Zumalacárregui/XXXII
XXXII
Penoso fue para el herido el largo trayecto de Durango a Cegama, por Elgueta, Vergara y Zumárraga, en día caluroso y seco. Remudándose con frecuencia los granaderos que transportaban la camilla, pudieron llegar al término del viaje ya entrada la noche. Si triste fue todo el camino, el paso por el valle del Oria, desde Segura para arriba, en la obscuridad, llevó a su mayor grado la tristeza de aquella que parecía procesión del Santo Entierro. Delante iban soldados con hachas de viento, alumbrando el camino. Nadie hablaba; el cansancio sellaba todas las bocas. Música de la fúnebre comitiva era el murmullo del río, que en aquella parte alta del valle donde nace, más bien es torrente. Venía bastante crecido, y sus saltos y cascadas espumosas resonaban con mugido profundo en el silencio de la noche. De Cegama bajaron hasta Segura, al encuentro del convoy, personas de la familia, el cura, muchos vecinos del pueblo, precedidos de faroles. Las movibles luces tan pronto iluminaban a las personas como las dejaban en tinieblas. En la sombra no eran los rostros más tristes que en la claridad, pues nadie sonreía.
Entró por fin el convoy en el pueblo, atravesando la calle que conduce a la plaza de la iglesia, y deteniéndose frente a ésta, en una calle pendiente y corta que parte de la esquina de la Casa Consistorial. Al extremo de dicha calle, que más bien es irregular plazuela, se alzaba la vivienda de la familia de Zumalacárregui, donde el General quería encontrar el reposo de su espíritu, el alivio de sus dolencias crónicas, y la curación de su herida. ¿Qué menos podía ambicionar quien tanto había hecho con notoria generosidad y desinterés? Pero no es cosa segura que los triunfos militares y políticos sean recompensados por Dios con los bienes terrenos, el mayor de los cuales es la salud. Por esto, el General, que también era un gran filósofo cristiano, no contaba con ninguna recompensa, y esperaba que cumpliera Dios su voluntad como quisiese.
A poco de entrar en la casa la camilla fueron alojados los granaderos en el Ayuntamiento; los vecinos se metieron en sus hogares, y todo quedó en silencio y en sombría soledad. A Fago le brindaron aposento y cena los granaderos. Durmió toda la noche, y muy de mañana salió a reconocer el pueblo, empezando por la parroquial iglesia de San Martín, hermosa y grande como todas las de Guipúzcoa, pero de escaso interés artístico. Encajonado entre montes altísimos, al pie de la sierra que divide las aguas de Navarra de las del país vasco, el pueblo carece de horizontes. Fago lo vio encapuchado en nieblas; la humedad se mascaba; el frío penetraba los huesos. Entre Bilbao y Cegama, la diferencia de altitud determinaba temperaturas muy diferentes. Venían del riguroso verano a un otoño lacrimoso y desapacible.
Cuando el sol empezaba a calentar el suelo, disipando la neblina, el capellán, que ya había recorrido las cortas calles y callejas de Cegama, fue a casa del General para enterarse de cómo había pasado la noche. Desde la plaza de la iglesia, salvando un puentecillo sobre espumoso torrente que iba a aumentar las aguas del Oria, llegó a una elevada plazoleta, en la cual vio un caserón con ángulos de sillería almohadillada y ventanales de piedra, el cual bien podía pasar por palacio, conforme al tipo de construcciones de Guipúzcoa. En la puerta había guardia de granaderos; algunas personas del pueblo, gozosas, decían que el General había pasado buena noche, y que estaba tranquilo y contento. Anhelando más concretas noticias, entró Fago en el portal, cuadra enorme, empedrada, con unas grandes pesas colgantes en el testero de la izquierda. Allí había más gente, sentada en bancos o en troncos de castaño; caras conocidas: el Sr. Capapé, el ayudante Vargas, herido, que se unió al convoy en Segura, y andaba con muletas; caras desconocidas: el alcalde del pueblo y vecinos pudientes, algunos con sombrero de copa forrado de hule.
Del grandísimo portal partía la escalera, de piedra el primer tramo, lo demás de nogal venerable, casi negro ya, los peldaños desnivelados y lustrosos, crujientes bajo los pies de los que subían y bajaban. No atreviéndose Fago a subir, se contentó con preguntar a todos los que conocía. Las buenas noticias se confirmaban. Era cosa de pocos días, y antes de quince podía el General volver a montar a caballo. Fray Cirilo de Pamplona y el curandero Petriquillo, hombre menudo, inquieto, hablador, con la cabeza tan calva y negruzca que parecía una calabaza de peregrino, eran los más optimistas. En las caras de los médicos Boluqui y Gelos, a quienes vio bajar poco antes de mediodía, observó el capellán mayor reserva e inquietud. Y nada más digno de contarse le ocurrió aquel día, como no sea que hizo amistad con el cura, el cual le enseñó toda la iglesia, la sacristía, vasos y ornamentos, y las habitaciones altas, de donde se dominaba la villa y sus arrabales.
