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¡Piedad!

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¡PIEDAD!


Fué una noche tranquila. ¿La recuerdas, amado?
Ibamos silenciosos: caminaba a tu lado,
Tu brazo sobre el mío. Mi cabeza caía
Bajo no sé qué peso de la melancolía.


Y luego entre tus manos doblóse mi cabeza,
Y tus ojos extraños velados de tibieza
Me buscaron ¿recuerdas? el alma me buscaron
Y sobre mis pupilas temblando la encontraron.


Oh, qué frío, qué frio me invadió! Qué tortura!
Tus ojos tristes, grandes, tenían mordedura
Cargada de silencios; amor, deseo, anhelo;
Pedían, encerraban, valian todo el cielo.


Y el alma tuvo una sensación de ser hueca,
El alma fué una hoja que al fuego se reseca
Y prendida a la comba de tus ojos azules
Voló como si fuera copo níveo de tules.


Voló mientras se hinchaban las arterias de mieles
Y a mis plantas florían capullos de claveles
Y buscando mis manos, temblorosa, insegura,
Poníame sus grillos de oro, la Dulzura.


Una dulzura mía, tan vaga y dolorosa
Que parece el quejido de una pálida rosa,
Que parece una guzla cuya cuerda se hiciera
De corazones muertos en plena primavera.


Pero que es todo mieles ese dolor, que es todo
Un beso a las estrellas, un inefable modo
De clavarse en los ojos una embrujada espina
Que al doblar las visiones destruye la retina.


No me mires así, no me mires, amado...
Me muero de dulzura bajo el brillo dorado
De las pepitas de oro que tienes en los ojos,
Prefiero que me mires con fingidos enojos.


No me mires así, no me mires, te ruego,
Se tuerce de tal modo tu sentir en mi fuego
Que yo me desvanezco, como si destapara
Un frasco de perfumes bajo la luna clara.


Porque si un día y otro te apoderas de mí,
Si siempre que me miras me torturas así,
No extrañes que en tus brazos, alguna noche, amado,
Me duerma para siempre como un pájaro helado.