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Ética:28

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Penas y premios

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213. El orden del universo debe tener medios de ejecución y garantías de duración. El maquinista toma sus precauciones para que su máquina ejerza del modo conveniente las funciones que él se ha propuesto; y, en general, quien desea llegar a un fin, emplea los medios aptos para conseguirlo. En los seres destituidos de libertad, el orden se realiza y mantiene por leyes necesarias; mas éstas no son aplicables cuando se trata de agentes libres. Por lo que es preciso que haya un suplemento de esta necesidad; un medio que, respetando la libertad del agente, garantice la ejecución y conservación del orden. Si así no fuera, el mundo de las inteligencias resultaría de inferior condición al universo corpóreo. Este medio, esta garantía de la ejecución y conservación del orden moral, es la influencia moral por el temor o la esperanza: la pena o el premio.

214. Dios ha prescripto a las criaturas el orden que deben observar en su conducta; ellas, en fuerza de su libertad, pueden no ejecutar lo que les está mandado; si suponemos que no hay premio ni pena, la realización y la conservación del orden establecido se halla completamente en manos de la criatura; y el Criador se encuentra, por decirlo así, desarmado, en presencia de un ser libre que le dice: "no quiero". Esto manifiesta !a profunda razón en que estriba la doctrina del premio y del castigo: con estos dos resortes, la voluntad queda libre, pero no sin restricción; para evitar el que diga: "no quiero", se la halaga con la esperanza del premio, y se la intimida con la amenaza del castigo; y, si ni aun con esto se consigue el impedirlo, y la criatura insiste en decir: "no quiero", el orden que no se ha podido conservar en la esfera de la libertad, se restablece en la de la necesidad; la pena impuesta al culpable es una compensación del desorden; es una satisfacción tributada al orden moral.

215. La pena es un mal aflictivo aplicado al culpable a consecuencia de su culpa. Sus objetos son los siguientes:

  1. Amenazada, es un preventivo de la falta; y, por consiguiente, un medio de realización y conservación del orden moral.
  2. Aplicada, es una reparación del desorden moral y, por tanto, un medio de restablecer el equilibrio perdido.
  3. Una prevención contra ulteriores faltas en el culpable, y una lección para los que presencien el castigo.

De aquí resulta que la pena tiene los caracteres de sanción, expiación, corrección y escarmiento. Sanción, en cuanto afianza la ley garantizando su observancia. Expiación, en cuanto es una reparación del desorden moral. Corrección, en cuanto se encamina a la enmienda del culpable. Escarmiento, en cuanto detiene a los que la ven aplicada a otros.

216. El carácter de corrección se halla en toda pena que no sea la última. Así, en la sociedad, la multa, la prisión, la exposición, el destierro, el presidio, son correccionales; pero la de muerte no lo es; no se encamina a corregir al culpable, pues que acaba con él.

217. El único carácter esencial a toda pena aplicada, es el de expiación; porque, si suponemos una sola criatura en el mundo, y ésta peca, y por el pecado se le aplica una pena final, no habrá objeto de corrección para el castigado, ni tampoco de escarmiento, por no haber otros que puedan escarmentar.

218. Tocante al carácter preventivo, lo que la hace sanción de la ley, tampoco es absolutamente necesario. Por lo mismo que existe la obligación moral, el que falte a ella con el debido conocimiento, se hace responsable y se somete a las consecuencias de su responsabilidad; por manera que, si suponemos que el delincuente, advirtiendo perfectamente toda la fealdad de la acción que comete, ignora la pena señalada, no dejará de ser penable, a no ser que la pena esté únicamente impuesta para el caso de ser conocida y arrostrada.

219. Infiérase de esta doctrina que el mirar las penas únicamente como medios correccionales, es desconocer su naturaleza. La pena tiene otros objetos fuera del bien del culpable; a veces atiende a dicho bien, a veces prescinde de él, y se dirige únicamente a la expiación y escarmiento. La doctrina que atribuye a las penas el solo carácter de corrección, es una consecuencia del sistema utilitario: según éste, el bien moral es lo útil con respecto al mismo que lo ejecuta; el mal, lo dañoso; así la reparación, o la pena, no debe ser otra cosa que una especie de lección para que el culpable conozca mejor su utilidad, y un medio para que la busque.

