"La Nación" y su partido
Todos saben sin duda, lo que es un diario de crédito; entonces no se necesita definirlo.
Entre nosotros tenemos varios, pero hablaremos sólo de uno: "La Nación".
Un diario es un hombre, el que lo dirige o lo inspira.
"La Nación" por lo tanto es D. Bartolo, como se le llana familiarmente al General Mitre[1].
"La Nación" tiene, como su dueño, una tradición. Se fundó para sostener el gobierno del General Mitre y debió su éxito primero a una nimiedad, al hecho de poner en lo alto de la primera página la salida de los trenes, lo que lo asemeja a una guía, y por lo tanto le daba grande importancia, pues por aquellos tiempos no había guías en Buenos Aires, y secundariamente al vigor de su redacción, que se hallaba a cargo de un hombre de talento, fanático por Mitre y tan austero en su culto que era la copia fiel de las religiosas que se pasan adorando a Dios toda su vida sin que Dios se acuerde de ellas para nada.
Después "La Nación", "La Nación Argentina", que así se llamaba, entró en deliquio, se derritió, casi se fundió como empresa; y de evangelio que era, para salvarse tuvo que convertirse en asunto de Bolsa. Se ideó un capital por acciones, se inventó accionistas, se supuso que algunos pagaron sus acciones y se cobró su cuota a los inocentes.
Al poco tiempo las acciones valían lo que valen las de las minas de Amambay y Maracayú; cualquiera las podía regalar a cualquiera.
Esta catástrofe se atribuyó sin duda a que el título del diario era muy largo, pues poco tiempo después vimos perder a ese título más de la mitad.
"La Nación Argentina" se quedó en "Nación" sola.
Por estas épocas el partido mitrista estaba en derrota y sus afiliados se ocupaban de dos cosas:
lº Leer "La Nación" era cosa de conciencia.
2º Tramar revoluciones.
No hablamos de una tercera ocupación, la de salir mal en todas las empresas, porque eso no era un principio sino una consecuencia.
"La Nación" progresaba, se vendía como se vende la biblia en Inglaterra, y le sucedía lo que le sucede a la misma biblia: nadie la entendía.
Pero eso no importaba.
Un mitrista, por aquellos días, no almorzaba antes de leer "La Nación", como los curas que no almuerzan antes de decir misa.
Una vez leída "La Nación", ya estaban listos para todo, briosos y contentos; El sastre les podía tomar medida, para hacerles ropa, podían hacerse cortar el pelo; se resolvían a pasar por la casa de sus novias, y se hallaban, en fin, en actitud de emprender las más grandes conquistas y de discutir amplia e inútilmente todos los problemas sociales.
¿Ha leído Ud. "La Nación? se preguntaban unos a otros en la calle.
Una mirada terrible era la sola contestación, una mirada que quería decir: ¿Acaso no soy hombre?
El hecho es que en aquella época, el partido mitrista era una religión con todos sus atributos, y cada mitrista un devoto fanático, intransigente, apasionado y sincero. Creer en Mitre era creer en Dios.
No importaba que Mitre perdiera todas las elecciones, fuera vencido en todas las cuestiones y se alejara cada día más del Poder público; él era Dios, quien como se sabe puede mandar epidemias, hambres, terremotos, inundaciones y temblores sin que a nadie se le ocurra negar que Dios es bueno, justo y misericordioso.
No eran los suscriptores quienes sostenían "La Nación"; era la fe, la creencia en un Mitre supremo creador y orador de todas las cosas, aunque todas le salieran mal.
Esta idolatría ha continuado; la religión de Mitre ha perdido, es cierto, la mayor parte de sus adeptos, pero todavía cuenta numerosos y arrumbados sus creyentes que sostienen el culto y se desayunan con "La Nación".
¿Cuál ha sido entre tanto el papel de ese gran diario en la política del país?
El mismo que el de su actual propietario.
Sirvió un tiempo para mucho; hoy no sirve sino para anular a sus allegados.
Nadie ha hecho carrera al lado de "Mitre"; sus prohombres han tenido el triste privilegio de hundirse y de envejecerse estérilmente.
Ahí continúan atados a una tradición hombres de verdadero talento, que no se atreven siquiera a hacer lo que les manda su conciencia y lo que les dicta su convicción.
Pero están sanos y contentos, y se encuentran compensados con estar sentados a la diestra de Dios padre todopoderoso, mientras la República marcha con una velocidad vertiginosa.
Lo mismo ha sucedido con los colaboradores de La Nación.
El que entró allí de cajista, se ha muerto de cajista; el que entró de noticiero, de cronista o de receptor de avisos, siguió, si no se murió o se fue, de noticiero, de cronista o de receptor de avisos por los siglos de los siglos.
Amen.
Los redactores se han aburrido de esperar el santo advenimiento, y se han esterilizado por docenas.
