A José Antonio de Lavalle
Mi muy amado colega:
Dos gratísimas horas he pasado con la lectura de su novela, y con toda franqueza voy á darle mi acaso desautorizada, pero muy sincera, opinión.
En La hija del contador, el argumento carece de novedad, y casi podría decir que es hasta manoseado. Un padre ó una madre que, engreídos con sus pergaminos, obstaculizan el matrimonio de un hijo, á quien la mocedad y el inherente calorcillo de la sangre traen encalabrinado por una chica que no luce otras dotes que las de virtud y hermosura, pero cuyo primer sueño no fué arrullado en cuna dorada, son tipos que abundan en el teatro de Lope y de Calderón. Que la muchacha vaya á pudrirse en un claustro y el galancete á correr cortes, era cosa corriente y hasta lógica. Un padre como su merced el Contador, es, sobre poco mas ó menos, carácter idéntico al del Rico-home de Alcalá. Que el mancebo llegue para impedir la profesión, minuto y medio más tarde, es recurso de cajón en el teatro y en la novela. Siempre trop tard como acontecía en la opereta. Convengamos, pues, en que el argumento es trivial, y en que tampoco hay episodios románticos, pues ni el escribano don Estado, con su carta noticiera, deja de ser pura prosa.
Pero esa misma trivialidad de argumento es, para mí, uno de los grandes méritos de la obrita. No es más gordo el hilo de que se ha servido Pedro Antonio de Alarcón para tejer su Sombrero de tres picos 6 Historia de los amores de la Molinera y el Corregidor^ la más linda novela de contemporáneo autor que ha caí- do bajo mis lentes. Son los detalles, y no el fondo, lo que en ella me cautiva, é idéntica impresión ha producido en mí La Hija del Contador.
Yo he conocido la. casa de don Melchor Orozco en cada calle de Lima, hasta 1845; he bebido agua de la tinajera; de un cocazo rompí el cristal del farol, remendándose la avería con medio pliego de papel San Lorenzo; me he acercado a las jaulas de caña, para dar alpiste y maíz molido á la cuculí^ y capulíes silvestres al piche; á pesar de que á mujer bigotuda de lejos se saluda, he proporcionado más de un sofocón á la vieja Tomasa, obligándola á ponerse parches de papa en las sienes, sujetándolos con el vendón ó pañuelo de cuadros blancos y negros: he conocido á Lucía rebozada en el paño de Lambayeque: y mis primeros palotes los hice á presencia del Santocristo de talla que había sobre la mesa del cuarto de estudio de don Melchor, engulléndome medio bizcochuelo que sobrara del matinal chocolate. ¡ Cuántas veces repasé mi lección de catecismo del padre Astete, sentado en una de las dos sillctitas de paja vecinas á la ventana de la sala! ¿Qué limeño que barbee, como nosotros, con medio siglo de fecha, no se sentirá remozado, y más que eso, vuelto á los días infantiles, leyendo la descripción tan viva, tan animada, que la pluma de usted nos hace de la casa y costumbres del viejo jubilado del Tribunal de Cuentas? Para mí el cuadro es de exactitud fotográfica: no ha dejado usted olvidado en el fondo del tintero el menor detalle... ¡Ah!... sí... falta el fanal de la sala. Necesito ese fanal, y poco, muy poco le costaría á usted complacerme.
De tapadillo, como se dice, aüsbé una noche la tertulia del Regente; recuerdo los azulejos del salón; los sillones de cuero de Córdoba tachonados de clavos de bronce; que allí el piso no era de gastados, pero muy limpios ladrillos, como en la casa del honrado don Melchor, sino de rica alfombra del Cuzco; todo, en fin, como usted con magistral ligereza lo describe. Pero también recuerdo que en la mesa de revesino vi una bujía de cera color rosa, cubierta por ima guardabrisa de cristal. ¿No la vio usted? Pues véala, amigo, véala.
Hay en el manuscrito de usted muchas páginas que me han quitado algunas canas. Son las que usted consagra á describir la Alameda vieja. ¡Quién la vio y quién la ve! Me parece que fué ayer, cuando retozando por ella con otros arrapiezos de mi edad, recogía las bolitas negras de que estaban cargados unos árboles que, en el Norte, llaman chorolques. Hoy la Alameda con sus estatuas y sus verjas, y su jardín y su fuente, será más artística, pero no más poética que la Alameda de nuestra infancia. Hoy es algo que hemos visto en Europa y en otros pueblos de América; pero no es típica, no es limeña. Hoy la Alameda no vale un pueho de cigarro. Es una Alameda con pretensiones de civilizada, y nada más. i Quién me diera espaciarme por la Alameda semisalvaje de esos días^ en los que era aforismo doméstico lo de marido^ vino y bretaña, de España!
Muy bien traída es por usted la antigua costumbre de hacer pasear tres días, por el mundo^ á las desventuradas doncellas destinadas á sepultarse en el claustro. Ogaño no se estila eso. Los monjíos se hacen de sopetón, y muy á Dios que te la depare feliz.
En una novelita de corto aliento nos ha puesto usted de relieve á nuestra Lima tan querida de los tiempos coloniales. No sea usted egoísta, y haga gozar á los demás de las bellezas con que yo acabo de engolosinarme. Publique usted su novela, que es muy digna de vivir en letras de molde.
No he querido acostarme sin borronear antes, muy á la ligera, mi juicio sobre La Hija del Contador, y felicitar á usted por el buen desempeño literario. Con pobre argumento, ha hecho usted un libro precioso por los detalles. Haga usted conocer á los limeños que viven, el Lima que conocimos los limeños de la generación que se va.
Buenas noches, my dear dearest friend.