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¿Qué es el dinero?

De Wikisource, la biblioteca libre.
¿Qué es el dinero? (1922)
de León Tolstoi
traducción de valor desconocido
EDICIONES SELECTAS AMERICA
LEÓN TOLSTOI
¿Qué es el dinero?

El régimen moderno de la esclavitud.
Caracter anticristiano de la sociedad moderna.
La emancipación de la clase trabajadora.



Direccion y Administracion
Moreno 1167
Buenos Aires
1922

Los cuatro estudios sociales que del genial escritor ruso publicamos en este cuaderno, aparecieron por primera vez en el suplemento de "La Nación" del año 1902.

No tenemos noticia de que hasta la fecha fueran coleccionados en libro alguno de Tolstoi; ni siquiera en la edición original de las obras completas. Por eso consideramos estos ensayos, para la nueva generación de lectores, como inéditos y doblemente dignos de atención por lo tanto.

Aun aquellas personas que han alcancado a conocer estas páginas, estamos seguros que volverán sobre ellas con gusto; porque no debe olvidarse que el autor de "Resurrección" fué ante todo un gran artista y en cada una de las páginas que nos ha legado. aún en las periodísticas ha puesto algo de la belleca eterna que es, precisamente lo que las hace perdurables.

¿Que es el dinero?

L

a ciencia dice que en sí mismo, el dinero no encierra nada injusto o perjudicial, que es natural instrumento de la vida en sociedad. Es necesario: 1.° para la conciencia del cambio; 2.° para establecer patrones de valor; 3.° para efectuar ahorros; 4.° pará facilitar los pagos.

El hecho notorio de que, con tres rublos superfluos en el bolsillo, me basta sólo silbar para reunir a mi alrededor un centenar de hombres en cualquier ciudad civilizada, prontos para hacer lo que yo les pida y para realizar los actos más arriesgados, chocantes y degradantes, esto, digo yo, no es consecuencia del dinero sino de las complejas condiciones económicas de la sociedad.

La dominación que cierta clase de hombres ejerce sobre otras no es consecuencia del dinero, sino del hecho de que los trabajadores reciban una compensación incompleta por su labor. La depreciación del trabajo es provocada por ciertos atributos peculiares del capital, de la renta y de los salarios, por la correlación compleja de estos factores, y también por ciertas prácticas erradas en la producción, distribución y consumo de los productos. Para citar un adagio ruso, "los hombres que tienen dinero pueden fabricar cuerdas para los que no los tienen".

Donde quiera que, en la sociedad, hay opresión de parte de un hombre sobre otro, la naturaleza del dinero como medio de valor está subordinada a la voluntad del opresor, y su importancia como medio de cambio para los productos del tra ajo se transforma en un recurso adecuado para explotar la labor del hombre. El opresor necesita el dinero no para el cambio, no para establecer patrones de valor (esto lo establece él solo), sino en interés de la opresión, por cuanto el dinero puede ser acumulado, y por este medio, puede reducirse a la esclavitud a un número mayor de hombres.

Es inconveniente sacar al pueblo todo su dinero, para tener suficiente provisión en todo tiempo, por la sencilla razón de que el pueblo necesita alimentarse; lo mismo con respecto al grano: puede echarse a perder; lo mismo con respecto al trabajo: a veces hacen falta mil obreros, y otras veces ninguno absolutamente. Pero cuando se pide dinero a los que no lo tienen, uno salva todos estos inconvenientes y suministra también todo lo que se necesita.

Además, el opresor necesita el dinero para estar en condiciones de poder extender su explotación del trabajo a todos los hombres que necesitan dinero, y no a ciertas personas solamente. Si no tuviera dinero, el propietario de tierras sólo podría explotar el trabajo de sus propios siervos; tan pronto como dos propietarios de tierra vecinos convinieron en sacar dinero a sus siervos, que no tenían ninguno, ambos comenzaron a explotar indistintamente todo el trabajo, en una y otra posesión.

Por esto el opresor considera más conveniente establecer en dinero sus exigencias sobre el trabajo de otro hombre.

Hablar del dinero como de un medio de cambio y de un patrón de valor es, para no decir más, extraño, si se considera la influencia de los impuestos y de los tributos sobre los valores, influencia que obra en todas partes y en todos los tiempos, en el estrecho círculo de los propietarios de tierras y en el vasto círculo de las naciones, influencia que es tan manifiesta como los resortes que mueven los títeres en el teatro de Polichinela.

Toda esclavitud que un hombre impone a otro está basada en el hecho de que un hombre puede quitarle la vida a otro, y así sin dejar su actitud amenazadora, le impone su voluntad. Si un hombre entrega a los demás todo su trabajo, si vive muriéndose de hambre, si tolera que sus hijitos desempeñen pesadas tarens, si consagra toda su vida a una ocupación odiosa e innecesaria, cosa que ocurre todos los días en este mundo nuestro (que llamamos esclarecido porque vivimos en él), podemos decir con seguridad que todo esto sucede porque la pena del hombre que no se somete es la pérdida del derecho de vivir.

