El acueducto de Segovia
Nota: se han modernizado los acentos.
Cuando todavía era desconocida aquella ley física que solo a la ciencia moderna le fue dado comprender, de que el agua busca eternamente su nivel, vióse obligado el hombre, a inventar difíciles y costosos medios de traer el agua de sitios elevados, a otros de igual altura por medio de los acueductos, esas eternas obras que los romanos levantaron donde quiera que pusieron su planta conquistadora.
No es en España donde menos obras de esta clase se encuentran, algunas de ellas en tan buen estado, y el acueducto de Segovia es una, que parecen desafiar al tiempo y a los hombres, pues mientras las fábricas que en tiempos más cercanos a nosotros, se levantaron, con igual objeto que aquellas, nacieron, vivieron y murieron sin quedar de algunas ni el más pequeño vestigio, los acueductos romanos, levantaban su cabeza orgullosa, y parecían insultar desde su eterno asiento, las raquíticas obras de las nuevas generaciones.
Sus arcos, azotados por todos los vientos y por todas las tempestades, existen todavía, y en vano pasarían sobre ellos los siglos como caballos desalados, si el hombre no les ayudara en su obra de destrucción; ellos vivirían entre las rocas, sobre las hondanadas y serian mudos testigos, que hablarían a nuestra orgullosa civilización], de otras civilizaciones, que se creían eternas y que pasaron sin embargo sobre la tierra como rápidas exhalaciones.
A las faldas del Fuenfría y del Guadarrama, esas hermosas montañas pobladas de pinos silvestres, cuyas ramas queman les hielos, y cubiertas con su manto de nieve, se eleva sobre una roca la vieja Segovia, Seco en hebreo, cuyo nombre significa lugar de reposo.
A sus pies un frondoso valle, ostenta la verde y lozana vegetación de todo país montañoso.
El Eresma, el río bien amado de los poetas, la riega con sus aguas cristalinas, y pasa murmurando aquellas palabras que solo entienden ios iniciados en los dulces misterios de la poesía.
Segovia con su viejo alcázar, cuyas agudas torrecillas proclaman su antigua prez, se levanta sobre el valle y en torno de la colina en que se asienta, como una planta trepadora, que todo lo inunda, y lo cubre, y lo envuelve con sus ramas.
Todos los pueblos que pasaron sobre España como grandes oleadas, que todo lo removían y mudaban a su paso, todos vinieron al valle que riega el plácido Eresma, todos subieron a la colina, y se detuvieron en ella.
Los primitivos pobladores le dejaron su toro, los romanos su acueducto, los árabes su alcázar.
Los romanos la hicieron ciudad libre, Civitas Libera; los árabes cantaron sus bellezas; sus poetas Edris ben Yemen el Sabini, y Abd-el-Rahman el Oschami, nacieron bajo el cielo que cubre las hermosas nubes que pasan sobre ella, como fatiga los pájaros que bajan de las elevadas cumbres del Guadarrama y vienen a posarse sobre las cien oscuras torres de la antigua Segovia; y sus hijos murieron victoriosamente en la rota de Villalar.
De cuantos monumentos cuenta dentro de sí, ninguno tan digno de ser conocido como el célebre acueducto de su nombre.
Obra de los romanos como hemos dicho, existe casi como aquellos famosos conquistadores le levantaron; la parte que se reedificó en tiempos más modernos, solo sirve para atestiguar la pequeñez de nuestros esfuerzos.
Ney dijo bien, cuando exclamó delante de la parte edificada nuevamente: ¡aquí empieza la obra de los hombres! Y por eso Colmenares, el historiador de Segovia, quiso dar, sin más fundamento que su capricho, por autores del acueducto a los compañeros de Hércules.
Esta fábula ridícula apenas hay quién se entretenga en refutarla: hija de los locos sueños de todos aquellos historiadores, que fingieron una no interrumpida serie de reyes primitivos, y unos sucesos fabulosos en su mayor parte, debe caberle la misma suerte que a estos.
¿Fue Trajano su fundador? Nadie puede responder terminantemente a esta pregunta, ni creemos que sea de gran interés el saberlo. De un siglo o de otro, de Teodosio o de Trajano, de Vespasiano o de cualquier otro emperador, este acueducto es romano, por más que la falta que se nota en su fábrica, que consiste en no hallarse hecho con arreglo a ningún orden de arquitectura, mueva a a creer lo contrario, como le sucede al citado Colmenares.
