A fuego lento: 14

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Capítulo II[editar]

-¿Qué te parece la marquesa? -dijo Alicia a Baranda, metiéndosele de rondón, como solía, en el gabinete de consultas.

-¿Qué ha hecho? -preguntó el médico con extrañeza.

-Pues pedirme doscientos francos.

-¿Y qué hiciste?

-¿Qué iba a hacer?

-Pues decirla rotundamente que no. ¿Te parece bien que yo me pase aquí los días trabajando para que vengan esas perdularias...?

-No, la marquesa no es una perdularia.

-El otro día fue la Presidenta. Mañana será misia Tecla. Esto no puede seguir así.

-Ya empezó el sermón -dijo Alicia.

-Te he prohibido que recibas a esa gentuza que nadie sabe de dónde viene ni qué hace en París.

-Pues hace lo que todo el mundo: divertirse.

¿Qué hacían, con efecto, en París aquellos idiotas, groseros, chismosos y presumidos? Ir al Prentán o al Lubre, como ellos decían, pasearse en coche por el Bois, visitarse entre sí para comentar las noticias que recibían de sus respectivos países, siempre en guerra, y tijeretearse los unos a los otros sin misericordia; hablar mal de los franceses, calificándoles de adúlteros, falsos y frívolos, y alquilar, por último, durante el verano, villas y châlets en las playas más elegantes.

Las muchachas olvidaban en seguida el español. Y no hablaban entre sí sino en francés, arrastrando mucho las erres.

En cambio, los papás no aprendían, ni a palos, a decir bon jour.

Muchas se echaban a medio-vírgenes; escandalizaban en los bailes con sus meneos tropicales de cintura y su conversación desenvuelta e impúdica. No leían un libro, no iban a un museo, a una conferencia. En suma: no vivían sino la vida superficial y sosa de las soirées familiares, de los cotillones en casa de algún presidente prófugo, de esos que vienen a París a darse tono después de haber robado en su tierra a troche y moche.

Los jóvenes se enredaban con infelices obreritas o cocotas arruinadas, fin de saison. Usaban corbatas y cuellos carnavalescos; saludaban exagerada y ridículamente con el codo en el aire, como perro que se mea en la pared; jugaban al billar en el Grand Café; iban a las carreras, a los cafés-conciertos; hacían bicicleta.

A lo mejor estas familias exóticas, adeudadas hasta el pelo, desaparecían de París, yendo a morir oscurecidas e ignoradas a su tierra natal. Se desesperaban, porque, por millonarios que fuesen, no lograban intimar nunca con familias de la buena sociedad parisiense. ¡Qué digo intimar! No lograban ni relacionarse con ellas. Las gentes que trataban eran burgueses de medio pelo, mujeres divorciadas, ratés artísticos, aventureros cosmopolitas, circulados algunos por la policía extranjera. Una vez que se atracaban en sus fiestas salían burlándose de ellos, llamándoles rastás, brasiliens y cosas por el estilo.

No veían de París sino la parte decorativa, la prostitución dorada y ostentosa.

Este era el mundo en el cual Alicia se movía, mundo que repugnaba al médico porque él era superior a ellos en inteligencia y cultura. Tenía sus amigos aparte, médicos y periodistas de cierta nota que nunca le visitaban porque él, temeroso de las indiscreciones de Alicia, pretextaba estar siempre ausente.

A sus oídos habían llegado las acerbas críticas de que era objeto porque apenas salía con Alicia, quien gracias a sus prodigalidades y sus melosas perfidias, se captó las simpatías de aquel mundo estrambótico. La más solapadamente encarnizada de las enemigas del doctor era madame de Yerbas, viuda de un presidente de por allá, mujer astuta y zalamera, con algo de odalisca, de quien se contaba que estuvo presa en Nueva York por hurto de alhajas y ropas, y que se entregaba por dinero a los ministros suramericanos. Tenía un hijo, Marco Aurelio, que vivía en el ocio, siempre currutaco y a quien apodaban, lisonjeándole la vanidad, el futuro presidente.

Madame de Yerbas, que se figuraba realmente pertenecer a una aristocracia... sin pergaminos ni blasones, de lo cual daban testimonio sus tarjetas con coronas, explotaba la memoria del marido, un abogaducho audaz, intrigante y ambicioso, que plagó los campos de batalla de hijos naturales y hasta se murmuraba que en ellos se casó a la belle étoile, sin ceremonia ni formalidades de ningún género, con la Presidenta. Todos repetían la leyenda del «héroe de la Parra», donde se sabe que el Yerbas corrió como un conejo... delante del enemigo.

La Presidenta (así la llamaban) vivía con cierto lujo aparente, y cuando daba algún té danzante se las ingeniaba de modo que Le Gaulois y Le Figaro la mencionasen en la journée mondaine. Detestaba al doctor porque no la había hecho caso, a pesar de sus continuas insinuaciones y lagoterías.