El método actual de esclavizar a los hombres fué inventado hace 5000 años por José el Bello, según la Biblia. Este método es el mismo que se emplea para domar animales salvajes en nuestras casas de fleras. El método del hambre.

El segundo torniquete es la esclavitud por el recurso de despojar de tierra a los hombres, y con eso, de provisiones de boca. A veces toda la tierra pertenece al Estado, como en Turquía, donde el Estado tiene un beneficio del uno por ciento de las cosechas. A veces toda la tierra pertenece a un pequeño número de particulares, y se establecen impuestos sobre el trabajo en beneficio de estos particulares, como pasa en Inglaterra; a veces la mayor o la menor parte de la tierra pertenece a grandes o pequeños propietarios, como en Rusia, en Alemania, en Francia. Este torniquete de la esclavitud se afloja o se aprieta de acuerdo con los demás torniquetes. Así, por ejemplo, en Rusia, cuando la esclavitud personal comprendía a la mayor parte de los trabajadores, la esclavitud por el recurso de la tierra era superflua, y el torniquete de la esclavitud personal se aflojó solamente cuando la esclavitud de la tierra y del impuesto habían sido ya apretados. Después de asignar todos los trabajadores a varias comunidades, después de prohibir la emigración y las traslaciones de todo género, después de apropiarse la tierra y distribuirla entre aus secuaces, entonces el gobierno "liberó" al pueblo trabajador.

El tercer método de esclavitud: los impuestos, data también de largo tiempo, y en nuestra época, con la difusión de monedas de valor uniforme en muchos países y con el aumento de facultades del gobierno, ese recurso ha adquirido un poder excepcional.

En Rusia, dentro del período de nuestros recuerdos personales, hemos pasado ya por dos formas de esclavitud. En ocasión de la liberación de los esclavos, los propietarios de tierras temían, aunque retenían sus tierras, que su poder sobre sus siervos desapareciese; pero la experiencia ha demostrado que, al soltar las cadenas de la esclavitud personal, les bastó asir la otra cadena, la de la esclavitud de la tierra, y la situación no cambió. El paisano no tenía pan, mientras que el propietario tenía tierra y también pan, y por lo tanto, el país siguió siendo esclavo. La transición siguiente fué la de que el gobierno apretó el torniquete de los impuestos, y la mayoría de los trabajadores tuvo que venderse a los dueños de tierras y de fábricas. Esta nueva forma de esclavitud oprime más duramente aun al pueblo, y las nueve décimas partes de todos los trabajadores rusos están trabajando para los dueños de tierras y de fábricas, sólo porque la exigencia de los impuestos los obliga a ello.

Estos tres métodos de esclavitud han existido siempre, pero los hombres no parecen dispuestos a reconocerlos en tanto que puedan encontrarles nuevos justificativos.

EL REGIMEN MODERNO DE LA ESCLAVITUD

C

uando un depósito pierde agua es porque se ha abierto un agujero en algún sitio, no hay más recurso para impedir la filtración: descubrir donde está el agujero y atascarlo firmemente por adentro. Cuando los recursos de una nación se escurren de entre las masas del pueblo para ir a depositarse en las manos de unos cuantos cientos o miles de hombres, algo está radicalmente mal, y hay que tratar de remediarlo; pero, hasta ahora, los economistas y los legisladores del mundo han estado empeñados en tapar agujeros imaginarios en el depósito que contiene las riquezas del pueblo.

Que las masas se empobrecen más y más cada día, esto está fuera de duda; pero los remedios propuestos para curar el mal, han sido siempre ineficaces. Unos han creído encontrarlos en las "labor-unions"; otros han aconsejado que se establezca que todo el capital es propiedad social; otros, que toda la tierra es propiedad social; pero éstos y todos los demás recursos no han sido más que remiendos aplicados a grietas imaginarias, y, en resumidas cuentas, nada se ha hecho.

La grieta consiste en esto: en el poder que los hombres armados ejercen sobre los desarmados, en las usurpaciones del servicio militar obligatorio que arranca a los hombres jóvenes de su trabajo. Mientras haya un solo hombre armado, con derecho legal para matar, sea a quien fuere, habrá esclavitud bajo la forma de una distribución desigual de la riqueza.

Es general la opinión de que el dinero representa la riqueza, y que, como la riqueza es el producto del trabajo, el dinero representa por consiguiente el trabajo. Y, por otra parte, todo el mundo conviene en que el dinero no es nada más que un medio para facilitar el cambio del trabajo. Yo hago botines, otra persona cultiva el grano, otra cría ovejas; y, para que estas diversas formas de trabajo puedan cambiarse fácilmente, hemos acuñado la moneda.

Naturalmente, este principio es sano y justo, pero sólo en el estado ideal de la sociedad, en el que toda forma de violencia está excluída. Sería sano y justo ahora, si nosotros, que nos titulamos cristianos, basáramos nuestra vida en los verdaderos principios del cristianismo, si diéramos siempre a nuestro prójimo lo que éste tiene derecho a esperar de nosotros; pero, en el estado social presente, no sólo no damos a nuestro prójimo lo que le debemos dar justamente, sino que hasta le quitamos lo que tiene; y, entonces, el dinero no representa el trabajo sino la fuerza.

