A fuego lento: 15

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Capítulo III[editar]

A trueque de no disputar, el doctor pasaba por todo. Huía del escándalo como de la peste. Cuando Alicia, en medio de sus repetidas cóleras, le gritaba metiéndole las manos por los ojos, él, tapándose los oídos, corría a esconderse en su cuarto. El medio de que se valía casi siempre para sacarle algo era ese: amenazarle con un alboroto.

¡Cuán a menudo se lamentaba con Plutarco!

-¡No me deja vivir, querido amigo, no me deja vivir! El otro día, desesperado, consulté a un discípulo de Charcot, y me dijo textualmente: «Tiene usted tres caminos: o dejarla o sufrirla o... matarla». -Y he optado por soportarla, ignoro hasta qué punto. Temo que la paciencia me falte. Se encela de los mosquitos. Cada vez que salgo a ver a un enfermo me insulta porque, según ella, no hay tales enfermos, sino mujeres con quienes tengo cita. Hasta hace poco me seguía por todas partes y era cosa de verla corriendo, al través de los coches y los ómnibus, con la cara encendida, hasta darme alcance. Entonces, en plena calle, entre lágrimas y sollozos, me llenaba de injurias, sin respeto a los transeúntes que se paraban a oírla.

Plutarco callaba meditabundo. Se culpaba de haber intervenido en la fuga de Alicia, de haberla traído a París, sin sospechar lo que estaba sucediendo. Quería a Baranda con cariño filial y padecía con sus dolores como si fueran propios.

No le ataban a ella ni los hijos, porque Alicia odiaba la maternidad. Al sentirse cierta vez embarazada, se zampó varias purgas seguidas abortando entre agudos dolores. La hemorragia fue tan grande, que estuvo a dos dedos de la muerte. Después usaba preservativos, y cuando sospechaba que podía estar encinta, le preguntaba consternada a su marido tocándose las mamas y el vientre:

-Di, tú que eres médico: ¿tendré algo? Porque, mira, tengo los pechos muy duros y pesados, y la barriga muy redonda.

-Empacho -contestaba él para quitársela de encima.

-¿Te burlas? ¡No, no quiero tener hijos! ¡Y tuyos, menos!

Al fin, para calmarla, añadía:

-Es que vas a caer mala.

-¡Mentira! -gritaba ella.

-Bueno. Vete y déjame en paz. ¡O me voy yo!

-¡Lárgate! ¿Si creerás que me asustas?

Y Baranda, furioso, se echaba a la calle.

Escenas de este jaez se repetían con frecuencia.

Alicia no ignoraba que el médico tenía una querida. Era Rosa, la compañera de su vida de escolar. A poco de haber llegado a París, reanudaron sus viejas relaciones amorosas. Cuando Alicia lo supo, tuvo un ataque de nervios. Baranda se mostró duro con ella, llegando en su enojo hasta decirla que era una ignorante, que a su lado se aburría y que él necesitaba una mujer que le comprendiese.

-Si soy ignorante no es culpa mía- sollozaba ella-. Recuerda que cuando te suplicaba que me enseñases a leer y escribir, me contestabas que así me querías, ignorante; que te cargaban las mujeres leídas. Me llamabas tu salvajita. Eres tornadizo y contradictorio. Como ya no te gusto, me echas en cara lo que fue para ti mi mayor atractivo.

Y él la dejaba sola en aquella casa, llorando las horas enteras. ¿Adónde iba? A casa de Rosa. Apoyada la cabeza sobre las piernas de su amiga, se lamentaba de sus amarguras.

-Ya no tengo fuerzas para luchar -la decía-. Por lo más mínimo se enfurece y me colma de dicterios. Trabajo como un minero y no doy abasto para vestirla. Raro es el día en que no se compra un sombrero de ochenta francos. No sale de casa del modisto, cuyas cuentas me estremecen. Toma coches hasta para ir a la esquina y les deja royendo horas y horas a la puerta, mientras charla tan fresca con las amigas. Le presta dinero a todo el mundo. Ignoro si me es infiel y maldito si me importa. Lo que me urge es alejarme de ella para siempre. ¡No verla, no verla!

Rosa le acariciaba, pasándole los dedos por el pelo y los ojos, y arrullándole como a un niño.

-La clientela se me va -seguía el médico- porque siente por muchos de ellos invencible antipatía.

Sin ir más lejos, el otro día se encaró con uno de ellos diciéndole que yo no trabajo de balde y que era preciso que me pagase a toca teja o que de lo contrario no volvería a abrirle la puerta. Me he visto en el caso de tener que mentirla diciéndola que algunos de mis clientes no me pagan, para poner coto a su despilfarro.

Se queja a menudo de que no la quiero, de que sólo te quiero a ti. Y es cierto, Rosa mía. Tú y sólo tú, eres el consuelo de mis horas tristes, el refugio tibio y apacible de mis tribulaciones. -Y la besaba largamente en las manos.

Semejantes lamentaciones hallaban eco sincero en el corazón de Rosa. Le amaba, si no con el fuego de antes, con cariño melancólico. En su fisonomía se reflejaban sus sentimientos: era de cara ovalada y algo pomulosa; la frente despejada y noble; los labios gruesos, mezcla de bondad y sensualismo, y sus ojos húmedos, de un azul suplicante, recordaban un cielo de lluvia con sol. Cuando el médico se ausentó, estuvo a pique de meterse monja. La tiraba la vida del claustro. Flotaba en torno suyo una tristeza crepuscular de ser débil y vencido. No pedía ni exigía nada. Era una de esas mujeres que atan de por vida y llegan a dominar insensiblemente a fuerza de no tener voluntad y de plegarse a todo. Discreta y lacónica, no se atrevía a condenar ni a juzgar siquiera; no por falta de criterio, sino por exceso de timidez y delicadeza. ¡Se juzgaba tan infeliz y para poco!

