¡Sangre! ¡Sangre!
¡Sangre! ¡Sangre!
El súbdito frances D. Juan Pedro Varangot, vivia con su familia en la calle de Chacabuco. Esta víctima del puñal de la mas-horca, animado por un sentimiento de noble generosidad y grandeza de alma, solia visitar con frecuencia á varios ciudadanos á quienes Rosas hacia sufrir todo género de torturas en la prision denominada la Cuna; y alli por consiguiente les participaba noticias de sus familias, siendo conductor de sumas de dinero que estos mandaban para subvenir á sus necesidades.
Uno de los presos en la cuna, persona de mucha respetabilidad, y cuyo nombre es muy conocido en nuestro pais, le habia dicho á Varangot varias veces, que por él no espusiera su vida, que estaba demasiado persuadido de los sentimientos humanitarios que lo distinguian, y que mirára que tenia familia, á la cual era muy factible le sucediese algo, si sospechaban que él mantenia relaciones con los llamados unitarios.
Pero este señor cuyo celo y amor por servir á sus amigos, y aun á aquellos que le eran desconocidos era proverbial, no tenia fundamento para creer atentasen contra una vida que se habia consagrado á hacer bien y socorrer á los necesitados. Por otra parte, su calidad de estrargero lo garantia, segun él lo creia, contra toda tentativa de violencia hacia su persona y familia.
Muchos estrangeros residentes en Buenos Aires, en la epoca aciaga de los degüellos, habian simpatizado con la causa de la libertad bajo cuya bandera combatia dignamente el General D. Juan Lavalle.
Esta conducta tan noble como patriótica, trajo sobre ellos el ódio del Tirano, y los puñales de sus asalariados asesinos fueron á embotarse mas de una vez en el corazon de esos ilustres estrangeros, en los que se contaban á Tiola y varios otros sacrificados barbaramente por el defensor del continente americano.
Era el 9 de Octubre de 1840. Ese dia el Sr. Varangot acompañado de su esposa había salido á dar un paseo, y cerca de la oración regresaba para su casa, muy ageno de lo que momentos despues le iba á pasar. La señora traia en la mano un magnífico ramillete de flores, y venia consultando con su esposo repetir el paseo al dia siguiente, cosa que al Sr Varangot le complacia sobre manera. Era exelente esposo y buen padre, como tambien leal y generoso amigo.
En la boca-calle antes de llegar á su casa, se hallaban apostados varios individuos emponchados y con las caras cubiertas, notándose entre ellos á Ciriaco Cuitiño, que era el gefe principal de los bandidos. Cuatro asesinos vinieron siguiendo á la conyugal pareja, y en los fondos de la casa permanecieron en acecho los demas salteadores.
Llega Varangot á la puerta de su casa, abre, y tras él y su señora entra la mashorca, y lo primero que hace es apoderarse de Varangot, atarlo y conducirlo á las piezas interiores. A la señora tambien la ataron y la encerraron en un cuarto sin luz, amenazándola con la muerte si proferia la menor palabra. No pudo menos esta infeliz que accidentarse, pero ni esta circunstancia ni las lágrimas de la familia fueron suficientes para ablandar esos duros é insaciables corazones de caribes. Creo que ni en los Hotentotes, Cafres ni Antropófagos, se podrian encontrar hombres tan malvados como aquellos facinerosos. Dejemos á la señora encerrada en el cuarto, separada de su esposo é hijos, y véamos la escéna que tenia lugar en el interior de la casa.
Cuitiño con una mirada imponente contemplaba al desgraciado Varangot, que bañados sus ojos de lágrimas, preveia el desgraciado fin que le esperaba, y se acordó de las palabras que su amigo el preso le había dicho dias antes; pero ya era tarde.
—Dónde está el dinero, gringo salvage; dijo el monstruo Cuitiño al desgraciado Varangot.
—Desáteme señor, y le entregaré todo el que poseo, no reservando ni las alhajas de mi esposa.
—Nada de eso: asi atado diganos el paraje, que hemos de dar con él. Estos gringos suelen esconder las onzas y patacones hasta en las letrinas.
—Creo que en esa cómoda hay algunos billetes que he cambiado en el banco; dijo Varangot, señalando al mismo tiempo una que estaba en la habitación en que se hallaban los asesinos.
Inmediatamente se lanzó Bernardino Cabrera y sus compañeros, y estrajeron cuanto hallaron al paso, revolviendo como hurones todos los departamentos de la casa. Robaron todas las alhajas y objetos de ropa, no dejando ni las parrillas que uno de los soldados encontró en la cocina.
Varangot permanecia atado, y de vez en cuando llegaban hasta él, los ayes lastimeros que el dolor de las ataduras arrancaban á su señora.