Desde el momento que estalla una guerra, desde el momento que una persona toma por la fuerza lo que pertenece a otra, desde ese momento el dinero deja de ser un medio para facilitar el cambio del trabajo. El dinero que un ejército recauda como tributo de guerra, no representa su trabajo, y es un producto enteramente distinto del dinero que yo recibo en cambio de los botines que he hecho con mis manos.

Y mientras haya esclavos y propietarios de esclavos, el dinero no representará trabajo. Varias mujeres han tejido una pieza de lino, la han vendido y han recibido dinero por ella, pero hay muchas otras mujeres, siervas éstas, que han hecho la misma clase de trabajos para sus amos, y los amos han vendido ese trabajo, han recibido dinero por él y se lo han guardado. En uno y otro caso, el dinero es el mismo; pero en el primero representa trabajo, y en el segundo, fuerza.

Esto de que unos cuantos tuvieran en un principio derecho legal para recibir el dinero que producía el trabajo de otros, sentó los cimientos de la distribución desigual de la riqueza, que presenciamos hoy; y, aun cuando la esclavitud ha perdido ya su forma antigua, existe todavía, disfrazada con otro nombre, y esta esclavitud, la esclavitud del salario, es mucho peor que aquella, porque en aquella el propietario de esclavos tenía algún interés, aunque fuese egoista, en el bienestar de sus siervos.

¡El dinero representa trabajo! Es cierto; pero ¿el trabajo de quién? En la sociedad moderna, rara vez representa el trabajo del que lo posee; representa, casi invariablemente, el trabajo ajeno, el trabajo, hecho o por hacer, de alguna otra persona. En resumen, representa la obligación de trabajar, impuesta a otro por la fuerza.

El dinero, en el sentido en que empleamos hoy este término, es un signo convencional que da al que lo posee el derecho, o mejor dicho, la posibilidad, de aprovechar el trabajo de algún otro. En su sentido ideal, el dinero no daría este derecho o posibilidad a menos que representara positivamente un trabajo hecho; y aun así, no podría ser empleado en ese sentido en una sociedad que condena toda forma de violencia. Pero desde el momento que hay lugar para violencia, es decir, desde el momento que existe la posibilidad de aprovechar el trabajo de otro sin hacer ningún trabajo en cambio, el dinero se presta fácilmente para ese objeto.

En la sociedad moderna, el hombre vende por dinero el producto de su trabajo presente, pasado y futuro; no porque el dinero sea para él un medio de facilitar el cambio, sino porque otros le piden dinero como signo del trabajo que está obligado a hacer. Cuando los faraones de Egipto pedían trabajo a sus esclavos, éstos les daban todo: daban todo su trabajo pasado y presente; pero no podían hipotecar su trabajo futuro.

En los tiempos modernos, gracias a la circulación del dinero y al crédito, se ha hecho posible el pagar trabajos que han de hacerse en lo futuro.

En una sociedad en la que la violencia está legalizada, el dinero ha creado una nueva forma de esclavitud, una forma impersonal que ha reemplazado a la personal. El antiguo propletario de esclavos tenía derecho a obligar a trabajar a cierto número de esclavos, a sus propios esclavos; pero el propietario de dinero tiene hoy día poder para obligar a todos, a todos los que necesitan dinero, a trabajar por él.

La esclavitud del salario ha abolido, es cierto, muchas crueldades que la antigua forma hacía posibles, pero ha abolido también todo sentimiento de interés personal entre principal y dependientes.

No diré nada con respecto a si la situación actual es necesaria para el desarrollo de la humanidad. Este es un punto que no quiero discutir aquí. He tratado de explicar solamente que es un error pensar que el dinero es un signo del trabajo realizado. Hoy día el dinero no es más que dinero. Tiene un valor fijo, y se considera perfectamente legal y justo que los que lo poseen lo empleen en proporcionarse goces, en satisfacer sus deseos personales y en oprimir a los demás. No se le tiene por inmoral como la esclavitud de otros tiempos.

En mi juventud se introdujo una vez en los círculos soclales cierto juego de azar. Fueron muchos los que se aficionaron a él, y muchos también los que perdieron con él cuanto tenían, los que arruinaron la felicidad de sus familias y acabaron suicidándose. Entonces se prohibió por ley ese juego, y esta prohibición subsiste todavía. Pero los juegos de que son teatro las bolsas de comercio de nuestros tiempos, son mucho peores, porque estos juegos comprometen la felicidad de miles de individuos; sin embargo, están permitidos en todo el mundo civilizado.

Supongamos que yo poseo cierta cantidad de títulos y que no hago en toda mi vida nada más que cortar los cupones de esos títulos y cobrarlos. Muchos son los que hacen esto y los que creen firmemente que el dinero representa trabajo. ¿No es absurda semejante idea? ¿No es una insensatez de la peor especie? ¿Cómo puede pensar un hombre inteligente que esos cupones representan trabajo, es decir, trabajo suyo? Evidentemente, representa trabajo; pero no del que posee el título, sino del que recibió por sus productos el dinero con que se ha comprado ese título.

