A fuego lento: 07
Capítulo VII
[editar]Al día siguiente leía doña Tecla en La Tenaza la crónica de la fiesta, firmada por Ciro el Grande (a) Petronio. A todo el mundo, menos al doctor, adjetivaba hiperbólicamente, inclusa doña Tecla. «La amable y bondadosa misia Tecla.»
«Fue una fiesta brillante que dejará grato e imperecedero recuerdo en la memoria de cuantos tuvieron la dicha de asistir a ella. Se bailó, a los dulces sones de una orquesta deliciosa, hasta las cinco, en que la rosada aurora abrió con sus dedos de púrpura las puertas deslumbradoras del Oriente. Se repartieron con profusión dulces y helados, y a eso de las cuatro se sirvió un espléndido buffet (esto lo puso por recomendación del Presidente) que por lo desapacible del tiempo y lo avanzado de la hora en que las damas sólo deseaban el mullido lecho, volvió íntegro al Café Cosmopolita, cuyo magnífico repostero bien puede competir con los más afamados de París.» (Así solía pagar Petronio sus cuentas: con bombos).
Luego describía por lo menudo los trajes femeninos, trajes ilusorios, calcando su descripción en una crónica parisiense traducida y publicada en un viejo periódico de modas. Nadie llevó ninguno de los vestidos de que hablaba.
-«El mayor orden y compostura -siguió mascullando doña Tecla- reinaron entre los asistentes, que se retiraron altamente satisfechos, haciendo votos por la prosperidad del Círculo y por que se repitan a menudo tan encantadoras fiestas. ¡Viva Ganga!
Todas las madres de familia eran «matronas respetables»; todas las señoritas -aquellas enharinadas esculturas etruscas-, eran «bellas, seductoras, irresistibles». A don Olimpio le llamaba «bizarro»; a Garibaldi, «erudito y gentleman»; a Portocarrero, «popular y gracioso»; al Presidente, «ilustrado y correcto», y a la sociedad gangueña, «culta y distinguida».
Estaban en el patio, bajo un toldo. Don Olimpio, la expresión de cuya cara, de borracho y libertino, evocaba al pseudo Sócrates del Museo de Nápores, dormitaba en una mecedora, en mangas de camisa. El doctor apenas si puso atención a la trapajosa lectura de doña Tecla. Le interesaba más la mona con sus saltos y sus gestos.
-No cabe duda -meditaba-. El hombre viene del mono, e instintivamente miró a don Olimpio. No sólo tienen semejanza anatómica y fisiológica, sino también psíquica. ¿Qué diferencia existe entre esa mona que da brincos y hace muecas y Petronio y Garibaldi? El orangután asiático y el gorila africano están más cerca de ellos, sin duda, que de los demás cinopitecos. La conclusión de Hartmann y Haeckel, de que entre los monos antropoideos y el hombre hay un parentesco íntimo, nunca le pareció tan evidente a Baranda como ahora.
En estas reflexiones estaba, cuando llegaron Petronio y Garibaldi -los dos antropomorfos, como en aquel momento se le antojó llamarles mentalmente- que le habían invitado a dar un paseo por las afueras de la ciudad.
El día era espléndido. Sobre el caudal de escamas argentinas del río, el sol reverberaba calenturiento y ofensivo. Negros zarrapastrosos y chinos escuálidos charlaban en su media lengua en las esquinas de callejones pantanosos. Los chinos tenían tiendas de sedas, abanicos, opio y té. De inmundas barracas salía un hedor de cochiquera. En cada una de ellas vivían promiscuamente hasta ocho personas. Dentro se movían, lavando o planchando, negras y mestizas casi desnudas, con las pasas desgreñadas o tejidas a modo de longanizas, mientras sus queridos, tirados en el suelo o a horcajadas en sendos taburetes, dormían la siesta. En la calle los negritos, en cueros y embadurnados, jugaban con los perros. Ni el menor indicio de infantil alegría en sus caras entecas.
Los policías, indios y negros con cascos de fieltro hundidos hasta el occipucio, se paseaban desgalichados, de dos en dos, con dejadez de neurasténicos. Nadie les hacía caso y siempre salían molidos de las reyertas con los jóvenes de «la buena sociedad». Los gallinazos, esparcidos por las calles y los techos de las casas, levantaban su tardo vuelo de tinta al paso del transeúnte.
