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Rafael de Urbino

De Wikisource, la biblioteca libre.
El Museo universal (1858)
Rafael de Urbino.
de F. Pi y Margall.

Nota: se han modernizado los acentos.


RAFAEL DE URBINO.

Prometimos en el prospecto a nuestros subscriptores la copia del famoso cuadro titulado La Perla. La damos en este número. Es probable que deseen conocer muchos al autor de tan celebrada obra; y para satisfacer ese deseo damos el retrato de Rafael y publicamos este artículo.

Nació Rafael de Urbino la noche del Viernes Santo de 1483, el día 28 de marzo. Manifestó desde muy niño brillantes disposiciones para el arte, tanto que su padre Juan de Sauti, pintor, aunque adocenado, no tardó en enseñarle cuanto sabía ni en pasarle de su taller al de Pedro el Perugino. Era Pedro de Perusa uno de los mejores artistas de su tiempo: seguía las buenas tradiciones de la escuela florentina, aunque era de la de Umbría y pasaba no sin razón como el digno continuador de Giotto y de Masaccio. Rafael, dotado de un grande instinto de imitación, le tomó pronto la manera, el dibujo, el colorido: contaba poco más de veinte años cuando se confundían ya sus obras con las de su maestro.

En una gran fachada de Citta della Pieve está pintada una adoración de los Magos que data del año 1504: es preciso saber que es de Rafael para no atribuirla al Perugino. Presenta las mismas bellezas y las mismas faltas: el mismo encanto en el colorido, la misma gracia en las cabezas, la misma sujeción a los tipos místicos, la misma pobreza en los paños y la misma sequedad en las actitudes.

Se limitó Rafael a seguir las huellas de su maestro, hasta que pasó por segunda vez a Florencia, donde había sufrido el arte una revolución profunda en manos de Leonardo de Vinci y Miguel Ángel. Estuvo en Florencia ya el año 1503 al decir de Comolli; pero no modificó su estilo hasta más tarde en que volvió a la capital de los Médicis atraído por la fama de los célebres cartones de aquellos dos grandes artistas. Estaba a la sazón en Siena ayudando al Pinturichio a decorar las paredes de la biblioteca del duomo; y le abandonó repentinamente apenas tuvo noticia de tan bellas y originales obras.

El año 1508 estaba Rafael en Florencia: ignoramos si entró en ella aquel mismo año o en años anteriores. Vio los cartones y descubrió un nuevo mundo. Acababa de salvar el arte el círculo de hierro que le había trazado el pensamiento sacerdotal de la edad media. No respetaba ya los antiguos tipos. Buscaba en la naturaleza la verdad de las formas y en el fondo del corazón el sentimiento. Aspiraba a unir el naturalismo con el idealismo y los tenía en cierto modo unidos. Comprendió Rafael de una ojeada esa gran revolución, y se propuso desde luego llevarla a cabo. No hay necesidad de probar si lo alcanzó o no; basta ver la más insignificante de sus obras.

No pudo por de contado realizar en días ni en meses su idea. Muertos a poco sus padres, hubo de regresar a Urbino con el fin de arreglar su modesto patrimonio. Pintó algo en esta su patria; más separándose aun muy poco de Pedro el Perugino. No así ya, cuando bajó a Perusa, donde sedujo con su nuevo estilo a los más inteligentes en artes. Había abandonado también símbolos y mitos. Reproducía, aunque sin dejar de embellecerla, la naturaleza. Dejaba conocer que había estudiado sobre las ruinas del paganismo. Era más libre y grandioso en sus composiciones.

No estaba, sin embargo, satisfecho. Volvió a Florencia e hizo un detenido examen de las obras de Vinci y Buonarotti. Gracias a su ya mencionado instinto de imitación, como se había asimilado antes las bellezas del Perusino, se asimiló entonces las de esas dos lumbreras del arte. Reformó más radicalmente su estilo y se atrajo pronto la admiración de las gentes. Tuvo en Florencia íntima amistad con Fr. Bartolomé de San Marco, pintor que se distinguía por lo verdadero y agradable de su colorido, y acabó de perfeccionarse en el taller de tan insigne maestro.