El por su parte no sufria menos; pero creia que el cuadro que se ofrecia á su vista no era mas sino un robo con violencia, y esperaba que la justicia de su patria adoptiva investigase y castigase á los perpetradores.
Desgraciado Varangot! La justicia ó por mejor decir, Rosas que la pisoteaba, y solo la invocaba para escarmiento, era precimente el que ordenaba su muerte. Desde que se le confirió la suma del poder público en 1835, ya la justicia perdió su fuerza, y la razon el derecho.
Concluido el saqueo, salieron los asesinos llevándose á Varangot, llenándolo de improperios y apostrofándolo con las palabras de: gringo salvage unitario.
La esposa de este desgraciado, habia recobrado el sentido y lloraba amargamente pidiendo le dieran á su esposo, al padre de sus hijos. Creia como él, que todo no era sinó un robo, no figurándose que dos horas despues vestiria el luto del dolor.
Solo Dios sabe las reflexiones á que se entregaria esa desgraciada señora, á quien no le habian dejado en su casa ni una silla en que sentarse.
Dos cuadras antes de llegar al cuartel, Cuitiño qeu iba detrás de los asesinos, apresuró el paso, y llegando donde iba Varangot, le dijo:
—Me dá Vd. cien mil pesos y lo dejo libre.
—Pero señor; que he hecho para que se me trate asi, y luego se me exija esa enorme cantidad por mi libertad; cuando no he dado el menor motivo para que se me conduzca atado como un malhechor? Repare Vd. que mi señora queda encerrada y atada, necesitando probablemente de mi ayuda para qué vuelva en sí. ¡Oh señor, esto es terrible! compadézcase Vd. de un pobre estrangero que no se mezcla en mas negocios que buscar un pan para su familia.
—Nadie se muere por otro. Me da Vd. el dinero ó no?
—Le daré á Vd. lo que tengo.
—Y á cuanto asciende la suma?
—No lo se; Vd. tome esta cartera y guárdese el contenido.
Cuitiño, lijero como un lince, se echó al bolsillo la cartera, y luego esclamó: "adelante."
Un instante mas corto que el tiempo que ha sido preciso para narrar el diálogo fué lo suficiente para que llegasen al lugar del suplicio. [1]
Un soldado que estaba en la puerta de la famosa oficina del célebre gefe de los bandidos, recibió la órden de este para que se retirase y se pusiese por la parte de afuera á esperar órdenes.
—Donde ha quedado Santos Perez, señor Cabrera?
—Ahí en el cuerpo de Guardia, señor.
—Que venga inmediatamente.
Al instante se presentó el individuo, cuya mision era cortar cabeza, y cuadrándose delante de su gefe esclamó:
—A la órden de V. S.
—Ese hombre que esta ahí, y señaló á Varangot, degüellelo y en seguida lo lleva al hueco de la Concepcion, arroja al aire un cohete volador, y véngase al cuartel. Cuidado eh!
—Muy bien, señor, asi lo haré.
La noche, estaba tan oscura que apenas se distinguian los objetos mas voluminosos á un palmo de distancia, y como era necesario encender luz para efectuar el asesinato, Perez pidió su linterna y la puso debajo del poncho. Provisto de esta, y armado de una cuchilla de dascarnar, la contempló, y probándola en su callosa mano, esclamó: Está como para cortar un pelo.
En seguida salieron del cuerpo de Guardia y cruzaron un pequeño pasillo oscuro, luego pasaron al corralon y al llegar á los corredores que habia en este, el soldado que iba de acompañante tomó la linterna que le entregó Perez, mientras que él echaba á tierra á su víctima.
Varangot se sorprendió á la vista de semejante hombre, cuya mirada satánica, imprimia miedo, pero haciendo un esfuerzo sobrehumano, esclamó:
—Justo y misericordioso señor; piedad para un desgraciado. Tomen vdes. cuanto me ha quedado y déjenme libre para ir á mi casa. Les prometo embarcarme mañana sin falta, palabra de caballero.
—No hay piedad, repuso el degollador. Los despojos de la víctima pertenecen al verdugo, y acabando de decir esto lo agarró por la cintura y lo arrojó al suelo. El cómplice aplicó la luz al cuello de Varangot.... Un minuto despues cayó su cabeza bañada en sangre.
Entre los dos degolladores despojaron al desgraciado, y atándolo á la cola de un caballo, fué arrastrado por la calle y tirado en la plaza de la Concepcion.
- ↑ El cuartel de Cuitiño era verdaderamente un suplicio: alli se castigaba, se mataba y se cometian toda clase de escándalos.