Petronio y Garibaldi se arrastraban taciturnos, como sumidos en un sopor comatoso. Así llegaron a la Calzada, que estaba fuera de la ciudad. Una jorobada idiota, en harapos, bizca, de colgantes y largos brazos de gibón, con la caja torácica rota, chapoteaba en los charcos de la calle.
De pronto, al ver al doctor, se quedó mirándole de hito en hito con las manos metidas entre las piernas y haciendo enigmáticas muecas. Después, acercándose a él con andar sigiloso y moviendo la flácida cabeza de trapo, le dijo:
-¡Dame un reá!
-¡Anda, lárgate! ¡No friegues! -la contestó Garibaldi dándola un puntapié. Ese era su pan diario: puntapiés y empujones, cuando no la ponían en pelota, pintándola de negro y embutiéndola un cucurucho de papel hasta los ojos.
-Ahora va usted a ver, doctor, algo típico de Ganga; la cumbia -agregó Petronio.
En medio de la calle, entre barracas de huano y bejuco, bullía un círculo de negros. En el centro, desnudo de medio cuerpo arriba, un gigante de ébano tocaba con las manos un tambor largo y cilíndrico que sostenía entre las piernas.
El círculo se componía de negras escotadas, con pañuelos rojos a la cabeza, que iban girando en torno del tambor, con erótico serpenteo, llevando cada una en ambas manos un trinomio de velas de sebo.
En el centro, tropezando casi con el tambor, un negro, meneando las nalgas, entre bruscos desplantes que simulaban ataques y defensas, seguía las ondulaciones, cada vez más rápidas y lujuriosas, de las negras. Un canto monótono y salvaje acompañaba las sordas oquedades del tambor.
-¿Qué le parece, doctor? ¿Ha visto usted nada más... africano?-le preguntó Garibaldi.
-En efecto, es muy africano -repuso Baranda, alejándose de aquella muchedumbre que apestaba a macho cabrío.
El sol, aquel sol colérico, capaz de derretir las piedras, y el aguardiente no hacían mella, en los cerebros de aquella manada de chimpancés invulnerables.
-El negro -advertía el doctor- es el único que puede vivir en estos países y el único que puede cultivar estos campos llameantes.
-Ya que andamos por aquí, ¿quiere usted, doctor, que veamos la cárcel? -propuso Petronio.
-Es algo muy típico también.
-Como ustedes quieran.
-Y usted, doctor, ¿cuándo piensa volverse a Santo? -interrogó Petronio tras un largo silencio.
-A Santo, nunca. A París, muy pronto. Nada tengo que hacer allí. Ya usted sabe que la revolución fracasó, que me traicionaron cobardemente... En París me aguarda mi clientela que dejé abandonada para ir a ayudar a mis paisanos en su obra de redención...
¡Le envidio, doctor, le envidio! ¡París! Ese es mi sueño dorado. Pero, ¡quién sabe! Si suben los míos y me nombran cónsul, puede que nos veamos por allá algún día. Y aunque no suban los míos. Ya me aburre Ganga. Aquí no prosperan más que los godos y los judíos. Ya usted ve: lo monopolizan todo. Ellos son los exportadores, los ganaderos, los banqueros, los que sacan al gobierno de apuros... A nosotros no nos queda más que... emborracharnos.
Y estas últimas palabras irónicas y tristes, le reconciliaron un momento con Baranda.
-Inteligencia no nos falta -agregó Garibaldi-. Pero ¿de qué nos sirve? ¿Usted cree que con este sol podemos hacer algo de provecho? Y no cuento el alcohol... París debe de ser una maravilla, ¿verdad, doctor? -se interrumpió bruscamente.
-Parece mentira que hagas esa pregunta. ¿Quién no sabe que París es la Babilonia moderna, el cerebro del mundo? ¿Verdad, doctor?
-Sí -contestó con desabrimiento.
-Usted debe de aburrirse de muerte aquí, doctor -dijo Garibaldi.
Petronio, guiñando un ojo con malicia, añadió:
-Y en la compañía de doña Tecla y de don Olimpio, ese par de acémilas...
-Bizarro le llamó usted en su crónica.
-¡Ah! ¿Ha leído usted mi crónica?
-Nos la leyó doña Tecla a don Olimpio y a mí.