Hace mucho tiempo que la esclavitud ha sido abolida. Se la ha abolido en Roma, en América, y hasta en Rusia; pero sólo en el nombre, y no de hecho. Mientras haya quienes no trabajan, mientras haya quienes trabajen por los que no trabajan, no por su gusto sino porque necesitan una parte del dinero que aquéllos acaparan, mientras esto sea así, habrá esclavitud siempre. Y donde haya hombres que "manejen grandes capitales", es decir, que aprovechen el trabajo de millones de hermanos suyos, creyéndose perfectamente justificados al hacer esto, allí tendremos la esclavitud en la peor de sus formas.

El dinero es esclavitud; el objeto y la consecuencia de ambos son los mismos: su objeto es anular la ley original, la más natural de todas las leyes, la ley que exige que todo ser humano trabaje para satisfacer sus necesidades. El hombre que ajusta su vida a esta ley, es el hombre ideal, el hombre tal como Dios se propuso que fuera...

CARACTER ANTICRISTIANO DE LA SOCIEDAD MODERNA

H

enos aquí en medio de unos cuantos talleres de fundición colosales, con una multitud de inmensas chimeneas humeantes, cadenas y ruedas que rechinan, hornos enormes, caminos de hierro y una pequeña población: hermosos palacetes para los propietarios y altos funcionarios, casuchas y chozas, bajas y sucias, para el pueblo.

En la fábrica y en las minas próximas pululan los obreros como hormigas: unos, extrayendo el mineral, a centenares de pies debajo de la superficie, en galerías obscuras, estrechas, húmedas y peligrosas; otros, acarreando el mineral y el barro.

Trabajan diez, doce, catorce horas, desde la mañana hasta la noche, o viceversa. Trabajan cuantos días tiene la semana. Lo mismo pasa en la fábrica, donde los hombres consumen su vida ora en medio de un calor mortífero, o de la humedad no menos peligrosas, o abusando de las fuerzas que Dios les ha dado para que la usen discretamente.

El sábado a la noche reciben sus salarios; se bañan y se saturan con licores venenosos en las tabernas establecidas cerca de las fábricas para destruirlos, a ellos, sus parroquianos.

Pasan toda la noche del sábado sumidos en la borrachera, y el domingo continúan su bacanal, o su вueño, o sus riñas, o todo esto a la vez. El lunes por la mañana empiezan otra vez la misma vida.

Saliendo del local de las fábricas y del círculo de tabernas mal olientes, tropezamos con campesinos que labran un campo ajeno, ayudados por caballos miserables, de aspecto hambriento. Estos hombres se levantan con el sol, a menos que se pasen la noche cuidando sus rebaños en tierras pantanosas, el prado del ilota, que pagan muy caros con su labor y su salud.

Y seguimos andando. Nos encontramos ahora con la clase más inferior del pueblo obrero, los peones de los constructores de caminos, hombres que se pasan la vida haciendo piedras chicas de otras grandes. Tienen los pies enfermos; sus manos son una masa de callos y de sangre seca; sus cuerpos están sucios; sus caras, barbas, cabellos, pulmones, están llenos del mortífero polvo de las piedras calizas. Como los campesinos, ellos acallan el hambre con pan y agua, o con pan y alcohol, según los días de la semana.

Y esta es la suerte de la generalidad de los obreros, de los mineros, de los agricultores y de los picapedreros en casi todas partes del mundo. Así viven desde los primeros años de su juventud hasta que bajan a la tumba. Y, en cuanto a sus madres, hijas, hermanas y esposas, éstas trabajan tan rudamente como sus hijos, padres, hermanos y esposos, y comen tan poco como ellos.


De pronto oigo un rumor de campanillas y un resonar de cascos en las piedras. Un hermoso carruaje se aproxima... el precio del menos valioso de los caballos que lo arrastran podría comprar todos los bienes de tres campesinos. En el carruaje se ven dos niñas con sombreros artísticos y sombrillas de seda de color que resguardan del sol sus bellos rostros. Se podría comprar la jaca de aquel aldeano con el precio de la sombrilla. Frente a ellas se siente un teniente con uniforme de lino blanco, recién salido del lavadero. ¡Cómo brillan a la luz del sol sus botones de oro y sus charreteras! En el pescanto está el robusto cochero, con su casaca de terciopelo, su camisa de mangas de seda azul, su gorro adornado de medallas y figuras de santos.

—No puedes ver por donde andas?—pregunta éste al aldeano cuyo carro ha estado a punto de llevarse por delante.

El látigo del bruto chasquea peligrosamente cerca de las orejas del pobre Iván. Este se desvia del camino con una mano y se saca la gorra con la otra.

Después del carruaje llega una partida de cidistas, dos jóvenes y una dama. Las campesinas echan a correr al verlos, santiguándose.