En aquella casa no hay porvenir, y en su puerta, mejor que en la del infierno, podía escribirse:
¿La razón de esto? Muy sencilla. Dios es uno, y nadie puede ocupar su sitio.
De modo que Mitre y La Nación han sido los aniquiladores de todas las grandes fuerzas que los han sostenido.
No hay un sólo creyente en Don Bartolo que pueda decir con verdad: él me ha elevado.
¿Procede así el General por egoísmo, por maldad, por envidia o por alguna pasión pequeña?
No por cierto. Ignora solamente las ambiciones y las necesidades de los que lo rodean.
Es capaz de tener un solo caballo para hacer una jornada, y olvidarse de darle de comer.
Por eso lo que ha faltado en el desenvolvimiento de los propósitos de su política, ha sido la previsión y la eficacia.
¿Y puede ser jefe perpetuo de un partido el que olvida así las más vitales exigencias de sus adeptos?
Desde los primeros días del gobierno de Sarmiento[2], "La Nación" abrió campaña contra él, y la campaña más o menos violenta ha continuado contra todos los gobiernos, manteniendo alejados de la vida pública, por falta de habilidad, a un grupo de hombres tan numerosos y tan importante como no lo hubo jamás en el país.
Ahora acaba La Nación de dar otra prueba de su falta de tino práctico. "La Nación" pudo comprender que los miembros de su partido, principalmente los jóvenes, se hallaban cansados de una abstención declamatoria sin horizontes.
Se iniciaba la lucha electoral. Tres candidatos se presentaron.
Los amigos de don Bartolo, antes de tomar el camino que a cada uno conviniera, le pidieron su dictamen.
"La Nación" no tuvo una palabra de aliento para esos hombres que podían usar de sus derechos políticos. No se trataba de inventar -no había más que elegir- así venían los hechos.
"La Nación" continuó muda o indescifrable.
Consecuencia: el partido se deshizo: unos fueron con Juárez, otros con Irigoyen, otros con Rocha.
Algunos se quedaron con Mitre para morir políticamente con él, privando al país de contingente tan valioso como el de Eduardo Costa, Elizalde, Ocanto y otros hombres que a fuerza de abstenerse van quedando como incrustaciones de esa piedra inmóvil que se llama mitrismo.
"La Nación" se apercibe entonces de que la quietud y la oposición estéril no es bastante alimento para los pocos adeptos que le quedan.
¿Qué hace entonces?
Inventa a Gorostiaga, busca a los clericales, reúne sus viejos satélites, y en un sólo acto reniega de sus principios liberales, alienta a los ultramontanos y continúa la eterna paralización bajo el epígrafe de "candidatura Gorostiaga", cosa que ni el mismo candidato cree.
La razón de la impotencia de "La Nación" es su falta de tino práctico; su manía de ir contra los hechos, su vanidoso amor por las fórmulas vacías, sus utopías cambiantes, sus principios de ocasión que cambian con el viento del día, su imprevisión, en una palabra: Sí, su imprevisión.
Esta palabra debería figurar en la casa, en el templo, quisimos decir, de "La Nación", como un epitafio.
Don Bartolo es la víctima.
No ha previsto que los partidos para vivir necesitan renovar su oleaje.
No ha previsto que los jóvenes iban a ser hombres, y que los hombres iban a ser viejos.
No ha previsto ni las revoluciones que ha hecho su partido.
Un buen día se le presentaban unos cuantos, y le decían con el mayor respeto:
-Señor, venimos a rogaros que aceptéis la imposición que os hacemos de poneros al frente de una revolución que acabamos de fraguar.
-Pero hombre -contestaba-, si yo acabo de decir que el peor de los gobiernos es mejor que la mejor de las revoluciones.
-No importa -le objetaban- esas son frases, la revolución os espera.
Y allá iba don Bartolo a la Colonia, al Tuyú y a la Verde, seguido de nuestro buen amigo Elizalde con una tremenda espada!
Otro día, en lo mejor de la actitud de protesta y después de haber vapuleado de lo lindo a Tejedor, le dicen:
Señor, es necesario sostener a Buenos Aires y a Tejedor contra el gobierno nacional.
Pero si Tejedor es localista, y la bandera de nuestro partido es nacionalista.
No importa, le contestaban; esas son frases.
Y allá va D. Bartolo a construir zanjas y trincheras que el único daño que hicieron al enemigo fue servir de sepultura al honorable señor D. Víctor Belaustegui.
"La Nación" sería un diario de verdadera importancia si tuviera principios, lógica, consecuencia, previsión y amor bien entendido por su partido.
Así como está, solo es una empresa comercial en la que Balbín hace de las suyas, Morel reforma su gramática y los cajistas, noticieros y cronistas ven pasar los años envejeciéndose en el santo temor de Dios.
("Fígaro", octubre 28 de 1885)
Referencias
[editar]- ↑ Se refiere a Bartolomé Mitre
- ↑ Domingo Faustino Sarmiento