-Como aquí se vive en familia, tenemos que mentir... o suicidarnos. Ese bizarro es una broma. ¡Si es más gallina!
-¡Y más hipócrita! -agregó Garibaldi-. No se fíe usted, doctor. No se fíe usted. La única que vale en la casa es Alicia.
Petronio le tiró del saco sin que el médico se percatase.
-¿Usted no conoce su historia?
-No.
-Dicen que es hija de don Olimpio y la cocinera. Lo que no impide que el padre...
-No seas mala lengua -le interrumpió Petronio-. Chismes, doctor, chismes.
Baranda parecía no oír.
En esto llegaron a las prisiones, cuevas, como las llamaban los gangueños. Saludaron al alcaide -un mestizo- que se brindó gustoso a enseñarles el interior de la cárcel. Se dividía en dos partes: una, la de los detenidos provisionalmente y condenados a presidio correccional, y otra, la de los condenados a cadena perpetua. La cárcel de los primeros era una sala cuya superficie no excedía de cincuenta metros cuadrados, con una reja de hierro al frente, que daba a un patio tapizado de hierba, y a la cual se asomaban los reclusos. A lo largo se extendían los dormitorios, una tarima pringosa sin lienzos ni almohadas. Sobre la tarima se veían platos de hojalata, cucharas de palo, líos de ropa mugrienta y peroles humosos. Al entrar se percibía un hedor de pocilga, disuelto en una atmósfera lóbrega y húmeda. Cuando la baldeaban, los presos se trepaban a la reja, agarrándose unos de otros como una ristra de monos.
Allí se hacinaban en calzoncillos y sin camisa, mostrando sin escrúpulos el sexo, blancos, negros, chinos y cholos. Todos tenían el sello típico del prisionero, originado por la promiscuidad, la atmósfera enrarecida, la monotonía del ocio, la mala nutrición, el silencio obligatorio, hasta por la misma luz opaca que daba a sus pupilas como a sus ideas un tinte violáceo.
Abajo, en un subterráneo, estaban los calabozos, tétricamente alumbrados por claraboyas que miraban al río. Eran sepulcrales, angustiosos, dolientes. El arrastre de los grillos salía por los intersticios de las puertas, cerradas con gruesos cerrojos, como el desperezo de perros encadenados. Las paredes chorreaban agua. Al abrir el alcaide una de aquellas mazmorras, se incorporó un mulato, tuberculoso, en cueros vivos, que yacía en el suelo, aherrojado. Tosía y la cueva devolvía su tos.
-¡Ni los pozos de Venecia! ¡Ni las cárceles de Marruecos! -gritó Baranda horripilado-. ¡Esto es infame! ¡Esto es inicuo!
-Para esos canallas -repuso fríamente el alcaide- ¡aún es poco!
Petronio y Garibaldi sonrieron con escepticismo. Estaban habituados desde niños al espectáculo del atropello humano. Por otra parte, el gangueño no tenía la menor idea del bienestar y de la higiene.
-Si los libres -reflexionaba luego el doctor-, los que nada tienen que ver con la justicia, viven como cerdos, ¿con qué derecho cabe exigírseles que sean más humanitarios con los delincuentes?
-¿No es usted partidario de las cárceles? -le preguntó Garibaldi con cierta sorna.
-No. Son escuelas de corrupción. No devuelven a un solo arrepentido, a un solo hombre apto para la vida social. Cuando se les ha acabado de embrutecer y encanallar, se les abren las puertas. ¿Para qué? Para que reincidan. Una vez que conocen la prisión, no la temen.
-¿Es usted partidario entonces del régimen celular?
-Menos. Si la promiscuidad envilece, el régimen celular idiotiza. La soledad voluntaria puede ser fecunda al filósofo y al poeta. La soledad impuesta a seres inferiores, entregados a sí mismos, concluye por secarles el cerebro.
-Y a pesar de todo -dijo el alcaide- no falta quien se escape.
-¿Cómo? -exclamó Baranda.
-Cierta vez un negro -continuó el alcaide- se evadió perforando el muro del calabozo con una lima. Andando, andando, se internó en el bosque. Allí derribó un árbol sobre cuyo tronco se arrojó al agua. De pronto se oyeron gritos lastimeros. Era que un caimán le había llevado una pierna. Mutilado y desangrándose permaneció agarrado al tronco hasta que vino una canoa y le salvó. No duró más que un día. El caimán le había tronchado la pierna con grillo y todo.
