Zumalacárregui/XVIII
XVIII
En el abatimiento y confusión de su espíritu no mostraba Fago gran deseo de conocer el resultado de los combates del día anterior. Batallas más terribles, libradas en el campo oscuro de su conciencia, secuestraban su atención, y compartida ésta entre el conflicto propio y los hechos que el anciano cantinero refería, apenas pudo enterarse de la victoria facciosa, o se enteró de un modo incompleto, recogiendo sólo retazos, noticias sueltas. Córdoba se había retirado inopinadamente de Arquijas. Oraa fue rechazado en Lana, y Gurrea, que intentó atacar por la derecha, había llegado tarde. En retirada quedaron, pues, al anochecer los cristinos, y aún no se sabía por dónde andaban. Prisioneros de la niebla, los dos ejércitos aguardaban que el sol les libertase para volver a combatir en las mismas posiciones, o en otras.
«¿Qué le parece? -le preguntó el vejete-. ¿Pelearán en las mismas posiciones?... ¿Qué piensa, buen hombre?... ¿O es que, por no entenderlo, no piensa nada?
-No pienso, no se me ocurre nada -dijo Fago demostrando en el mirar y en el gesto extraordinaria confusión-. ¿Qué entiendo yo de posiciones?
-Es usted sargento, ¡contro!
-Soy un pobre cura que se ha visto obligado a... no sé lo que digo... Dadme un poco de vino para que pueda coordinar las ideas.
-Bien se ve que le han engañado esos puercos -dijo Saloma alargándole el jarro-. No hay más que verle para saber que es usted un mosén muy cuitadico, y que no sirve para manejar el chopo. Váyase, váyase pronto a coger el cáliz, para que Su Divina Majestad le perdone el meterse en estas jerarquías».
Y otra mujer saltó diciendo: «En la cara se le conoce que es cobarde... ¿Qué le pasó, mosén?... ¿que al oír los primeros tiricos le entró lo que los vizcaínos llaman bildurra, y se le movieron las tripas?»
La actitud silenciosa y sombría de Fago confirmó a la baturra en su creencia, y por caridad, se apresuró a darle participación en la comida, que ya había sido apartada del fuego, y repartidas las cucharas, comieron todos de la misma cazuela en que las sopas habían hervido: No estará de más representar con cuatro perfiles a las personas que componían la cuadrilla parasitaria del ejército cristino. Saloma ya es conocida; la otra mujer tenía por apodo la Maja de la seda, y llevaba muchos años de ejercer el comercio ambulante, rodando por Rioja y Cinco Villas. Su patria era el Bocal; sus ojos bizcos fulguraban picardía y malas artes; su cuerpo igualaba en flexibilidad al de una lagartija. Comúnmente la llamaban Seda, y se titulaba esposa de otro punto de la partida, por mal nombre el tonto de la Uva, o simplemente Uva, de rostro atezado y cuerpo contrahecho. Era del Valle de Arán, y se hacía pasar por francés, hablando a veces un patois de su invención. El vejete, que ostentaba el timbre glorioso de haberle cosido a Wellington una bota, la víspera de Arapiles, procedía también del Bocal de Aragón, y le llamaban el Tío Concejil. Ganaba dinero con su mercadería ambulante, era consecuente en su filiación liberal, y había sido fiel parásito de Sarsfield, de Quesada, después de Rodil, y últimamente de D. Francisco, que era su amigo. En Puente la Reina, el año 24, le había dado Mina la mano, cuando le llevó la noticia de que los realistas, escapados de Cirauqui al anochecer, habían llegado a Oteiza a las dos de la madrugada. Otros dos hombres había en la cuadrilla, que eran como bestias de Uva; cargaban enormes mochilas parecidas a cuévanos, repletas de tabaco.
Saloma era entre los parásitos como una huésped: daba un tanto al día por participar de su comida, y también comerciaba en pequeña escala. Conocía por sus nombres y apellidos a un centenar de soldados cristinos de todas armas; mas no se crea que andaba entre ellos con malos fines: les trataba, les tenía ley, se interesaba en sus triunfos, dábales alientos con palabras expresivas; pero se mantenía fiel al granadero Manuel Díaz, natural de Herramélluri, entre Haro y Santo Domingo de la Calzada; mocetón de buen ver, que más pronto tomaba las mozas que las trincheras de la facción. No era esta cuadrilla la única que seguía las legiones de la Reina; había otras, y algunas promiscuaban, sirviendo a carlistas y constitucionales alternativamente, según les convenía.
A mitad de la comida, se arrancó Saloma con este grave aforismo: «Un aragonés no puede ser cobarde, aunque sea clérigo, señor de Fago... Esto lo digo yo que soy de Borja...
-Es verdad -replicó el capellán haciendo honor a las calientes sopas-. Un aragonés es... un aragonés.
-Y está dicho todo. El día que se desbarate España, para volver a jacerla tendrán que poner por pedernal del cimiento los corazones de Aragón.