Era Rafael uno de esos genios de que habla Goethe, que saben hacer suyo todo lo bueno de los demás, sin abdicar su personalidad ni dejar de ser originales en el conjunto de sus obras. Tomó no solo de todos los artistas de su época, sino también de los poetas y hasta de los filósofos. Fue así tan grande en sus pensamientos como en el modo de ejecutarlos; reunió en una todas las maneras; completó su individualidad, y apareció y aparece aun como la síntesis del arte. Le aventajan otros muchos en determinadas cualidades; más no le iguala nadie en presentar bellamente armonizadas todas las que pueden desearse en una creación artística. El sentimiento no excluye en él la fuerza del raciocinio, ni la fantasía se ve nunca obligada a suplir la falta de sentimiento. Muchas de sus pinturas son verdadera ciencia sentida. La invención, la composición, el dibujo, el claro-oscuro, la expresión y la actitud de las figuras, todo está en perfecto acuerdo y conspira al fin del cuadro.

Mas nos precipitamos sin sentirlo. Fue llamado Rafael de Florencia a Perusa y pintó allí una de sus mejores obras; la deposición de Cristo en el sepulcro. No nos detendremos en describirla; no es hoy nuestro propósito dar a conocer ninguno de sus cuadros. Pero es a no dudarlo para inmortalizar al autor y revelar la extensión de sus vastas facultades.

Pasó nuestro artista de Perusa otra vez a Florencia, de Florencia a Roma, donde por la intercesión de Bramante, su deudo, debía pintar los nuevos salones del Vaticano. Empezó por el de la Segnatura y pintó en cuatro grandes frescos la Filosofía, la Teología, la Poesía y la Jurisprudencia. No se limitó a simbolizar en otras tantas figuras esos cuatro ramos del saber humano; evocó los nombres de los que más habían acelerado los progresos del derecho, de todos los doctores de la Iglesia, de cuantos habían conmovido al mundo al son de la citara o del arpa, de los que habían fundado un sistema filosófico y sido jefes de escuela. Animar y caracterizará tantos y tan distintos personajes, agruparlos alrededor de una idea, condensar en ellos la historia del arte y de la ciencia, era empresa que requería no solo imaginación, sino numerosos conocimientos y sobre todo facultades capaces de comprender en todas sus fases la vida de la inteligencia y del sentimiento. Desempeñola Rafael de una manera admirable, tanto que al ver Julio II los frescos, mandó borrar los anteriormente pintados y entregó solo a sus pinceles todas las paredes dol palacio.

Rafael dejó desde entonces eclipsados a todos sus rivales; fue el rey de los pintores. Todos los hombres de algún valer desearon conocerle; todos los que gozaron de alguna renta, quisieron poseer una obra de sus manos; todos los que aspiraron al titulo de artistas, se hicieron sus discípulos. Activo, laborioso, de una fecundidad sin limites, satisfizo todas las demandas: frescos del Vaticano, retratos, grandes cuadros al óleo, cartones para tapices, to lo lo intentó y lo llevó a cabo. Al fin no pintaba ya, diseñaba, bosquejaba y confiaba a sus alumnos la ejecución de sus infinitos conceptos. Corregía luego la obra de esos brillantes jóvenes y les imprimía el sello de su genio.

¿Qué no hizo en el Vaticano? Pintó todas las grandes escenas de la Biblia: los días de la creación, la caída de Adán, la rivalidad de Caín y Abel, la corrupción de las primeras generaciones, el diluvio, los hechos de los patriarcas, las terribles crisis del pueblo de Israel, las sublimes figuras de los profetas, la cuna y el sepulcro de Cristo, los trabajos de los apóstoles. Pintó ademas el castigo de Heliodoro, los milagros de Bolsena, la historia de León II y León IV, la consagración y la coronación de Francisco I, el incendio del Borgo.

Imposible parece realmente que pudiese ni llegará concebir tantos ni tan variados argumentos. Pintaba con todo más para los particulares que para los pontífices. En todos los museos de Europa existen hoy cuadros de Rafael de Urbino; y en no pocas iglesias de Italia y de fuera de Italia. Calcúlese cuánto no había de haber pintado.

Pintó asuntos no solo místicos e históricos sino también mitológicos. A pesar de haber santificado a Savonarola en su cuadro de la Teología, no supo permanecer fiel a la palabra de tan malaventurado reformista que combatió rudamente las tendencias paganas de su siglo. Penetró en el olimpo griego y bajó de él algunas de las antiguas deidades. Era tal la flexibilidad de su talento, que pintaba a esos dioses con no menos propiedad, ni menos fuerza de colorido que a los héroes del cristianismo. Su Galatea del palacio de Chigi, palacio decorado solo por su mano, bastaría para darle entre los pintores de todos los siglos un lugar eminente.