Del bosque próximo sale un noble, que monta un caballo inglés, y una mujer, en un árabe danzarín. El sombrero negro y el velo de esta mujer cuestan más de lo que gana el picapedrero en dos meses. El obrero pasa silbando de contento porque ha conseguido trabajo, trocaría con gusto sus salarios de un año entero por el precio del látigo del noble jinete. Pero esto no impide que admire las delicadas figuras de los caballos y de los caballeros, y las panzas gordas de las sabuesos importados que corren detrás de ellos.

Se detiene el carruaje, y salta de él el oficial.

—Mil gracias dice la más bonita de las dos niñas cuando el joven le entrega su perro de aguas favorito.—El pobrecito ha andado ya mucho... una carrera de dos millas lo mataría a mi pobre "Caro".


La pregunta se sugiere por sí misma: ¿Qué crimen han cometido los obreros, los campesinos y los picapedreros para merecer el terrible castigo que padecen? Y por otra parte: ¿Cuáles son los méritos particulares de las damas y de los caballeros que andan en carruaje o a caballo, para que disfruten de estos goces? Ninguno, que yo sepa.

Dirán ustedes que, al citar estos hechos, me refiero a una parte determinada de la Rusia. Concedido: los cuadros que describo fotografían un rincón de la provincia de Tula; pero lo mismo pasa en todas partes: en Rusia, desde San Petersburgo hasta Batum, y en Francia, desde Paris hasta Auvernia, y en Italia, desde Roma hasta Palermo, y en Alemania, y en Españía, y en los Estados Unidos de América, y en Australia, sí, y hasta en la India y en la China.

En todos estos países, dos o tres tres personas de cada mil gastan en un día lo que bastaría para mantener a cente nares de hermanos y hermanas suyas durante un año. Con el precio de sus adornos de moda podría vestirse a todos los hombres y mujeres de una casa de vecindad; los palacios que habitan son suficientemente grandes para dar comodidad a un ejército de individuos sin hogar.

La labor diaria de miliones de manos atareadas pagan las fantasías y caprichos de unos cuantos privilegiados. E 997 o 998 por mil de los hombres se afanan en el trabajo, sin que puedan disfrutar del sueño y de los alimentos que le son ne cesarios, arruinando su salud corporal y mental en beneficio de un puñado de hermanos suyos.

Dos o tres madres de cada mil pueden contar con una partera, un médico y un ajuar para su hijo, ropa blanca y sedas, fajas y batitas, cucharitas de plata y juguetes de oro, cunas de plumas y cochecitos con elásticos. El resto de estas madres tienen pocos, o ningún recurso; envuelven a sus criaturas en andrajos y se alegran cuando se les mueren.

Dos o tres mujeres de cada mil tienen tiempo para descansar, pueden disponer de los mejores alimentos y de excelentes nodrizas que las ayuden; mientras que sus 997 ó 998 hermanas desdichadas no pueden dejar de hacer ni por un mo mento su tarea diaria. ¿Quién ordeñaría la vaca, prepararía la comida o lavaria la ropa, si ellas no lo hicieran?

Los pocos privilegiados están siempre discurriendo la ma nera de matar el tiempo; el resto no dispone de los momentos necesarios para asearse debidamente, para dormir tanto como su constitución lo exija, o para visitar a un pariente o amigo una vez por mes.

¿Por qué soporta esto el pueblo?

Es natural que, por el bien parecer, cada uno trate de mantener su posición; pero ¿por qué habría de permanecer la mayoría, consciente de la felicidad que confiere la riqueza, en voluntaria e irremediable sujeción a la minoría?

La primera está formada de gente fuerte, viva, diestra y laboriosa; sin embargo, un puñado de hombres y de mujeres débiles, decrépitos y no particularmente inteligentes, gobierna a esa mayoría látigo en mano.

Entremos en una de las grandes tiendas de cualquier gran ciudad. Hay millones allí en sedas y terciopelos, vestidos, encajes, piedras preciosas, zapatos, pieles, artículos de adorno, cosas fabricadas por hermanos y hermanas nuestras que han expuesto su salud y su felicidad hacerlas. Observemos a los clientes: a aquella mujer, por ejemplo, que acaba de llegar de trás de una yunta de elegantes caballos. Atraviesa la tienda como si esta fuera suya, y compra sedas por valor de 25.000 francos para renovar los muebles de su sala, muebles que, según todas las apariencias, están nuevos todavía, no tienen una mancha y son del mejor gusto.

Puedo aseguraros, hermanos, que esta mujer es de espí ritu estrecho, estúpida y nada bonita: no tiene hijos, ni nunca hizo nada para ser agradable a alguien en la vida. Sin embargo, todo el mundo, desde el portero hasta el vendedor y el socio—gerente, se inclinan ante ella con ridículas reverencias; estos hombres le ajustarían la cinta del zapato si ella así lo quisiese.