No lejos de la cárcel de detenidos estaba la de mujeres. Era un a modo de solar con barracas de madera, sembrado aquí y allá de anafes con planchas, catres de tijera abiertos al sol, bateas y hamacas. Unas lavaban y, al enjabonar la ropa, la camisa se las rodaba hasta el antebrazo, dejando ver unas tetas flacas semejantes al escroto de un buey viejo. Otras planchaban o daban de mamar a su mísera prole o preparaban el rancho de los presos. Algunas, las menos, canturreaban, mientras se peinaban delante de un pedazo de espejo. Muchas eran queridas de los empleados del penal. En el centro del solar una palmera solitaria bosquejaba su sombra de cangrejo suspendido en el aire.
Atravesando un terreno baldío se llegaba al manicomio. Le componían cuatro cuevas inmundas y tenebrosas, separadas entre sí por barrotes de hierro. De las dos más grandes, una la ocupaban las mujeres, y otra los hombres. Una negra, en camisa, con las pasas en revolución, se acercó automáticamente a la reja del patio.
-Dame un cigarro -le dijo al doctor.
Luego se acercó otra, con andar de gato, y se le quedó mirando con la boca abierta, sin decir palabra. En un rincón, sentada en el suelo, la cabeza contra la pared, cotorreaba consigo misma una mulata vieja. Hablaba, hablaba sin tregua.
En el centro de la celda, una mestiza haraposa rezaba de rodillas, con las manos juntas y los ojos extáticos. Otra lloraba paseándose y dándole vueltas a un pañuelo hecho trizas. De súbito se apareció una blanca, color de aceituna, consumida por la fiebre, de perfil de parca y ojos fulgurantes. Apenas vio a los hombres se levantó las enaguas mostrando unas piernas cartilaginosas y un vientre de sapo. Luego se puso a frotarse contra la reja...
-Es una ninfomaníaca -dijo el doctor volviéndose a Petronio que la tiraba irónicos besos con la mano.
En una celda aparte llamaba la atención un negro echado boca abajo, como su madre le parió, a lo largo de una tarima. Era un jamaiqueño curvilíneo rico y robusto, un discóbolo de antracita, de músculos de acero y piel lustrosa como el charol. Tenía la cabeza de perfil apoyada en un brazo que le servía de almohada y en el que resaltaba un tatuaje.
Sus ojos duros, metálicos, ausentes del mundo exterior, parecían seguir el curso de una idea fija.
-Ese es más malo que la quina -dijo el alcaide. Ha mandado más gente al otro barrio que el cólera.
-Nadie lo diría al verle tan inmóvil -observó Garibaldi.
-¿Inmóvil? Cuando hace mal tiempo hay que ponerle la camisa de fuerza. Se tira contra las paredes y se muerde.
-Un epiléptico -dijo Baranda.
-¿En qué consiste la epilepsia, doctor? -preguntó Petronio.
-En una irritación de la corteza cerebral, acompañada de convulsiones y de amnesia. Según Lombroso, lo mismo produce el crimen que crea lo genial.
-¿Cómo, doctor? -preguntó Garibaldi asombrado.
-Que en todo genio, como en todo criminal, late un epiléptico.
-¡Qué raro!
En otra celda, un austriaco, sentado en un taburete, en calzoncillos, de profética barba de oro y cinabrio, cara pomulosa, cejas selváticas, frente espaciosa y pensativa, mirada azul y puntiaguda -vivo retrato de Tolstoï-, amasaba picadura de tabaco con los dedos. De cuando en cuando gruñía y blasfemaba. Era un ingeniero que -según contaba el alcaide-,vuelto loco por el calor y el aguardiente, la pegó fuego a una iglesia.
Cuatro centinelas, que apenas podían con los fusiles, se paseaban a lo largo de la parte exterior de la penitenciaría.
En lontananza el sol -inmenso erizo rubicundo- se hundía en el mar abriendo una estela de sangre en el agua. El río, también purpúreo, corría gargarizando en el silencio de la tarde. De la calma soñolienta de las llanuras distantes llegaban hasta la costa indefinidos susurros y piar de pájaros. En los charcos cantaban las ranas y un pollino rebuznaba a lo lejos.