Pasaron días, y la vida del aragonés compartíase entre un largo plantón en el portal de la casa de Zumalacárregui, por saber noticias, y un vago pasear por el pueblo. Al aproximarse a la residencia del General, solía detenerse en el puentecillo que salva el afluente del Oria, un riachuelo torrencial, que al pie de los muros de la cercana huerta se remansa, y sirve de lavadero a todas las mujeres de aquel barrio. Apoyando los codos en el pretil del puente, se pasaba allí el hombre largos ratos, viendo a las mujeres con media pierna dentro del agua, golpeando la ropa, y charlando en su jerga vascuence, de la cual no entendía una palabra.
A los tres días de esta vida se sintió enfermo, con mal semejante al que había tenido en Aranarache. Era reproducción de la fiebre nerviosa, un acceso leve quizás, y para reponerse admitió la hospitalidad con que le brindó el sacristán de San Martín. En casa de éste le dieron una regular estancia, y cama muy buena, donde pasó tres días, curándose sólo con agua azucarada y algún caldo. Cuando le pareció que podía darse de alta, echose a la calle; pero apenas se podía mover, y agarrándose a las paredes fue a informarse de cómo iba la herida del General. Dijéronle que las opiniones de la Facultad estaban divididas. Quién creía que la herida se enconaba, y que el enfermo estaba peor de su mal crónico; quién que la inflamación de la pierna sería pasajera, y que se resolvería favorablemente en cuanto extrajeran la bala. En esto, díjole Capapé que, habiendo dado cuenta al General de que el capellán Fago permanecía en Cegama, había manifestado deseos de verle, y no necesitó más el buen aragonés para pedir que le proporcionaran la dicha de ofrecer sus respetos al héroe y mártir. Aún tuvo que aguardar un ratito, que un siglo le pareció.
Salieron varias personas, entre ellas el cura; poco después el mismo Capapé le invitó a subir. En lo alto de la escalera recibiole una señora menudita y ligera que andaba por aquellos pavimentos lustrosos sin que se le sintieran los pasos. Era la hermana del General; sonrió al verle; le hizo pasar a una sala muy limpia y ordenada; esperó el capellán un rato, en compañía de un niño de unos doce años, sobrino de D. Tomás, y una niña de menos edad, con quienes habló, observando en sus rostros agraciados el aire de familia. Luego la misma señora de los pasos ligeros le llevó, por un corredor que rodeaba la escalera, a una habitación de mediano tamaño, con ventana a la huerta y al torrente donde lavaban las mujeres. En el ángulo interno de dicho aposento estaba la cama, y en ella el General, sentado, descansando el busto y cabeza sobre un rimero de almohadas. Afectó penosamente a Fago la demacración de su rostro, la lividez de las ojeras, el afilamiento de la nariz. No obstante, en medio de sus torturas, el General se había hecho afeitar; bajo la amarilla piel se le marcaba el afilado hueso maxilar, como cuchillo envuelto en una funda. A los pies de la cama había un arcón de nogal, mueble muy común en las casas de aldea. Tenía el enfermo a su derecha la pared, a su izquierda, una mesilla sobre la cual colgaban, junto a una pilita de plata repujada, algunas imágenes sujetas al clavo con lazos de seda. Sobre la cabecera de la cama, casi tocando con los pies la cabeza de Zumalacárregui, había un crucifijo, y enfrente, entre la ventana y el ángulo externo, un Niño Jesús, de tamaño poco menos del natural, sobre un altarito, y bajo dosel de raso violeta bordado con lentejuelas de plata. Lo demás de la pieza era insignificante.
Sentose Fago en el arcón, a los pies de la cama, y tanta timidez y cortedad sentía, que apenas osó decir al General cosa alguna, fuera de las palabras elementales referentes a la salud, mejor dicho, a la enfermedad. Se sentía sobrecogido por la solemnidad misteriosa de la estancia, que le parecía santuario, y el enfermo un ser de algún reino inmediato a los cielos, ya que no de los cielos mismos. Ni podía acostumbrarse a ver en él al guerrero... No era, no, el bravo caudillo que discurría las admirables suertes estratégicas: era un santo consumido en la devoción y en las penitencias. Su palabra, ya cavernosa, llegaba a los oídos de Fago con un son remoto, como ahilado por la distancia.
«Los médicos -dijo- me aseguran que voy bien. Pero yo no acabo de creerles, amigo Fago. Y usted, ¿qué tal se encuentra? Me han dicho que ha estado usted malucho. Quizás no le siente este clima. A mí me gusta. Detesto el calor; me he criado en la humedad y en el frío de los montes de Guipúzcoa, y prefiero esta tierra, no sólo para vivir, sino para morirme.