Veamos aquella otra dama, joven, bonita, inteligente. Está comprando su ajuar. Su dote matrimonial se eleva a 50.000 francos, dinero que su padre, un alto funcionario, substrajo del tesoro público. El tesoro adquiere sus fondos mediante los impuestos, y la imposibilidad de pagar impuestos hace que un gran número de campesinos deserten de la agricultura, abandonen la más natural de sus ocupaciones, para alquilarse como sirvientes o peones. Ahora comprendemos por qué el por tero, el vendedor, el socio—gerente y millones de obreros hacen de esclavos para con estas mujeres. Se humillan y trabajan para ellas porque, si así no lo hicieran, no podrían vivir. Arrancados a su destino proplo, privados del suelo que era de ellos por la ley de la naturaleza, defraudados de sus propiedades por un funcionario pillo, no les quedaba más recursos que rendirBe y ser esclavos de otros.


Sí; somos cristianos. El propietario de la fábrica, la princess, el recaudador ladrón, los obreros, los campesinos hambrientos, los picapedreros, los empleados de tiendas y sus nobles parroquianos, ustedes y yo, todos somos cristianos: todos declaramos creer en el evangelio de amor que proclamó la fraternidad de los hombres y nos enseñó a amar hasta a nuestros enemigos, a ser un pueblo fundamentalmente opuesto al poder arbitrario, a la violencia y a la efusión de sangre.

Es grande, es divino este evangelio... La dificultad está en su interpretación, o mejor dicho, en su falsa interpretación; porque los poderes actuales se sirven del cristianismo como los bacteriologistas se sirven de los bacilos: después de crear una "cultura" de religión "no peligrosa", la inoculan al pueblo, y este cristianismo falso es lo que reside en el fondo de todo mal.

Abolido este cristianismo anticristiano, habremos hecho desaparecer la profesión de soldado. Y cuando la mionría no tenga soldados detrás de ella, dejará de imponer respeto a la mayoría, lo que significará nada menos que el término de la opresión y de la desmoralización... porque, tal como están hoy las cosas, hay que desmoralizar al pueblo para poder robarlo impunemente.

Reformas? Sí; hay muchas clases de reformadores. Unos se ponen al servicio del gobierno y tratan de mejorar la suerte del pueblo en su carácter de representantes parlamentarios, funcionarios, militares o sacerdotes. Pero no pasan de ahí. No intentan reformar nuestro cristianismo anticristiano.

Vienen luego los revolucionarios, que se esfuerzan por levantar otro gobierno mejor por los mismos medios que han echado a perder los que existen: el fraude y la violencia. Flnalmente, tenemos el socialismo, bueno para provocar huelgas y el descontento, pero impotente para difundir la educación y abolir los falso ideales.

¿Qué habría que hacer, entonces?

Todos los hombres buenos y las mujeres buenas deberian aplicar sus mejores esfuerzos a la tarea de purificar la religión y de hacer que el cristianismo esté de acuerdo con las ensefianzas de su fundador, Jesucristo.

LA EMANCIPACION DE LA CLASE TRABAJADORA

Error de la doctrina socialista


P

oco tiempo me queda de vida y antes de morir, quisiera deciros, a vosotros, los obreros, lo que he pensado respecto a vuestra situación oprimida y respecto a los medios posibles de libertaros de ellas.

Quizá os sea útil algo de lo que he pensado y pienso todavía... y he pensado mucho.

Me dirijo, naturalmente, a los obreros rusos, entre los cuales vivo y a quienes conozco mejor que a los de los demás países; pero espero que mis ideas presten a éstos también algún servicio.


El hecho de que el recurso de la rebelión no alcanza su objeto y no mejora la situación de los obreros, sino que la empeora, no es discutido hoy día por nadie. Esto explica porqué en los últimos tiempos los hombres que quieren o que pretenden querer el bien de los obreros, han imaginado un nuevo medio para librarios de la servidumbre. Este nuevo medio se basa en la doctrina siguiente: "Cuando todos los trabajadores queden despojados de la tierra que poseían antes y se hagan obreros de fábricas (lo que, según esta doctrina, debe suceder fatalmente, a una hora dada, como la salida del sol) cuando, después de formar sindicatos y corporaciones, de hacer proclamas y de enviar a sus partidarios a los parlamentos, hayan ido mejorando cada vez más su situación y lleguen al fin hasta apropiarse todas las fábricas, todos los talleres, todos los instrumentos de producción, la tierra entre otros, entonces serán completamente libres e independientes". Y aunque esta doctrina está llena de vaguedades, de proposiciones arbitrarias, de contradicciones, y en una palabra, de tonterías, ella se esparce cada vez más desde hace un tiempo.

Esta doctrina se acepta no solamente en los países donde la mayoría está ya desde hace varias generaciones substraída al trabajo agricola, sino también allí donde la mayor parte de los trabajadores no piensan todavía en abandonar la tierra.

Uno creería que la doctrina que exige ante todo que se arranque al trabajador rural al medio habitual sano y placentero de los diferentes trabajos agrícolas, para colocarlo en las condiciones malsanas, tristes y peligrosas del trabajo monóto no y embrutecedor, quitándole la independencia de que goza el obrero agrícola, y obligándolo a la sujeción completa y servil del obrero de fábrica para con su amo, uno creería, repito, que esta doctrina no podría tener el menor buen éxito en los países donde los trabajadores viven todavía de la tierra y se alimentan con el trabajo de la misma. Pero esta doctrina, y lo que se llama el socialismo, es aceptada de muy buen grado (aun en un país como la Rusia, donde el 98 o[o de los trabajadores están empleados todavía en la agricultura), por el 2 olo restante de obreros que han sido desviados de los trabajos agrícolas o que han perdido la práctica de ellos.