Con semejante doctrina, se ennoblecen todas las penas, no hay ninguna vergonzosa: el criminal castigado no es más que un infeliz que erró un cálculo, y a quien se enseña a calcular mejor. En tal supuesto, no puede haber ninguna pena final, ni aun en lo humano; y habría mucha inconsecuencia, si no se condenase la pena de muerte.

220. La doctrina que quita a las penas el carácter de expiación, y les deja únicamente el de corrección, parece a primera vista muy humana: ¿qué cosa más filantrópica que atender tan sólo al bien del mismo culpable? Sin embargo, examinándola a fondo, se la encuentra inmoral, subversiva de las ideas de justicia, contraria a los sentimientos del corazón, y altamente cruel.

221. Si la pena no tiene otro objeto que la corrección del culpable, se sigue que el orden moral no exige ninguna reparación, sean cuales fuesen las infracciones que padezca; esto equivale a decir que no hay moralidad, que semejante idea es del todo vacía. El equilibrio de la naturaleza tiene sus medios de conservación y restablecimiento; ¿y se pretenderá que de ellos carezca el mundo moral? Dios quiere el bien moral; la criatura, en fuerza de su libertad, no lo quiere: ¿prevalecerá la voluntad de la criatura contra la del Criador, no sólo en la consumación del acto malo, sino también en todas sus consecuencias, quedando Dios sin medio alguno para restablecer el equilibrio moral y el orden destruido?

222. Otra consecuencia se sigue de esta doctrina, y es, que la pena debiera ser tanto menos aplicable, cuanto menos esperanza hubiese de enmienda; por manera que, si suponemos una voluntad tan firme, que, una vez decidida por el mal, fuese muy difícil apartarla de él, la pena casi no tendría objeto; y, si hubiese certeza de que no se apartaría del mal, la pena no debiera aplicarse. ¿A qué la corrección, cuando no hay esperanza de enmienda? Esta doctrina es horrible, porque, en vez de aumentar la pena en proporción de la maldad, la disminuye; y al extremo del crimen, a la obstinación en cometerle, le otorga el privilegio de la inmunidad de todo castigo. Véase, pues, con cuánta verdad he dicho que la pretendida dulzura de la corrección era profundamente inmoral: no es nuevo que se cubran con el manto de la filantropía las apologías del crimen.

223. El culpable castigado por pura corrección no está bajo la mano de la justicia, sino de la medicina: ¿con qué derecho se cura, si él no quiere? He aquí el diálogo entre el penado y el juez:

-Has cometido un delito, y se te aplican seis años de prisión.

-¿Con qué objeto? -Para que te corrijas.

-¿Conque se trata solamente de mi bien?

-No de otra cosa.

-Pues entonces, yo renuncio a este favor.

-No se admite la renuncia.

-¿Por qué? ¿no se trata de mi bien? Pues, si yo no lo quiero, ¿con qué razón se me obliga a aceptar el bien de estar encerrado?

-Es preciso que la ley se cumpla.

-De esta precisión me quejo, y digo que es injusta. Se me quieren hacer favores, y a la fuerza se me obliga a aceptarlos.

Si el juez no apela a las ideas de escarmiento para los demás, ya que no quiera hablar de expiación, es necesario confesar que no puede responder a las objeciones del delincuente; pero, si habla de algo que no sea pura corrección, apártase de teoría, y entra en terreno común.

224. Si se admitiera semejante error, se trastornaría el lenguaje. No se podría decir: "el culpable merece tal pena"; sino: "al culpable le conviene tal pena". Merecer es ser digno de una cosa; y, en tratándose de castigo, envuelve la idea de expiación. Faltando ésta, falta el merecimiento, la idea moral de la pena; y así resulta una simple medida de utilidad, no un efecto de la justicia.

¿Quién no ve que esto subvierte todas las ideas que rigen en el mundo moral y social, destruyendo por su base todos los principios en que estriba la autoridad de la justicia al imponer una pena?

