Zumalacárregui/VIII

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VIII

No sin dificultad pudo Ibarburu conseguir un mulo y una yegua, y caballeros los dos fueron juntos y en agradable conversación por todo el camino; mas Fago no tocó el tema que había quedado pendiente, pues tales cosas, según dijo, no eran para tratadas a la ligera, galopando entre el bullicio de la tropa en marcha. En Sangüesa fueron alojados, juntamente con el brigadier La Torre y el auditor Lázaro, en una de las mejores casas de la población, y por la noche, después de cenar en buena compañía, con señoras y todo (a las cuales La Torre, hombre de refinado trato social, entretuvo con donaires del mejor gusto), se les destinó una alcoba con tres camas para ellos dos y el auditor, no siendo posible mejor acomodo, porque la ciudad le venía muy chica a ejército tan grande. Decididos a esperar el sueño de su compañero de cuarto para charlar a gusto, tuvieron la suerte de que el Sr. Lázaro, apenas puso la cabeza en la almohada, rompiera en ronquidos profundos. Al son de esta música, que más era molestia que estorbo, hizo Fago a su amigo la confesión siguiente:

«Ha de saber usted que desde que ando entre soldados, mejor dicho, desde que vi al General Zumalacárregui, se me ha metido en el alma un ardentísimo deseo de tomar las armas.

-¡Hola, hola!...

-De lo que he luchado en mi conciencia para combatir este sentimiento guerrero, que me parecía inspiración del demonio, no puede usted tener idea. Porque lo que siento, créame usted, es una furia, un frenesí impulsivo, y al propio tiempo un profundo desprecio de la vida de mis semejantes, sobre todo si son del bando o facción contraria a nuestras ideas. Y como conceptúo que este sentimiento se da de trompicones con la mansedumbre, cualidad primera del sacerdote, de aquí mi confusión, mi terror más bien, viendo perdida en un instante la serenidad conquistada por mi pobre alma en tres años de oración y quietud, de comercio intelectual y moral con varones sapientísimos y virtuosos... Yo había conseguido la paz de mi alma, y ahora me siento, ¡ay de mí!, abrasado en loca ambición, ansioso de que mi nombre suene en todos los oídos, ávido de imponer mi voluntad, y de satisfacer un diabólico prurito de acción; de acción, señor Ibarburu, que me abrasa las entrañas y enciende llamaradas en mi cerebro. ¿Qué es esto? ¿Es que el demonio me vuelve a coger entre sus garras?

-Poco a poco, amigo mío; no se exalte usted, y estudiemos el asunto -dijo Ibarburu un tanto inquieto-. Bien podría ser que eso no fuese cosa del demonio.

-Pues de Dios no es... ¡oh!, de Dios no -exclamó Fago levantándose para estirar su cuerpo entumecido.

-No podemos afirmarlo tan pronto.

-¿Cree usted que es de Dios?

-No sé... Examinémoslo... Puede ser de Dios... ¿Por qué teme que no lo sea? ¿Por la Orden sagrada que le obliga...?

-A la modestia, a la pasividad, a la obediencia, a la humildad, a la vida oscura, al amor de los semejantes, sin distinción alguna.

-Distingamos, amigo Fago.

-No, no distingo. Si soy guerrero, si Dios lo quiere así, no puedo ser sacerdote, no quiere Dios que lo sea, me autoriza para dejar de serlo... Resultará que me equivoqué, amigo Ibarburu; que una falsa vocación, producida por debilidad mental, por pesadumbres, por cansancio, no sé por qué, extravió mi espíritu. Lo diré más claro: yo sospecho ahora que todo esto, como cosa postiza y mal pegada, se descompone, dejando al descubierto el antiguo ser: el hombre pendenciero, el bravo, el que jamás conoció el miedo... Porque ha de saber usted, y no lo digo por alabarme, que no había nadie capaz de medirse en arrogancia con José Fago.

-¿Fue usted militar?

-No, señor; pero tenía todos los instintos militares, la rapidez de la acción en las aventuras, el golpe de vista audacísimo, el desprecio de todo obstáculo, la resistencia física, la persistencia en mis fines, la energía indomable para imponer mi voluntad. Y en el fondo de todo eso, una gran rectitud moral, un sentimiento profundísimo del bien, que interpretaba a mi manera.