Cuando los visitantes se disponían a regresar al pueblo, se encontraron de manos a boca con el doctor Zapote que había ido a la cárcel a ver a un preso, acusado de homicidio, y de cuya defensa se había encargado. Llevaba un panamá de anchas alas echado sobre los ojos.
-¿Usted por aquí, doctor? ¡Cuánto gusto! Triste opinión formará usted de nosotros...
-Tristísima. Precisamente hace un momento le manifestaba al alcaide mi indignación... Usted, que es abogado, ¿por qué no gestiona para hacer menos aflictiva la situación de esos infelices?
-¿Infelices? Aquí, el que más y el que menos merece la horca. Son una cáfila de bandidos.
-Lo serán o... no lo serán. Eso no justifica el régimen medioeval a que viven sometidos.
-¿Cree usted entonces que se les debía soltar?
-Soltar, no; pero sí ponerles a trabajar al aire libre. ¿Qué gana la sociedad con tener encerrados e inactivos a esos hombres que pueden ser útiles a la agricultura? Lejos de ganar, pierde, porque gasta en darles de comer.
-La pena es un castigo, doctor. No hay que ser piadoso con el que delinque.
-¿Y usted presume de cristiano?
-¿No es usted partidario de la responsabilidad?
-Sí, pero no de la responsabilidad moral como la entiende la escuela clásica. El hombre geométrico de los idealistas, regido por una voluntad libre, ¿dónde está?
-¿Niega usted el libre albedrío? -preguntó entre irónico y sorprendido Zapote.
-Le niego. El libre arbitrio es una ilusión. La conciencia -ha dicho Maudsley- puede revelar el acto psíquico del momento, pero no la serie de antecedentes que le determinan. El hombre que se cree libre -ha dicho a su vez Espinosa- sueña despierto. Cada individuo reacciona a su modo, según su temperamento. Por otra parte, hay principios morales y jurídicos absolutos. La moral, el derecho y la religión varían según los períodos históricos, la raza, el medio y los individuos. Entre los chinos, por ejemplo, es una señal de buena educación eructar después de comer, y entre los europeos, una grosería.
-Que no le oiga don Olimpio -interrumpió Petronio.
-Ustedes, los de la antigua escuela, no estudian al delincuente, sino el delito, y le estudian como una entidad abstracta. Y al estimar un delito urge estudiar desde luego antropológicamente al culpable, puesto que no todos obran del mismo modo, y después, los factores sociales y físicos.
-Si el hombre -arguyó Zapote esponjándose-, es una máquina que obra, no por propia y espontánea deliberación, sino impulsado por causas ajenas a su voluntad, ¿en qué se funda usted entonces para exigirle responsabilidad de sus actos?
-A eso le contesto con los modernos criminalistas. La pena es una reacción social contra el delito. El organismo social se defiende, por un movimiento que equivale a la acción refleja de los seres vivos, del individuo que le daña; sin preocuparse de que el criminal sea consciente o no, cuerdo o loco.
-Eso es rebajar al hombre equiparándole a los brutos. Y si hay algo realmente grande sobre la tierra es el hombre; el hombre, que esclaviza el rayo, que surca los mares procelosos, que interroga a los astros, que arranca a la naturaleza sus más recónditos secretos; el hombre, con justicia llamado «el rey de la creación»...
-Y que está expuesto, como acabamos de verlo, a podrirse en un calabazo, o a reventar de una indigestión...
-Esos no son hombres. Son fieras.
-Pues si son fieras ¿por qué no se les mata?
-¡Y me tilda usted de anticristiano!
-Al criminal nato, al criminal incorregible, debe eliminársele por selección artificial, como creo que opina Haeckel.
-Nosotros hemos abolido la pena de muerte -exclamó Zapote ahuecando la voz.
-Sí, para los delitos comunes; pero no para los políticos. En épocas de guerra, ¡cuidado si fusilan ustedes!
-Pues su escuela de usted es enemiga de la pena de muerte.
-No hay tal cosa. Lombroso...
-¡No me cite usted a Lombroso! Lombroso ¿no es ese italiano lunático que sostiene que todo el mundo es loco?-El crimen, salvo los casos en que concurren las circunstancias eximentes y atenuantes previstas por el Código, es un producto deliberado de la voluntad del agente, y no hay que darle vueltas.