-Y que lo digas. ¿No piensa lo mesmo el señor cura?
-Lo mismo pienso, y en verdad os aseguro que deshonro a mi tierra, porque soy cobarde. Me creí valiente... me engañé a mí mismo, me engañaron diciéndome que era yo muy entero.
-Y en cuanto oyó los primeros tiros...
-No, no fue a los primeros tiros, sino a los últimos.
-Eso sí que es raro -dijo Saloma-. Pues mire, Padrico, ándese con cuidado, que si le cogen los faiciosos, le afusilan por desertor, y si le pescan los cristinos, no lo pasará bien... Ya se está usted quitando las ensinias de sargento. Como no tiene uniforme, no le estorba el chaquetón; pero algo debe disfrazarse, que aunque sea falso, a veces no parece que lo es, y hasta podrían tomarle por un valiente triste, quiere decirse, aflegidico por mor de amores o qué sé yo qué».
Tal era el desaliento de Fago y tan aplanante su pasividad, que no hizo el menor movimiento cuando Saloma descosió con sus puercas uñas las insignias que en las mangas llevaba.
-«Y ahora, si no quiere que sospechen, quédese con nosotros -agregó la baturra-, y aquí comerá de lo que haiga. Si no tiene dinero para el gasto, no le importe, que a mí no me falta un duro para los amigos, y más si son de la tierra... Donde yo estoy, está Aragón... Conque...».
De tal modo sentía el clérigo deshecha y caída su voluntad, que nada supo contestar a estas razones, y a todo asintió, agradeciendo al propio tiempo el socorro de comida y fuego que a los buenos parásitos debía. Pensando en aquella inesperada situación a que le había traído su destino, sorprendió y reconoció en su alma una glacial indiferencia política. Lo mismo le importaba hallarse entre liberales que entre facciosos. Empequeñecidos ambos bandos, eran de la misma talla mezquina ante la magnitud del tremendo conflicto que él llevaba en su alma. ¿Ni cómo podía ser de Dios uno de los ejércitos, y el otro no? Dios estaba en todos y en ninguno, y los hombres no se podían diferenciar ante Dios más que por sus conciencias. Pero estos razonamientos y otros no podía calmar la suya, ni ver nuevos horizontes en su vida ulterior. ¿Qué haría? ¿Adónde trasladarse, qué partido tomar, y qué conducta preferir, y a qué aferrarse?
Rasgó el sol con punzantes rayos la niebla, y se aclaró un espacio que permitía ver los objetos a distancia de tiro de fusil. Pero luego cerrose de nuevo la espesa cortina, y a oscuras quedáronse otra vez dentro de aquella ceguera blanca, que era como el ver que no se veía nada. Oíanse, no obstante, tambores y cornetas. Los batallones más próximos marchaban ya, sin que se pudiera saber adónde. Uva, que había ido a explorar, volvió diciendo: «San Fernando y la caballería de López vuelven a Mendaza. Los demás, sabe Dios por dónde andan.
-¿Y ellos?
-La facción, dicen que va hacia la Amézcoa; pero no es más que un decir».
Las diez serían cuando acabó de deshilacharse la niebla, y la cuadrilla se puso en marcha, llevando el burro por delante: Fago se dejó llevar; no tenía voluntad. Vio soldados cristinos en marcha, caballos, acémilas; vio a Saloma hablando con sus amigos y conocimientos; vio un capellán en mula, en quien reconoció a un antiguo colegial de Vergara. Afortunadamente no fue conocido. Uva se emparejó con él, y quiso distraerle con su charlar festivo; pero el aragonés, atacado de un mental marasmo, parecido a la imbecilidad, no acertaba en las contestaciones, y de rato en rato decía: «Amigo Uva, ¿a dónde vamos? Yo quisiera ir a Veruela.
-No creo que vaigamos tan lejos. Pero usted, mosén, si quiere, por Los Arcos y Viana se puede pasar a Logroño, y de allí, caminito arriba, hasta Tarazona... En el coche de San Francisco, cinco días o seis».
Rendido de sueño, el infortunado capellán, aprovechando el descanso de la cuadrilla en un humilladero que les ofrecía comodidad, se tumbó en el rincón más abrigado, y mal envuelto en pedazos de manta que pusieron a su disposición las baturras, se durmió profundamente. Soñó primero mil disparates inconexos: que Uva estaba jugando a la pelota con Zumalacárregui; que, Saloma era la Saloma de Ulibarri, transfigurada físicamente; que Seda iba del brazo del General Córdoba por la calle principal de Ejea de los Caballeros, y, por último, su cerebro forjó una serie de imágenes y hechos, combinados con relativa lógica, imitando la realidad en todo lo que los sueños imitarla pueden. Viose en manos de los monjes de Veruela, que de nuevo le rescataban del Infierno, entregándole a Dios... Otra vez se veía, cubierto del traje eclesiástico, y pasaba de Veruela a un lugar sin nombre, con sus casas cimentadas en escalones sobre altísimas peñas. En el pico más alto estaba la iglesia, como un nido de cuervos, apoyando sus contrafuertes en las grietas musgosas de la roca. El sueño le representó después diciendo misa en la iglesia roquera, delante de un grupo de fieles vestidos de negro, con cirios... No tardó en cambiar la decoración, y viose en otra iglesia pequeñita y oscura. También en ella celebraba, y en el momento de salir revestido con casulla blanca, por ser la fiesta del papa San Gregorio, oyó tiros cercanos, gran tumulto de batalla.