-¿Y cómo, señor mío -preguntó Ibarburu con asombro-, pasó usted de ese estado a otro tan diferente?

-Fijándome en ello veo ahora que la diferencia no es tan grande. Al entrar en la vida eclesiástica, aun entrando por equivocación, yo llevaba los elementos de mi ser antiguo; yo ambicionaba la lucha por la fe, el martirio, la predicación a infieles, las misiones... No es tan diferente, Sr. Ibarburu, no es tan diferente... Resultó que no encontré terreno apropiado a mis anhelos... Sin saber cómo, en vez de las glorias eclesiásticas, fui a parar a la política cristiana, y de la política cristiana a la guerra de Dios...

-Explíqueme usted otra cosa -dijo Ibarburu, lleno de dudas y buscando la lógica en las fluctuaciones del carácter de aquel extraño sujeto-. En presencia de la horrible tragedia de Ulibarri ¿no sintió usted que se le desgarraba el alma; no sintió espanto de la guerra, y piedad inmensa del inocente sacrificado?

-Sí señor: sentí desgarrado mi corazón, porque yo había ofendido a Ulibarri, porque éste era un hombre honrado y bueno, porque me habían llevado a su presencia para que le perdonase los pecados, y él era, él, quien debla perdonarme a mí los míos. Por eso se conturbó mi alma horrorosamente.

-Y después, al enterrarle, ¿no derramó usted lágrimas amargas, ofrenda de piedad al muerto, y a Dios, que nos enseñó las Obras de Misericordia?

-Sí, señor: lloré, y lloré con el alma, porque yo había ofendido a D. Adrián... Su desastroso fin me anonadaba. Parecíame que era yo quien le había matado.

-Y en aquellos angustiosos minutos, ¿empezó usted a sentirse guerrero?

-Todavía no. En Falces, en Peralta, yo no sé lo que deseaba. El ardiente anhelo de tomar las armas estalló furibundo cuando vi por primera vez de mi vida al General Zumalacárregui, en el momento aquel de bajar de la torre las mujeres de los urbanos.

-¿Cuando las azotó?

-Cuando las azotó... No, no; antes, en el momento de verle aproximarse, látigo en mano.

-Explíqueme usted por qué la presencia del grande hombre del absolutismo, del realismo, mejor dicho, despertó tan súbitamente en usted ese anhelo...

-En mí son frecuentes las explosiones de un sentimiento... ¿lo llamaré virtud, lo llamaré defecto? No sé cómo llamarlo. Lo mismo puede ser una cosa que otra. ¿Sabe usted lo que es? La emulación. Yo soy un hombre que en presencia de cualquier individuo que en algo se distinga, siento un irresistible empeño de sobrepujarle y hacer más que él.

-Cualidad es ésa, amigo mío, que puede conducir a la gloria, o a grandes desastres y miserias... Ya comprendo. Vio usted al General y se dijo: «Todo lo que tú has hecho lo habría hecho yo. Aquí hay un hombre que se siente con bríos para eclipsar tus empresas».

-Exactamente.

-Antes de pasar adelante, dígame usted: al abrazar el estado eclesiástico, guiado, como ha dicho, por una vocación más o menos verdadera, ¿sintió usted también el estímulo de sobreponerse a las personas religiosas?

-No he visto personas religiosas que despertaran en mí esa emulación. Ya ve usted que digo todo lo que pienso con absoluta sinceridad... Yo sentía, sí, anhelo de igualarme a los santos.

-¿A los santos? Brava ambición a fe mía.

-Pero no he hallado atmósfera donde pudiera fomentarla. He conocido sacerdotes ejemplarísimos, sí; pero me ha parecido tan fácil igualarles y aun superarles, que la emulación apenas se ha manifestado en mí, y no he sentido por ello la menor inquietud... Pero si no he encontrado atmósfera de santidad, sencillamente porque no la hay, he encontrado atmósfera guerrera y política. La historia viva, tan patética y hermosa; la presencia de un hombre que rebasa la línea de la multitud, me han trastornado. Aquí, en el seno de esta dulce confianza que entre los dos se ha establecido, hablando con el amigo, con el confesor, yo me despojo de todo artificio de falsa modestia para decir: «Lo que ha hecho Zumalacárregui, lo habría hecho yo... no se ría usted de mí... lo habría hecho yo tan bien como él... y si me apuran, diré que mejor. Mi carácter ha sido siempre de una franqueza escandalosa. No oculto nada de lo que siento».