La causa de esto está en que, al abandonar los trabajos agrícolas, el obrero se deja subyugar a pesar de él por las seducciones inherentes a la vida de las ciudades y de las fá bricas. Y la justificación de estas seducciones se la suministra la doctrina socialista que considera el aumento de las necesidades como una condición del perfeccionamiento del hombre.

Estos obreros, en cuanto aprenden algunos fragmentos de la doctrina socialista, la elogian con un celo particular ante sus camaradas, y gracias a esta propaganda y a las nuevas necesidades que ellos han contraído, se consideran como hom bres adelantados, muy superiores al paisano grosero, al obre ro agrícola.

53 Por fortuna, estos obreros son pocos hasta ahora, y la enorme masa de los trabajadores agrícolas rusos no ha oído todavía la doctrina socialista, o si oye hablar de ella, la considera como algo completamente extraño, que no tiene relación alguma con las necesidades reales que ellos experimentan.

Todos los procedimientos socialistas: reuniones, propagandas, elecciones que envían a sus partidarios a los parlamentos; todo lo que, en una palabra, concurre para los obreros de fábrica, a un esfuerzo para aliviar su situación servil, no presenta ningún interés para los trabajadores rurales libres.

Lo que el obrero de los campos necesita, no es de ningún modo un aumento de salario, una diminuición de las horas de trabajo, una caja común; lo único que necesita es una cosa:

la tierra. Ahora bien: en todas partes la tierra es muy poca para que el trabajador y su familia puedan alimentarse. Y sobre esta única cosa que los obreros rurales necesitan, la doctrina socialista no dice nada.

Que la tierra, la tierra libre, es el único medio de mejorar su suerte y de librarlos de la esclavitud, esto todos los rusos inteligentes lo comprenden.

"La tierra... este es el objeto principal de la lucha", escribe un paisano ruso stundista a un amigo. Y los socialistas sabios dicen que el objeto principal de la lucha son las fábricas, los talleres, y después de esto la tierra. Según la doctrina socialista, para que los trabajadores puedan recibir la tierra, tienen que luchar ante todo contra los capitalistas por la posesión de las fábricas y de los talleres, y sólo cuando hayan acaparado todo esto, acapararán también la tierra. Los hombres necesitan la tierra, y se les dice que, para adquirirla, hay que abandonarla ante todo, y en seguida, por un procedimiento muy complicado que prescriben los profetas socialistas, adquirirla otra vez junto con fábricas y con talleres que son inútiles para ellos.

Esta necesidad de que el trabajador adquiera las fábricas y los talleres que no necesita para poder tener luego la tierra que necesita, recuerda el procedimiento empleado por ciertos usureros. Por ejemplo, se le pide a uno de ellos 1000 rublos; uno no necesita más que dinero, pero el usurero dice: "No puedo prestar esa suma de 1000 rublos, tan pequeña; pero puedo prestar 5000, de los cuales entregaré 4000 en restos de jabón, en retazos de sedería y en otros objetos que tal vez sean útiles. Sólo con esta condición puedo dar los 1000 rublos en dinero que se me piden". Del mismo modo, después de haber declarado de una manera completamente errónea que la tierra es un instrumento de trabajo idéntico a la fábrica y al taller, los socialistas proponen a los trabajadores, que sufren de escasez de tierra, que pierdan el hábito de los trabajos rurales, que se ocupen de la posesión de fábrica de cañones, de fusiles, de perfumes, de jabones, de espejos, de cintas, de artículos de lujo de toda clase, y cuando estos obreros sepan producir pronto y bien espejos y cintas, pero se hayan hecho incapaces para trabajar la tierra, entonces acapararán ésta también.

La posibilidad de vivir sobre la tierra, de alimentarse por medio de ella y del trabajo, ha sido y es siempre una de las condiciones principales de la vida feliz e independiente de los hombres. Todo el mundo lo ha sabido y lo sabe, y por esto todos han aspirado y aspiran siempre como el pescado busca el agua, que se parezca a esta vida.

La afirmación socialista de que el paso de los obreros de fábrica a la vida rural disminuiría la riqueza de los hombres, es inexacto, porque la vida agrícola no excluye, para los obreros, la posibilidad de contribuir a esa riqueza dedicando una parte de su tiempo al trabajo mecánico, fuera en su propia casa, fuera en la fábrica. Y si, gracias a esta división del trabajo, se produjera una merma en la producción de los obje tos inútiles y nocivos que se fabrican actualmente con una rapidez extraordinaria en los grandes talleres, si resultara de ello una suspensión del exceso de producción, tan corriente ahora, de objetos inútiles, mientras que la calidad de los ce reales, de las legumbres, de las frutas, de los animales domés ticos, aumentaba, esto no disminuiría de ninguna manera la riqueza de los hombres; por el contrario, la aumentaria.