En la misma Roma, estos edificios, eran de obra llana, no distinguiéndose nunca más que por lo atrevido de los arcos. Si existiesen las estatuas de que habla Naugerio, ya fuesen de Hércules como supone Colmenares, o ya de otros dioses, algo se podría averiguar acerca de la fundación de este célebre acueducto, pero sustituidas estas por las sagradas imágenes que el celo piadoso de otros siglos más llenos de fe que el nuestro, puso en su lugar, nada puede aventurarse; las conjeturas sobre este punto, son inútiles.
De la cordillera de Fuenfría, y de su parte occidental, bajan varios raudales y fuentes que unidos forman después el río que lleva el nombre de Riofrío, y que a tres leguas de la ciudad baja insensiblemente de la sierra y después de atravesar varios parajes, llega al torreón antiguo, llamado el Caserón.
Desde este sitio agreste, la ciencia de aquellos tiempos empieza a triunfar de los obstáculos que le opone la naturaleza. La profundidad del valle que se tiende a los pies de la vieja ciudad, debió gastar sus esfuerzos aunque no inútilmente, pues que desde allí es desde donde el agua empieza a ser conducida por un canal de mampostería y después de haber corrido cerca de tres mil pies de terreno llega al lugar en que empieza la obra de los pilares y los arcos, y con ella el famoso acueducto de que venimos hablando.
Verdaderamente se necesitaban esfuerzos gigantescos para llevar a cabo obra tan grandiosa. Desde sus primeros arcos que miden veinte y cinco pies de elevación, hasta los de la plaza del Azoguejo que según Colmenares tiene ciento y dos pies, el acueducto recorre una inmensa extensión, haciéndose digno de la fama que va unida a él.
El primer ángulo que forma el acueducto es casi imperceptible, en él se cuentan seis arcos y mide veinte y cinco pies de elevación y doscientos diez y seis de longitud; el segundo ángulo llega hasta la iglesia de la Concepción y corriendo de E. a O., llega al tercero, que según un escritor contemporáneo es un verdadero esfuerzo del arte. En él empiezan dos órdenes de arcos, cuya valentía es admirable, contándose en el primero cuarenta y tres arcos, y cuarenta y cuatro en el segundo, siendo siempre la misma su elevación hasta que llega a la plaza del Azoguejo.
La obra primitiva llegaba hasta dentro de la muralla; de ella se conservan cuatro arcos, y se conocen todavía en la obra de manipostería que les ha sucedido, señales de otros arcos y otros pilares.
Su longitud mide dos mil novecientos veinte y un pies; inmensa extensión que ningún otro acueducto cuenta en Europa y que hizo exclamar al célebre italiano Naugerio, «no hay cosa más bella, ni más digna de ser vista, que este bellísimo acueducto, cuyo igual no he visto, ni en España, ni en Italia.»
Son los pilares que sostienen los arcos, de figura cuadrilonga, y su grueso es de once o doce pies en el orden inferior, y siete a ocho de frente. Conforme se elevan, van disminuyendo sus grelos y frentes, por medio de una cornisa o imposta que corre en el primer orden, como se presume correría también en el segundo, aunque no haya quedado de ella más que lo que se nota todavía bajo las pilas del mismo.
Vénse todavía sobre los arcos algunas piedras en hilera formando una especie de cornisa, la cual se cree adornó la obra en lo antiguo, y se nota asimismo que algunos pilares están empezados a formar de la misma roca sobre que se asientan, y otros se hallan introducidos en la tierra hasta catorce pies de profundidad.
Una cartela de sesenta pies de longitud y seis de altura, que se halla formada con tres hileras de grandes piedras, se levanta sobre los tres pilares más altos del primer orden. Esta cartela sirvió en su tiempo para contener la inscripción o dedicatoria en que les autores del acueducto expresaran como solían hacerlo siempre la era de su edificación. Aun se ven hoy tres líneas de agujeros, en donde la variedad que se nota de unos a otros, da a entender claramente que en aquel sitio estuvieron fijadas las letras de la inscripción, pareciendo probar esto el hecho reciente de que cuando en 1807 el maestro don Antonio Ortiz reconoció la obra, sacó plomo de alguno de dichos agujeros.
En el arco del medio, que se levanta sobre la cartela, hay por ambos frentes un nicho, en donde según quiere el historiador de Segovia don Diego Colmenares, estuvo en la antigüedad la estatua de Hércules, a quien él atribuye la fábrica del acueducto. Almas piadosas derribaron la antigua deidad, y pues que otra religión ocupaba el lugar de los dioses paganos, quisieron también que el dios del paganismo descendiese de su altura para que fuese purificado aquel sitio con la presencia de imágenes benditas...