225. La infracción del orden moral excita un sentimiento de animadversión contra el culpable. ¿Quién no lo experimenta al ver un acto de injusticia, de perfidia, de ingratitud, de crueldad? En aquel sentimiento instantáneo, ¿hay, por ventura, algún interés por el culpable? No: por el contrario, dirige la indignación contra él. Se dirá tal vez que esto es espíritu de venganza; pero adviértase que con harta frecuencia el sentimiento de indignación es del todo desinteresado, pues que el acto que nos indigna no se refiere a nosotros ni a nada nuestro; en cuyo caso será trastornar el sentido de las palabras el aplicarle el nombre de venganza. Se replicará, tal vez, que nos interesamos también por los desconocidos, y que por esto se nos excita el sentimiento de venganza cuando vemos un mal comportamiento con otro cualquiera; pero, aun dando a la palabra una acepción tan lata, no se resuelve la dificultad; pues que una acción infame o vergonzosa, aunque no se refiera a otro, por ser puramente individual, también nos inspira el sentimiento de animadversión contra quien la comete.

226. Además, aquí se omite el atender al objeto del sentimiento de ira, considerado en sus relaciones morales, lo que da a la cuestión un aspecto nuevo. La palabra venganza, en su acepción común, expresa una idea mala, porque significa el deseo de reparar una ofensa de un modo indebido. Pero, si miramos la ira como un sentimiento del alma que se levanta contra lo malo, la ira tiene un objeto bueno, y puede ser buena; y, si la venganza no significase más que una reparación justa y por los medios debidos, no expresaría ninguna idea viciosa. Esto es tanta verdad, que la idea de vengar se aplica a Dios; y él mismo se atribuye este derecho. Las leyes humanas también vengan; y así decimos: "está satisfecha la vindicta pública; con el castigo del culpable la sociedad ha quedado vengada". En este sentimiento del corazón, que con harta frecuencia acarrea desastres, encontramos, pues, un instinto de justicia; lo cual es una nueva prueba de que el mal, aplicado al culpable como pena, no tiene sólo el carácter de corrección, sino también, y principalmente, el de expiación. Quien infringe el orden moral, merece sufrir: cuando el corazón se subleva instintivamente contra una acción mala obedece al impulso de la naturaleza, bien que luego la razón añade: que la aplicación de la pena merecida no corresponde al particular, sino a la autoridad humana y a Dios. El instinto natural nos indica el merecimiento del castigo; la ley nos impide aplicarle; porque no puede concederse este derecho a los particulares, sin que la sociedad caiga en el más completo desorden, y sin dar margen a muchas injusticias.

227. La crueldad es otro de los caracteres de la doctrina que estamos combatiendo. Hagámoslo sentir, pues que ésta es excelente prueba en semejantes casos. Un infame abusa de la confianza de un amigo; le hace traición; se conjura contra él; le roba, y por complemento le asesina. El criminal cae bajo la mano de la justicia. Al aplicarle la pena, la ley mira a la víctima del crimen, mira a la sociedad ultrajada, mira a la amistad vendida, mira a la humanidad sacrificada: con la ley está el corazón de todos los hombres; todos exclaman: "¡Qué infamia! ¡qué perfidia! ¡qué crueldad! Desventurado, ¿quién le dijera que había de morir a manos del mismo a quien daba continuas muestras de fidelidad y de amor? Caiga sobre la cabeza del culpable la espada de la ley; si esto no se hace, no hay justicia, no hay humanidad sobre la tierra". En esta explosión de sentimientos, el filósofo de la "pura corrección" no ve más que necedades. No se trata de vengar a la victima, ni a la sociedad; lo que se debe procurar es la enmienda del culpable; aplicarle, sí, una corrección; pero el límite de ella ha de ser la esperanza de la enmienda. Sin esto, la pena sería inútil, sería cruel... Bueno sería aconsejar al filósofo que semejante discurso lo tuviese en monólogo, y que no lo oyese nadie; pues, de lo contrario, sería posible que las gentes le aplicasen a él un correctivo de sus teorías, sin esperar intervención del juez.