-Pero, usted ¿ha leído a Lombroso?
-Yo, no, ni quiero.
-Entonces ¿cómo se atreve usted a juzgarle?
-Es decir, he leído algo suyo o sobre su doctrina, y eso me basta. ¿Cómo voy yo a creer que se nace criminal como se nace chato o narigudo? ¿Qué tiene que ver la forma del cráneo con el acto delictuoso? ¡Eso es absurdo! ¡Eso sólo se le ocurre a un cerebro delirante!
-¡Oh, qué maravilla!
Petronio y Garibaldi que, durante el trayecto, se iban atizando copas y copas de ginebra en los diversos tabernuchos que salpicaban el camino, aplaudían con el gesto a Zapote cuyos ojos se iluminaban de regocijo. -Es lástima -pensaba para sí- que esta discusión no fuera en el Círculo del Comercio, delante de un público numeroso. ¡Qué revolcones se está llevando!
-Vamos, doctor, continúe -añadió Zapote en voz alta.
-¡Pero si usted no me deja hablar!
-¡Vamos, doctor, no sea pendejo!-intervino Garibaldi ya a medios pelos- Siga, siga.
-Entre usted y yo -dijo Baranda a Zapote- no hay discusión posible. Usted no ha saludado un solo libro de antropología criminal.
-¡Si en París sólo se lee! -exclamó Zapote con ironía.
-Estoy seguro de que ignora usted hasta lo que significa la palabra antropología.
Zapote sacudía la cabeza arqueando las cejas y sonriendo con fingido desdén.
-Usted es uno de tantos abogadillos tropicales...
-Eso no es discutir -le interrumpió Petronio.
-Eso es insultar -agregó Zapote.
-Tómelo usted como quiera -continuó Baranda clavándole a este último los ojos.
-Ea, doctor, no se caliente -repuso Zapote echándolo a broma-. Usted sabe que se le aprecia.
-No necesito su protección. Y se equivocan ustedes si creen que me pueden tomar el pelo -añadió en tono seco y agresivo.
La luna brillaba como el día, diafanizando los más lejanos términos. Las ranas seguían cantando y de tarde en tarde resonaba el ladrido de los perros.
-De suerte, doctor -rompió el silencio Zapote- que, según usted, la responsabilidad moral...
-No existe. Y como yo opinan los más calificados antropólogos.
-¿Usted cree lo que dicen los libros? Se miente mucho. Créame, doctor. Mire usted: yo, pobre abogadillo tropical, sin haber leído esos autores, que serán probablemente unos farsantes (usted sabe que en Europa se escribe por lucro, por llamar la atención...), sé más que todos ellos juntos. Yo tengo práctica. Me basta ver a un hombre una vez para saber de lo que es capaz.
-Eso es instinto -dijo tambaleándose Petronio.
-No, práctica.
Baranda no respondió. ¿A que seguir discutiendo -se decía- con semejante bodoque?
A medida que entraban en el pueblo, Zapote iba alzando la voz.
-¡Qué teorías las de usted, doctor! ¡Usted es un ateo, un hombre sin creencias!
Baranda comprendió la intención aviesa de Zapote, de echarle encima a aquel pueblo de supersticiosos y fanáticos.
Por fortuna no había un bicho en la calle. Todos comían o estaban ya durmiendo. En esto una lechuza atravesó el aire graznando. Petronio y Garibaldi, estremecidos, exclamaron a una:
-¡Sola vayas!
-¿Dónde ha pasado usted el día, mi querido doctor? -le preguntó misia Tecla.
-He estado en la cárcel.
-¿En la cárcel?
-Pero no preso. He ido a verla.
-Una pocilga -dijo desdeñoso don Olimpio-. ¿Quién ha tenido el mal gusto de llevarle allí? ¿Por qué no le llevaron a ver las haciendas?... A la mía, por ejemplo. Hubiera usted visto campo.
-Unos campos -añadió doña Tecla- ¡tan bonitos, tan verdes!
Alicia venía del baño y su pelo suelto, sedoso y húmedo brillaba con reflejos de azabache. Ella y el doctor se cruzaron una mirada rápida y ardiente.
La mona, atada siempre por la cintura, dormía a pierna suelta en su garita, mientras el loro, insomne, subía y bajaba por su aro, agarrándose con las patas y el pico.