El ciudadano Antonio de la Jardina, ensayador de la casa de la moneda de Segovia, puso a su costa por el lado de la plaza del Azoguejo la imagen de Ntra. Sra. del Carmen, y la de San Sebastián por el lado opuesto. El vulgo dado siempre a lo maravilloso, sorprendido con la grandiosidad de esta obra y no creyendo que al hombre le fuera posible llevarla a cabo, le dio el nombre de puente del diablo, como si quisiese darnos a entender con esto que solo a un poder sobrenatural le era permitido llevara cabo obra tan portentosa. Compuesta en su mayor parte de piedra berroqueña a la cual el viento, y la lluvia, y los años, prestaron aquel color sombrío que da a los antiguos edificios ese aire de tristeza que es para ellos el manto de poesía que les cubre, cada piedra, de figura cuadrilonga, presenta siempre algun frente de modo que pueden contarse todas las del acueducto.
Creése por todos cuantos le visitan, y hasta ahora no hay razón alguna que lo desmienta, que las piedras o sillares que lo forman, no están unidas por ninguna argamasa ni hierro, presentando entre sí tan estrecha unión, que parece imposible hayan podido ajustarse así tan estrechamente, sin la mezcla de ningún otro cuerpo que sirva de núcleo para sostenerlas. Se presume sin embargo, que la cal o argamasa empleada, se haya solidificado de tal modo, que hoy sea imposible conocer su presencia, pero uno de los escritores modernos que con más detención trataron de este acueducto, asegura que en 1815 un carro que conducía un cañon de grueso calibre, dio un golpe contra uno de los pilares, e hizo salir un sillar, pudiendo verse entonces el interior del pilar y cerciorarse de que no hay allí argamasa ni otro cuerpo extraño, que sirva de trabazón entre unos y otros sillares. «No se reconoce unión alguna de cal, dice ya el Naugerio en 1527, y a la verdad, prosigue aquel viajero, es digno de ser tenido (el acueducto) por una de las cosas maravillosas de España.» « Las obras que se encomiendan a la inmortalidad —dice asimismo el señor Bosarte hablando del acueducto,— por los que saben encomendarlas no necesitan de estos grillos para estarse quietas... la presente reúne las tres cualidades del estilo más dificil de juntar, la simplicidad, la elegancia y la grandiosidad.» Dejemos pues esta cuestión, pues nadie puede saber si la cal o argamasa ha desaparecido en el trascurso de tantos siglos, así como tampoco puede juzgarse qué grados de certeza tendrán las opiniones de Colmenares, que dice estuvieron las bóvedas de los arcos sujetas y atravesadas por grandes barras de hierro; como sucede en el templo de Serapis en Egipto, y aun—y aquí el buen historiador de Segovia dice lo que quiere— que los autores de este último templo fueron los que levantaron el famoso acueducto, de que tan orgullosa se muestra esta ciudad.
Fuese pues Trajano, Hércules, o el diablo, como quiere el vulgo, su autor, es lo cierto que esta obra resistió el embate de tantos siglos, de tantas conmociones, de tantas tempestades como pasaron sobre la haz de la tierra. Sin embargo, las guerras, esas tormentas de los hombres y de las naciones, mucho más terribles que las de la naturaleza, pusieron la impía mano sobre la obra de los siglos; el valle debió asordarse, con el estrépito de los arcos que caían sobre él, el día en que estos se desmoronaron. Treinta y seis eran los arcos caídos, cuya falta quisieron suplir los segovianos con postes y canales de madera y así continuara si la reina Isabel, oyendo las súplicas del corregimiento de aquella ciudad, no arbitrase por real cédula de 23 de febrero de 1484 dada en Tarazona, medios de reparar tan triste pérdida. Elmonge del monasterio del Parral, fray Juan Escovedo, fue el encargado de esta reedificación, que dio por terminada en 1489. Desde entonces, el acueducto, se levanta altivo sobre el valle, que circunda a Segovia, y el viajero que recorre las pintorescas márgenes del Éresma, el que se adelanta hasta la poética ciudad patria de Juan Bravo, no puede menos de detenerle ante la portentosa obra, y admirar en ella, otra civilización y otros tiempos tan mal comprendidos hoy.
Manuel Murguia.