-Señor mío -dijo Ibarburu, con un granito de sal irónica-, hace usted bien en manifestar tan sin artificio sus pensamientos. Ahora, vengan los hechos a demostramos que usted no se equivoca.

-La realidad, la maldita realidad -afirmó el otro clérigo con pena-, siempre se compone de modo que mis ideas resulten burladas. Llegué tarde a la santidad; llego tarde a la guerra. Otro ha hecho lo que yo habría podido y sabido hacer. Crea usted que esto de organizar tropas, convirtiendo en batallones aguerridos las bandas de campesinos indisciplinados, es en mí un instinto poderoso que vengo alentando desde la tierna infancia. La obra de este hombre, hermosa en alto grado, paréceme que es obra mía, y que mi espíritu se ha introducido en él para inspirarle sus resoluciones... No se ría usted, que esto no es cosa de broma. Digo todo lo que siento... Pues bien: yo llego tarde al terreno de los hechos. ¿Qué puedo esperar? Que me pongan en filas, que me den el mando de una compañía...

-Ciertamente: por algo se empieza; y si su valor y pericia responden a esos alientos, podrá usted prestar eminentes servicios a la causa sacratísima de la Religión y del Rey.

-¡Ay, amigo mío -replicó Fago con desaliento-, como digo lo uno digo lo otro! O sirvo para todo, o no sirvo para nada... Dudo que en una situación subalterna pudiera prestar servicios eficaces... Entendámonos: digo que lo dudo; no niego en absoluto que pueda prestarlos... Sea lo que quiera, he llegado tarde a la guerra, como llegué fuera de tiempo a la santidad.

-¡Quién lo sabe! En una y otra esfera no hay linderos para el hombre de gran corazón, de inteligencia poderosa.

-Los hay, sí, señor, y la emulación queda reducida a un anhelo impotente, horrible suplicio del alma... Puesto que todo se ha de decir, sepa usted que toda mi vida he sentido en mí la conciencia estratégica la apreciación de las distancias, de las alturas, del obstáculo que ofrecen los ríos... Yo conocía que en mi espíritu se formaba un arte, una ciencia; pero no se me presentó nunca la ocasión de aplicarla... Ahora, ¿de qué me sirve sentir intensamente la geografía militar... y le advierto a usted que conozco la de este país palmo a palmo, porque si no guerrero he sido cazador, y allá se va lo uno con lo otro... de qué me sirve, digo, sentir la distribución, marcha y colocación de tropas sobre el terreno, y saber calcular, al menos yo me lo creo así, un ajuste perfecto entre el tiempo y la acción?... Si he de manifestar todo, todo lo que me bulle por dentro, sin falsa modestia, diré que hoy veo el desarrollo de la guerra, paso a paso; y puesto yo en el lugar de Zumalacárregui, me sería muy fácil llevar triunfantes las banderas de Carlos V a la orilla derecha del Ebro, ganar Burgos y Zaragoza, y plantarme en Madrid, terminando la campaña en cuatro meses.

-Oh, no crea usted que me parece un disparate -dijo Ibarburu, frotándose los soñolientos ojos-. Yo no me siento, como usted, capaz de tan grande hazaña; pero de que puede y debe realizarse, no tengo duda.

-¿La realizará este buen señor?»

Fatigado ya de tanta conversación, y contemplando con envidia el sueño beatífico del auditor, Ibarburu no respondió sino con monosílabos pronunciados en bostezos: «¿No le parece a usted, amigo Fago, que debemos echamos a dormir y dejar para mejor ocasión eso de si vamos o no vamos triunfantes a Madrid... la semana que viene?»