-Yo también -afirmó el capellán Fago con arranque espontáneo-. Crea vuecencia que me gustaría morirme aquí mejor que en otra parte...
-¡Hombre, qué quiere usted que le diga! Murámonos donde Dios lo disponga. Lo mismo da.
-En los tiempos que corren -dijo Fago contagiado de la intensísima melancolía del General-, tiempos de guerra y matanzas, en que vemos despreciada la vida de los hombres, nos morimos aquí o allá como si nos bebiéramos un vaso de agua... y nos quedamos tan frescos.
-Dice usted bien: la guerra es una gran escuela de resignación. Pero tal como la hemos hecho nosotros, y como la harán los que me sucedan a mí, no hay naturaleza que la resista. El que no muera de una bala, morirá de cansancio, o de los disgustos que se ocasionan...
-La guerra, digo yo, deben hacerla en primera línea aquellos a quienes directamente interesa... Verdad que si tuvieran que hacerla ellos, quizás no habría guerras, y los pueblos no se enterarían de que existen estas o las otras causas por las cuales es preciso morir».
Al oír esto, Zumalacárregui permaneció un instante silencioso mirando al techo.
«Pienso yo, mi General, que nos afanamos más de la cuenta por las que llaman causas, y que entre éstas, aun las que parecen más contradictorias, no hay diferencias tan grandes como grandes son y profundos los ríos de sangre que las separan...».
Tampoco a esto contestó nada el General. Dio un cigarro a su amigo; encendieron ambos en una estufilla colocada en la mesa próxima a la cama, y al poco rato el herido reanudó la conversación, desviándola del terreno resbaladizo a que Fago quería llevarla.
«Yo le alabo a usted, señor capellán, el gusto de preferir la religión a la guerra. Al saber que tomaba asco a las cosas militares, me confirmé en la buena opinión que de usted tenía. Siempre me pareció usted un hombre de superior entendimiento, apto para todo.
-Vuecencia me favorece demasiado. No soy apto para nada.
-Me gusta la modestia, pero no tanta... Digo que ha hecho bien en volver a su vocación antigua, que es la verdadera. Y aunque usted posee dotes militares, bien lo he conocido, ha hecho bien en quitarse de esos afanes y de esos peligros, casi siempre mal recompensados. Vuélvase a su estado religioso, que allí encontrará el premio. Los méritos de guerra, por grandes que sean, no tienen recompensa ni aquí... ni allá.
-Lo mismo creo, mi General... Y aquí me tiene usted sin vocación ninguna, pues todas las he perdido, y con toda verdad le digo que no sé adónde han ido a parar. No tengo más que un deseo: el descanso. Y vuecencia me dirá: «¿Cómo puede estar cansado quien nada ha hecho?» Respondo que se cansa uno del tráfago del pensamiento tanto como de las acciones repetidas, obra del cuerpo y la voluntad. Se cansa uno de pensar lo que no hace, como se cansa de hacer las cosas pensadas por sí mismo o por otros. Yo soy hombre concluido. En cortos años, mi vida ha sido muy larga.
-No esté usted tan descontento de sí mismo -le dijo D. Tomás revolviéndose con trabajo en su lecho-. Serénese, y la vida le abrirá nuevos horizontes. Es usted joven: la religión le dará los alientos que hoy no tiene».
Creyó notar Fago que el General sentía vivos dolores, y que los disimulaba por atender a la visita. Se levantó para retirarse.
«Mi General -le dijo-, vuecencia necesita descansar, y estoy molestándole.
-Hombre, no... No tenga usted prisa... Estos malditos dolores no me dejan, no me dejan... ¡Qué le hemos de hacer!... Sufriremos todo lo que podamos. Ahora dicen esos señores que será preciso extraerme la bala, y que cuando la saquen me pondré bien. Allá veremos. Les he dicho que corten y rajen cuando quieran...
-Mi General -añadió Fago, viendo entrar a la señora de los pasos ligeros-, estoy molestando a vuecencia... Me retiro... Quiera Dios darle el alivio que merece.
-Bueno, amigo Fago: si desea marcharse, no le retengo más. Usted... me parece... también debe cuidarse.
-¡Mi vida es tan poco útil!... No digo naciones ni partidos; pero ni aun familia, ni persona alguna dependen de mí.
-¿Es usted solo?
-Tan solo, que no teniendo más que a mí mismo, paréceme que tengo mucho.
-Hay que cuidarse... conservar la vida todo lo que se pueda... Adiós, amigo Fago.
-Mi General, adiós.
-Y ya charlaremos otro poco... sabe Dios dónde y cuándo... Adiós.
-Adiós».