Daba de ordinario Rafael a todas sus obras cierto aire de tranquilidad y de dulzura; más no por esto dejó, cuando quiso, de comunicarles energía. Acababa de pintar la Cámara de la Segnatura, cuando, al decir de sus biógrafos, vio en la Capilla Sixtina el juicio final de Miguel Ángel. Impresionado por las vigorosas formas de tan grandioso fresco, pintó en el mismo palacio del Vaticano las Sibilas y los Profetas. Las Sibilas y los Profetas respiran por todas partes energía: sienten, hablan, se mueven, están verdaderamente animados por el fuego de la inspiración y la poesía.

Lo podía todo Rafael: nada se resistía a sus pinceles. Si sus obras eran generalmente dulces, debe atribuirse a su carácter. Era Rafael de una extremada afabilidad y de tranquilos y generosos sentimientos: reinaba la paz aun entre los que estaban separados por profundos odios donde quiera que llegaba la influencia de su mirada o la de su palabra. Eran comúnmente los artistas de su tiempo esclavos de las más bastardas pasiones: apelaban no pocas veces al puñal y muchas a la calumnia para deshacerse de sus rivales. Rafael era un cordero entre esos lobos: ni aun las mordeduras de esos lobos pudieron exasperarle.

Empañaban a Rafael solo dos faltas; y estas hijas aun do esa misma blandura de carácter. Amaba apasionadamente, y se entregaba sin freno a los placeres. Era más que amor, delirio lo que sentía por su Fornarina. Asegura uno de sus biógrafos, que Chigi para animarle a que pintara las paredes de su palacio, se vio obligado a aposentarla en uno de sus salones. Verla y oiría era ya un motivo de inspiración para nuestro artista.

Tenía Rafael amor para las mujeres y alabanzas para todo el mundo. Estuvo así en amistad intima con cuantos llegaron a tratarle. León X no le quiso menos entrañablemente que Julio II Sus mismos rivales se sentían desarmados por sus elogios.

Dejó sentir desgraciadamente sus defectos en sus mismas obras. No era raro que pintara bajo el manto de una virgen o de una sibila a su querida Fornarina. Lo hacia aun menos que mezclara entre los filósofos o los héroes de la antigüedad a los poderosos de su tiempo. Licencia fatal que era un principio de decadencia para esas mismas artes que acababan de llegar a su apogeo en manos del que la cometía.

¿Qué eran con todo estas fallas para quien tan altas virtudes reunía, y tantos títulos presentaba al amor y al agradecimiento de sus semejantes? Se dice que aspiraba al capelo, y rehusó con este fin la mano de una sobrina del cardenal Divizio; más ¿es creíble? ¿Quién más honrado que él dentro y fuera de Roma? Iba al Vaticano llevan lo detrás de si más de cincuenta alumnos. Los más elevados personajes se daban por pagados con su amistad y su trato. Roma, Italia toda, le veneraba como algo superior a los hombres. ¿Para qué necesitaba del cardenalato? Empezó pobre su carrera; estaba al fin de su vida rico. No le podía tentar tampoco la codicia.

Murió Rafael cuando era aun joven, cuando no contaba más que treinta y siete años. Murió en 1520, también en Viernes Santo. No hay para qué decir quién asistiría a sus exequias. Acababa de pintar su cuadro de la Transfiguración, la más sublime de sus obras: su muerte fue universalmente sentida y llorada. Acompañaron su féretro todos los artistas que había en Roma, los hombres más ilustres, el pueblo todo. Iba entro el fúnebre cortejo su último cuadro.

Aseguran que murió extenuado por los placeres y una sangría que se le hizo desconociendo la causa de sus males. No bien se sintió enfermo de muerte, despidió a su querida y le señaló una pensión vitalicia. Distribuyó el resto de sus bienes entre algunos de sus alumnos. Mandó que se restaurase en Santa María Ritonda uno de los antiguos tabernáculos, se construyese un altar y se le diese allí sepultura. No tardó en morir después de haber otorgado su testamento.

Mucho podríamos decir aun de tan grande artista; mas hemos traspasado va los limites de un artículo del Museo. Mucho de lo que aquí callamos, lo revelará a nuestros lectores la copia de la Perla.

F. Pi y Margall.