿por qué te has muerto sin heridas y sin enfermedad? ¿Qué tienes, qué te pasa; qué te pasó en tu último momento? ¿En dónde estás ahora? ¿Tú piensas? ¿Te acuerdas de mí y sabes acaso que existo? María, Mariquilla, ¿por qué tengo yo ahora esto que llaman vida y tú no? ¿En dónde podré oírte, hablarte y ponerme delante de ti para que me mires? Todo a oscuras está en torno mío, desde que has cerradolos ojos. ¿Hasta cuándo durará esta noche de mi alma y esta soledad en que me has dejado? La tierra me es insoportable. La desesperación se apodera de mi alma, y en vano llamo a Dios para que la llene toda. Dios no quiere venir, y desde que te has ido, Mariquilla, el universo está vacío.

Diciendo esto, un vivo rumor de gente llegó a nuestros oídos.

-Son los franceses que toman posesión del Coso -dijo uno.

-Amigos, cavad pronto esa sepultura -exclamó Agustín, dirigiéndose a los dos compañeros, que abrían un gran hoyo al pie del ciprés-. Si no, vendrán los franceses y nos la quitarán.

Un hombre avanza por la calle de Antón Trillo, y deteniéndose junto a la tapia destruida, mira hacia adentro. Le veo y tiemblo. Está transfigurado, cadavérico, con los ojos hundidos, el paso inseguro, la mirada sin brillo, el cuerpo encorvado, y me parece que han pasado veinte años desde que no le veo. Su vestido es de harapos manchados de sangre y lodo. En otro lugar y ocasión hubiéresele tomado por un mendigo octogenario que venía a pedir una limosna. Acercose a donde estábamos, y con voz tan débil que apenas se oía, dijo:

-¿Agustín, hijo mío, qué haces aquí?

-Señor padre -repuso el joven sin inmutarse-, estoy enterrando a Mariquilla.

-¿Por qué haces eso? ¿Por qué tanta solicitud poruna persona extraña? El cuerpo de tu pobre hermano yace aún sin sepultura entre los demás patriotas. ¿Por qué te has separado de tu madre y de tu hermana?

-Mi hermana está rodeada de personas amantes y piadosas que cuidarán de ella, mientras esta no tiene a nadie más que a mí.

D. José de Montoria sombrío y meditabundo entonces cual nunca le vi, no dijo nada, y empezó a echar tierra en el hoyo, en cuya profundidad ya habían colocado el cuerpo de la hermosa joven.

-Echa tierra, hijo, echa tierra pronto -exclamó al fin-, pues todo ha concluido. Han dejado entrar a los franceses en la ciudad cuando todavía podía defenderse un par de meses más. Esta gente no tiene alma. Ven conmigo y hablaremos de ti.

-Señor -repuso Agustín con voz entera-, los franceses están en la ciudad, y las puertas han quedado libres. Son las diez: a las doce saldré de Zaragoza, para ir al monasterio de Veruela donde pienso morir.