Dicho esto, empezó a desnudarse, mientras el otro, sin ganas de dormir, se paseaba por el largo aposento, con las manos a la espalda. Temeroso de haberle lastimado con la última expresión, un tanto burlona, agregó Ibarburu palabras afectuosas: «Mañana trataremos de que se presente usted al General y hable largamente con él. Conviene que Don Tomás le conozca... Es hombre muy perspicaz, ¡oh!... gran catador de caracteres... Escóndase el mérito todo lo que quiera; ¡ah!... yo le respondo a usted de que ése lo descubre... y es más, yo le respondo a usted de que lo utiliza.

-¿Le trata usted?

-¿Al General? Hombre, ¿cómo no? Y me distingue mucho. Yo he venido a la guerra con Iturralde. Soy, pues, más antiguo aquí que el General mismo. Respondo de que será usted bien recibido.

-Pero yo -murmuró Fago con sencillez infantil-, yo, pobre de mí, ¿qué le voy a decir?

-¡Hombre de Dios! -replicó el otro agazapándose en las sábanas-. Modestísimo estáis.

-Dígame una cosa antes de dormirse. Y usted, tanto tiempo en la guerra, capellán de Iturralde, capellán de Eraso, capellán de Gómez, ¿no se ha sentido alguna vez, con el contacto diario de esos nobles guerreros, no se ha sentido... pues...?

-¿Belicoso? -dijo Ibarburu anticipándose a la expresión completa del pensamiento-. No, amigo mío. No sirvo para eso. Ayudo a la causa en mi humilde esfera eclesiástica, y jamás he pensado en las glorias de Marte. No quiero tampoco achicarme, ni diré con falsa modestia que no sirvo para nada. Es más: le imito a usted en su noble sinceridad, y digo a boca llena que he prestado y presto servicios de la mayor importancia. Yo he desempeñado misiones arriesgadísimas; yo he redactado manifiestos; yo he sostenido correspondencia con prelados, juntas de España y el extranjero, y cuando llega un apuro de personal, yo el hombro a la Intendencia... que lo diga el que ronca... yo no me desdeño de echar una mano a Sanidad... Y añada usted el diario, el continuo servicio de implorar al Todopoderoso para que incline siempre de nuestro lado la suerte de las armas... Que no lo consiguen todo las balas, amigo mío; que algo y algos, y mucho y remucho hacen las oraciones. ¿No cree usted lo mismo?

-¿Se permite contestar con absoluta sinceridad?

-Hombre, sí.

-Pues, tratándose de los éxitos de la guerra, más fe tengo en las balas que en las oraciones. ¿Es herejía?

-Herejía, no... Y puede que lo sea, porque pone usted en duda la excelsa sabiduría y el supremo criterio con que el Altísimo decide las querellas de los hombres, haciendo prevalecer a los buenos sobre los malos.

-Bueno; pues concedo. No riñamos por eso.

-Y en prueba de concordia sobre este punto importantísimo, recemos, amigo Fago, recemos; no sólo para pedir a Dios perdón de nuestras culpas, sino para que nos conceda...

-Un poco de artillería, que es lo que más falta nos hace -declaró Fago terminando jovialmente el concepto.

-Diga usted que es lo único que nos hace falta. Que nos den cañones... y me río yo del paso del Ebro... En fin, recemos».

Rezaron un buen cuarto de hora, y luego Ibarburu, disponiéndose a dormir, rebozada la cabeza en la sábana, por no tener gorro con que defenderla del frío, se despidió de su amigo con estas palabras:

«¿Y a mí se me permite hablar con sinceridad, sin el artificio de la falsa modestia, diciendo, a estilo de Fago, todo, todito lo que pienso?

-Claro que se permite... Es más: se prohíbe en absoluto la hipocresía; quedan abolidos los remilgos del disimulo.

-Pues Ceferino Ibarburu no se ruboriza de afirmar que se conceptúa necesario en el ejército del Rey legítimo, y que está plenamente convencido de que, el día del triunfo, sus servicios no pueden ser en justicia recompensados con menos que con una mitra».

Ya no dijo más, y se quedó dormido. «¡Una mitra! -pensó Fago paseándose-. Éste será obispo... y yo... nada». Sorprendiéronle en vela las primeras luces del día.