228. He aquí a lo que se reduce la pretendida filantropía: una crueldad refinada, a una injusticia que indigna. Se piensa en el bien del culpable, y se olvida su delito; se favorece al criminal, y se posterga a la victima. La moral, la justicia, la amistad, la humanidad, no merecen reparación; todos los cuidados es preciso concentrarlos sobre el criminal, tratándole como a un enfermo a quien se obliga a tomar una medicina repugnante o a quien se hace una operación dolorosa. Para la moral, la justicia, la víctima, para todo lo más sagrado e interesante que hay sobre la tierra, sólo olvido; Para el crimen, para lo más repugnante que imaginarse pueda, sólo compasión. Contra semejante doctrina protesta la razón, protesta la moral, protesta el corazón, protesta el sentido común, protestan las leyes y costumbres de todos los pueblos, protestan en masa el género humano. Jamás se han dejado de mirar los castigos como expiaciones; jamás se ha considerado la pena como simple medio de corrección; jamás se ha limitado a la mejora del culpable, prescindiendo de la reparación debida a la justicia.

229. El carácter expiatorio de la pena es conforme a las costumbres religiosas de todos los pueblos, quienes han creído siempre que, para aplacar a la divinidad, era preciso ofrecer una mortificación del culpable o de algo que le represente. De aquí la efusión de sangre en los sacrificios; de aquí la consumación de las víctimas por el fuego; de aquí las penas voluntarias que se han impuesto los individuos y los pueblos, cuando han querido desarmar la cólera divina. Los culpables vengaban en sí propios la culpa para prevenir la venganza del cielo. ¡Tan profundamente grabada tenían en su espíritu la idea de la necesidad de reparación, y de restablecer el equilibrio moral con el castigo de los contraventores!

230. En este caso, como en todos los demás, se hallan en pro de la verdad, la razón, el sentido común, los sentimientos, las costumbres, la conciencia del género humano, la legislación, las tradiciones primitivas; la verdad, que es la realidad, se halla en armonía con las otras realidades; el error, que es la ficción humana choca con todo, y no puede descender al campo de los hechos sin desvanecerse como el humo.

231. Nótese bien que, al combatir la doctrina contraria, no me propongo sostener que las penas, no hayan de ser correccionales; por el contrario, afirmo que, en cuanto sea posible, no debe el legislador perder nunca de vista un objeto tan importante. El carácter expiatorio se realza y embellece cuando, a más de ser una justa reparación en el orden moral, es un medio para la enmienda del culpable: ¿qué más puede desear el legislador que reparar el desorden en sí mismo, y restituir al orden al que lo había infringido? Las leyes humanas deben proponerse este objeto, en cuanto sea compatible con la justicia; imitando en ello a la ley divina, la cual no castiga sino para mejorar, excepto el caso en que, llenada la medida, cierra el Juez supremo los tesoros de su misericordia y descarga sobre el culpable el formidable peso de la justicia.

232. La mayor parte de los desórdenes llevan consigo cierta pena en sus efectos naturales: la gula, la embriaguez, la destemplanza, la pereza, la ira, todos los vicios producen males físicos que pueden considerarse como otras tantas penas que al propio tiempo nos sirven de freno contra el desorden, y de paternal amonestación para que no nos apartemos del camino de la virtud. Dios ha establecido en nuestra misma organización un sistema penal de corrección, castigando el desorden con el dolor, y haciendo necesarias las privaciones para el restablecimiento del orden. El glotón satisface su apetito desordenado, pero sufre en consecuencia las molestias y dolores de la indigestión; siendo notable que la ley física de su restablecimiento es una privación: la dieta. En los demás vicios hallamos un orden semejante: la pena tras el delito, la privación del goce, para curar el mal físico; así las leyes mismas de la naturaleza nos ofrecen una serie de penas correccionales y expiatorias, manifestándose en esto la sabiduría que ha presidido al orden físico y moral, e indicando que es una sola mano la que lo arreglado todo, pues que, entre cosas tan diferentes, hallamos tal enlace, tal concierto y armonía.