El doctor gustaba mucho a las mujeres y casi todos sus infortunios domésticos nacían de la pasión que las inspiraba. A su despacho acudían a menudo jóvenes y viejas, pretextando quiméricas enfermedades, con el solo objeto de metérsele por los ojos.

Marco Aurelio de Yerbas era un mozo pálido y canijo, medio rubicundo, que vivía de las horizontales y del juego. Hizo buenas migas con Petronio que, tras no pocas intrigas, logró venir de cónsul a París, donde le dejaron cesante a los seis meses. Lo primero que hizo, apenas desembarcó, fue comprarse un gabán que le llegaba hasta los pies, unos cuellos de payaso, un monóculo y una sortija de brillantes falsos. Marco Aurelio le presentó en el Cercle Voltaire, un círculo cosmopolita, donde se jugaba de firme.

-Yo no me resigno -le gritaba a Marco Aurelio paseándose con él una tarde por el bulevar Malesherbes-, yo no me resigno a morirme de hambre. Yo me agarro a la primer vieja que encuentre.

-A propósito -le contestó Marco Aurelio-; en el Grand Hôtel vive una vieja riquísima que anda siempre a caza de jóvenes. ¿Quieres que veamos si está? Suelo verla en el salón de lectura o en la terraza.

¡Qué nombres tan extravagantes y tan sucios usan estos franceses! -exclamó Petronio fijándose en los rótulos de algunos establecimientos, a medida que subían hacia la Magdalena-. Bazin y compañía. ¡Ja, ja! Cornou. ¡Ja, ja! Coulon. ¿Por qué no cambiarán de apellido? ¡Mire usted que llamarse Bacín y Culón! -Después, observando la muchedumbre que iba y venía, continuó-: Lo que me admira de este país es el orden. Nadie se mete con nadie. ¡Cualquier día sale en Ganga una mujer sola como sale aquí!

No le cabía en la cabeza que aquel enjambre humano pudiese circular libremente sin pegarse, sin decirse groserías.

-¡Oh, qué hembra, chico! -se interrumpió de repente, cogiendo a Marco Aurelio del brazo, al ver pasar junto a ellos a una jamona rubia de macizo nalgatorio-. ¡Qué hembra! Esas son las que me gustan a mí, con mucha cadera y mucho pecho.

-Eso no es chic -observó Marco Aurelio-. Aquí gusta lo contrario: la mujer delgada, rectilínea y ondulosa. Las hay que por enflaquecer ni comen.

-¡Porque este es un pueblo degenerado! La mujer para la cama debe ser gorda, con mucha carne donde pueda uno revolverse a su antojo. Una mujer flaca, sin seno, sin caderas, a mí, francamente, no me dice nada. Prefiero una gorda fea a una linda en los huesos. Dame gordura y te daré hermosura, dice un refrán.

-Tu ideal entonces debe ser la Venus hotentota. ¡Esa sí que tiene nalgas! O la Diana de Efeso. ¡Esa sí que tiene pechos! Cuando lleves aquí algunos años, cambiarás de opinión. Es que vienes de por allá donde predominan las vacas, a causa, sin duda, de la vida sedentaria que hacen. Nuestras mujeres apenas andan. Se pasan el día en las mecedoras o en las hamacas porque el calor las impide salir a la calle. ¿Quién se atreve a pasearse bajo aquellos soles volcánicos?

-No me convences -contestó Petronio abriendo los brazos a modo de alas-. Según tú, no hay mujeres hermosas por allá.

-Muchas; pero...

La vieja de que hablaba Marco Aurelio era una austríaca de más de sesenta años, que usaba peluca y se pintaba con ensañamiento. Tenía una panza hidrópica y unas caderas de yegua normanda, para disimular las cuales usaba unos corsés semejantes al aparejo de un caballo de circo. Su sombrero era un jardín flotante, erizado de plumas y lazos de todos colores. En sus manos cuadradas y rechonchas relampagueaban con profusión los brillantes, los rubíes, las esmeraldas, los topacios y los zafiros.

El blanco de su cara, unido al rojo de su capa de torero, hacía pensar en una cabeza de yeso pegada a un busto de almagre.

-¡Vaya un esperpento! -gritó Petronio al verla-. ¿Quién se atreve con eso?

-Pero tiene cuartos -arguyó Marco Aurelio-. Voilà ton affaire.

La austríaca era la irrisión de todo el mundo, empezando por la servidumbre del hotel, que no la veía una vez sin echarse a reír en sus narices. Andaba en la punta de los pies, como un pájaro, mirando en torno suyo, al través de sus impertinentes de carey, con insolencia inquisitiva.