Los cristinos cercaban el pueblo; ya eran dueños de las casas exteriores, y seguían adelante, destruyendo todo lo que encontraban al paso. Mas él, impávido, apartando su mente de todo lo que fuese guerra y matanza entre cristianos, empezó su misa. La decía despacio, muy despacio, recreándose en las bellezas del simbolismo litúrgico. Pero cuando llegaba a la consagración, los tiros sonaron en los propios muros del templo. El pueblo salió despavorido: mujeres y hombres acudían a la defensa armados de fusiles, palos o esgrimiendo cirios, blandones, incensarios y lo primero que encontraban. El acólito abandonó el altar, y de la caja del púlpito sacó una escopeta. El oficiante sintió el demonio de la guerra en su alma, dejó el cáliz sobre el ara, y sin pensar en quitarse las sagradas ropas, pues el aprieto del ataque no le daba tiempo para ello, corrió a la ventana, por donde entraba, con el grandísimo estruendo, humo y polvo de un batallar furioso. Alguien, no supo quién, puso en sus manos un fusil. Cogiolo, y saliendo intrépido a la ventana, echóselo a la cara. Los cristinos subían con escalas. Les recibió a tiros, acertando en todos. Cada disparo era una muerte. Mientras disparaba un fusil, le cargaban otro y otro. Llovían balas contra él; pero todas se estrellaban en su casulla como en una coraza milagrosa... Con gritos de coraje alentaba a los suyos, y con horribles expresiones blasfemantes denostaba a los enemigos que asaltaban la iglesia. Tantos mató, que caían en racimos al pie del muro. Y él indemne, viva imagen del dios Marte, vestido de alba y casulla, mostrando un valor heroico y una pericia no inferior a su bravura. No contento con rechazar a los que osaron meterse por la ventana, salió al frente de su cuadrilla por la puerta lateral, y persiguió al enemigo en retirada, acuchillándolo sin piedad, machacando cráneos, rasgando vientres, cercenando piernas y brazos. En fin, que a poco de emprender esta feroz batalla no quedaba un enemigo para contarlo. Transcurrió un lapso de tiempo, que apreciar no podía; mas al término de él, continuaba tan tranquilo su misa, como si nada hubiese pasado. Su casulla, que era blanca al empezar, se había vuelto roja de la sangre de la batalla, y la festividad, que antes era de confesores, después lo fue de mártires. El vino de la consagración le supo a pólvora; el acólito, en vez de campanilla, tocaba un tambor... «¡Cuánto disparate, y qué sueño tan absurdo e irreverente!», dijo el capellán despertando a los tirones de pies que le daba Uva.
«Padrico, que nos vamos. Levántese si no quiere que le dejemos aquí.
-¿En dónde estamos? ¿Qué pueblo es éste?
-El pueblo es Mirafuentes. Esto se llama el Cristo de la Caña... Volvemos a Los Arcos, amiguito, a repostarnos de municiones para emprenderla otra vez contra esos pillos, que no pelean; lo que hacen es escurrirse como culebras cuando les tenemos cogidos... Dese prisa, si no quiere quedarse».
En marcha ya, la mente del tránsfuga, que con el sueño se había despejado considerablemente, pudo hacer apreciaciones razonables de su verdadera situación, y la voluntad, libre ya del horrible desconcierto de la noche anterior, supo determinar algo conforme a lógica y al sentido común. «No se me había ocurrido hasta ahora que debo presentarme al Sr. Arespacochaga, mi protector y amigo, por quien he venido a estas endemoniadas aventuras. Debo manifestarle el estado de mi conciencia, mis horribles dudas, el espanto que me produjo la visión de Ulibarri, el desaliento que ahora me invade, y todo, todo, para que lo sepa y decida. Él me trajo; él dispondrá de mí».
«Amigos míos -dijo a los cantineros, parándose en mitad del camino-, cuando nos encontramos, la luz de mi razón hallábase apagada. Ya se ha encendido: ya veo claro. Agradeciendo a ustedes la caridad que me han hecho, me veo precisado a dejarles. Tengo que ir al Cuartel Real de Carlos V».
Diéronle medio pan y un palo, y despidiéndose afablemente tiró hacia el Norte, camino de Mendaza y del puente de Arquijas.