Ética:27

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Ética de Jaime Balmes
Capítulo 26


Los tributos[editar]

207. No es posible gobernar un Estado sin los medios convenientes; de aquí nace la justicia de los tributos. La sociedad protege la vida y los intereses de los asociados; luego éstos deben contribuir en la proporción correspondiente para formar la suma necesaria a los medios de gobierno.

208. El modo de exigir los tributos está sujeto a trámites que varían según las leyes y costumbres de los diversos países; pero hay dos máximas de que no se puede nunca prescindir: Ya, que no es lícito exigir más de lo necesario para el buen gobierno del Estado; 2a, que la distribución de las cargas debe hacerse en la proporción dictada por la justicia y la equidad.

209. Que no se puede exigir más de lo necesario, es indudable. El poder público no es el dueño de las propiedades de los súbditos; cuando éstos le entregan una cierta cantidad, no le pagan una deuda como a dueño, sino que le proporcionan un auxilio para gobernar bien. Si el poder público exige más de lo necesario, merece a los ojos de la sana moral el mismo nombre que se aplica a los que usurpan la propiedad ajena. Este nombre es duro, pero es el propio; agravado más y más por la circunstancia de que quien atropella es el mismo que debiera proteger.

210. La equitativa distribución de las cargas es otra máxima fundamental. A más de que a esto obliga la misma fuerza de las cosas, so pena de que, agobiando igualmente al pobre que al rico, se destruyan los pequeños capitales y se vayan segando los manantiales de la riqueza pública, media en ello una poderosa razón de justicia Quien tiene más recibe en la protección un beneficio mayor; por lo mismo que su propiedad es mayor, ocupa en mayor escala la acción protectora del gobierno; y así está obligado a contribuir en mayor cantidad. Permítaseme aclarar la materia con un ejemplo sencillo. De dos propietarios, el uno no tiene más que pocas casas en una calle; el otro posee todo, el resto de ella: si se ha de poner un vigilante para la comodidad y seguridad de la calle, ¿quién duda que deberá contribuir en mayor cantidad el que la posee casi toda?

211. Otra máxima fundamental hay en la materia, y que se extiende no sólo a la recaudación e inversión de los tributos, sino también a todo lo concerniente a la gobernación del Estado, cual es, que el poder público no debe ser considerado nunca como un verdadero dueño, ni de los caudales ni de los empleos públicos, sino como un administrador que no puede disponer de nada a su voluntad, sino que debe proceder siempre por razones de utilidad pública, reguladas por la sana moral. Los caudales públicos sólo pueden invertirse en bien del público; los mismos sueldos que se dan a los empleados, no son otra cosa que medios de sostener con decoro las ruedas de la administración. Los empleos no pueden proveerse por otros motivos que los de utilidad pública; quien se aparta de esta regla, dispone de lo que no es suyo: es un verdadero defraudador. Los destinos no deben crearse ni conservarse para ocupar a las personas; por el contrario, la ocupación de éstas no tiene más objeto que el desempeño del destino: cuando los empleos son para los hombres, y no los hombres para los empleos, se invierte el orden, se comete una injusticia; se gastan los caudales de los pueblos, y el acto no es menos inmoral porque se haga en mayor escala, por lo mismo será más grave la responsabilidad.

212. Estos son los verdaderos principios de razón, de moral, de justicia, de conveniencia, aplicados al gobierno del Estado. ¡Qué importa el que la miseria y la maldad de los hombres os hayan desconocido con frecuencia! No cesemos por esto de proclamarlos; inculquémoslos una y otra vez: grábense profundamente en la conciencia pública, cuyo poder es siempre grande para evitar males. Cuando haya mucha corrupción, pensemos que sin el freno de la conciencia pública, sería infinitamente mayor; y, así como las miserias y las iniquidades individuales no impiden el que se proclame la moral como regla de la vida privada, las injusticias y los escándalos no deben nunca desalentar para que dejen de proclamarse la moral y la justicia como reglas de la conducta pública. La sinrazón, la injusticia, la inmoralidad, nunca prescriben; nunca adquieren un establecimiento definitivo, siempre tiemblan; y cejan o no avanzan tanto en su carrera, cuando oyen las protestas de la razón, de la justicia y de la moral.