La consideración, socialista también, de que faltaría tierra para instalar y alimentar a todos los obreros de fábrica no es más exacta que la anterior; porque, en la mayor parte de los países, sin hablar de Rusia, donde las tierras que pertenecen a grandes propietarios serían suficientes para todos los obreros de fábrica de toda la Rusia, y hasta de toda Europa, en países como Inglaterra, Bélgica, también bastarían las tierras feudales para alimentar a todos los obreros, siempre que su cultivo se hiciera con la perfección que ella puede alcanzar gracias a los progresos actuales de la técnica, o por lo menos con la que ha alcanzado, hace ya muchos miles de años, en la China.

Para que los obreros de fábrica puedan volver a la tierra, es indispensable, ante todo, que los obreros comprendan que este cambio es necesario para su bien, que busquen los medios de realizarlo y que no acepten (como les enseña actualmente la doctrina socialista) la esclavitud industrial como su estado eterno inmutable, que puede mejorar pero que no puede terminar nunca definitivamente.

De suerte que, hasta para los mismos obreros que han de jado ya la tierra y no viven más que del trabajo de fábrica, en vez de reuniones, de sociedades, de huelgas, de procesiones infantiles con banderas y estandartes el 1.o de mayo, etc., lo que hace falta es una cosa Bolamente: buscar los medios de emanciparse de la esclavitud de las fábricas y de instalarse en la tierra. Ahora bien: el principal obstáculo para esto es el acaparamiento de la tierra por los propietarios que no trabajan en ella. La tierra es lo que los trabajadores deben pedir, exigir a sus gobiernos, y al exigirla no reclaman una cosa ajena que no les pertenece, sino que reivindican au derecho más absoluto y más esencial, que es propio de cada ser: vivir en la tierra y alimentarse de ella sin pedir para eso permiso a los demás hombres. Los diputados de los obreros deben luchar en los parlamentos por esta causa, y los obreros de fábrica deben prepararse, ellos también, para ponerla en práctica.

Esto, por lo que se refiere a los obreros que han dejado la tierra. En cuanto a los que, como la mayoría de los trabajadores rusos, viven del trabajo agrícola, la cuestión se reduce a esto: ¿cómo pueden mejorar su situación sin dejar la tierra y sin entragarse a las seducciones de la vida de fábrica que los atrae? Para esto, sólo una cosa es menester: dejar a los obreros la tierra que acaparan actualmente los grandes propietarios.

Pero "es necesario que todos los hombres vivan en los campos y se ocupen de agricultura?"—preguntan los que están de tal modo acostumbrados a la vida artificial de hoy día que eso se presenta a sus ojos como una cosa extraña e imposible.

Pero es necesario que todos los hombres vivan el el campo?.... ¿Y por qué no? Y si hay quienes tengan el guato extravagante de preferir a la vida de campo la esclavitud de la fábrica, nada les impedirá que opten por ésta. De lo que se trata es simplemente de dar a todo hombre la posibilidad de que viva como un hombre. Cuando afirmamos que es de desar que todo hombre puede tener una familia, queremos decir que todos deben casarse y tener hijos, sino simplemente que la construcción de la sociedad es mala cuando no da a todos la posibilidad de hacer esto.

Los paisanos rusos tienen completa razón cuando creen que pronto volverá a ser la tierra lo que debe ser: un bien común. En nuestros días, la injusticia, la insensatez y la crueldad de la posesión de la tierra por los que no la trabajan se han hecho tan evidentes como lo eran, hace cincuenta años, la injusticia, la insensatez y la crueldad de la posesión de los siervos. Sea porque otros medios de opresión han sido abolidos, sea porque los hombres se han hecho más ilustrados, hoy todos ven claramente (tanto los que poseen la tierra, como los que están privados de ella), lo que antes no veían: el paisano que ha trabajado toda su vida no tiene bastante pan porque no ha podido sembrar; no tiene bastante leche para sus hijos y sus abuelos porque no hay campos de pastoreo, y no tiene madera para reparar su choza carcomida y para calentarse, aunque al lado de él el propietario rural, que no trabaja y que vive en su mansión enorme, nutre sus perritos con leche, construye pabellones y caballerizas con vidrieras, hace criar sus ovejas sobre decenas de millares de hectáreas, dibuja parques, planta bosques, come y bebe en una semana lo que podría servir para alimentar, durante un año entero, a la aldea que se muere de hambre. Los hombres de hoy ven esto y comprenden que las condiciones de la vida no deben ser como son. La injusticia, la insensatez y la crueldad de este estado de cosas saltan ahora a los ojos de todos, como saltaban antes la injusticia, la insensatez y la crueldad de la servidumbre. Y en cuanto los hombres vean claramente la injusticla, la insensatez y la crueldad de este estado de cosas, éste tendrá que concluir inevitablemente, de un modo o de otro. Así ha concluido la servidumbre; así debe desaparecer, y muy pronto, la propiedad territorial.