Con todo, no podía a veces disimular el enojo, si bien pasajero, que en ella despertaba el relato de las iniquidades de Alicia. No osaba aconsejar al médico que la abandonase, temerosa de que en su consejo pudiese vislumbrarse un egoísmo que estaba lejos de abrigar. Al propio tiempo sentía por Alicia una admiración ambigua, la que sienten los débiles por los audaces y los fuertes, sobre todo cuando comparaba su proceder humilde con el proceder rebelde de la otra. Celos silenciosos que dormían en su corazón, brillaban a ratos en sus ojos como relámpagos en noches de estío.

-¿Por qué persiste en vivir con ella? -se preguntaba muchas veces-. ¿La amará? ¡Quién sabe! Por lo mismo que le martiriza, puede que se sienta ligado a ella por esos amores que alternativamente tienden a unirse y separarse como las aguas del mar.

El mismo Baranda, cuando se interrogaba a sí propio, no sabía qué contestarse a punto fijo. El médico salía muchas veces, con su tolerancia científica, al encuentro del hombre sentimental.

-Es una enferma ¡y cuántos casos análogos no he tenido en mi clínica! Mi deber es asistirla, cuidarla; pero no puedo prescindir de que tengo nervios también. ¿Soy acaso un marmolillo? Nuestro escepticismo nace de la contemplación repetida de la miseria humana, de que no hemos podido hallar, en el mármol de disección, al través de los músculos y las vísceras, nada que nos incline a creer en un libre albedrío.

Cuando el médico pierde todo influjo moral sobre el paciente, está perdido. Es mi caso. Creo más en la terapéutica sugestiva que en las drogas. No puedo tratarla como médico. Además, lo confieso, la odio. La odio cuando la veo tan injusta, tan insurrecta, tan desvergonzada. Entonces, olvidándome del determinismo de los fenómenos psíquicos, siento impulsos de matarla; pero no soy ejecutivo. El análisis, como un ácido, disuelve mis actos, paraliza mi voluntad.

Nacida en aquel medio social, mosaico étnico en que cada raza dejó su escoria: el indio su indolencia; el negro su lascivia y su inclinación a lo grosero; el conquistador su fanatismo religioso, el desorden administrativo y la falta de respeto a la persona humana; engendrada por padres desconocidos, tal vez borrachos o histéricos, bajo aquel sol que agua los sesos, y trasplantada de pronto, sin preparación mental alguna, a esta civilización europea, tan compleja y decadente, de la cual no se le pega al extranjero vulgar sino lo nocivo y corruptor... Quien sabe explicarse las cosas, las disculpa mentalmente. Cada uno de nosotros se parece al explorador del cuento, que se jactaba de haber civilizado a los salvajes por la persuasión.

-No he disparado un solo tiro. Soy enemigo de toda violencia -decía-; pero como uno de los circunstantes pusiera en duda la veracidad de su relato, le descargó un bastonazo.

Alicia ignora que está enferma; es más, se irrita cuando se la dice que su conducta obedece a una diátesis histérica. ¡Maldita neurosis que no exige al paciente que guarde cama! No le impide andar, comer, pensar, aunque sin rigurosa asociación de ideas. El desorden reside en lo afectivo. El enfermo se dispara; carece del poder de dominarse... La mayoría de los procesos célebres, ¿qué son sino cursos de frenopatía viviente?

La parte de la patología concerniente a los desarreglos nerviosos está envuelta en sombras. Aún no sabemos cómo se combinan las emociones y las ideas; no sabemos dónde ni cómo se forman las pasiones. Hipótesis más o menos admisibles; pero la verdad se nos escapa como agua entre los dedos.

El verdadero hombre de ciencia no es el que afirma en redondo, porque las verdades de hoy pueden resultar mentiras mañana, sino el que duda, el que mide y pesa el pro y el contra. ¿Sabemos algo, en rigor, del llamado mal comicial por los romanos? ¡Cuántos epilépticos, salvo la convulsión, dan pruebas de una salud cabal!

Era un domingo de comienzos de Octubre ligeramente frío y gris. Baranda reflexionando así, bajó por la rue Royale hasta la plaza de la Concordia, donde rodaron en otro tiempo, bajo la hoja de la guillotina, tantas cabezas ilustres. En el centro, entre dos grandes fuentes negras, exornadas de nereidas y tritones, se erguía el obelisco monolítico de Luqsor, echando de menos, bajo aquel cielo murrio, en su enigmática lengua jeroglífica, el sol de Egipto. En el fondo, por detrás del Palacio de Borbón, asomaba la cúpula de oro y pizarra de los Inválidos, parecida a las cinceladuras de Eibar. No lejos, a la derecha, se veían un pedazo de la Grande Roue, medio perdida entre el follaje amarillento y verdoso, como una inmensa draga inmóvil. En último término, la tela de araña de la torre Eiffel temblaba en la bruma opalina. A la derecha, la avenida sin fin de los Campos Elíseos huía, entre dos frondosas hileras de cobre bruñido, hasta perderse en la boca de túnel del Arco de Triunfo. Una marea de fiacres, automóviles, ómnibus y bicicletas, subía y bajaba en todas direcciones, entre el hormigueo de burgueses que atravesaban la gran plaza, de mano de sus chicos. El doctor se paró en un refugio a contemplar el vistoso panorama. Luego torció a la izquierda, entrando en los jardines de las Tullerías.

Un enjambre de chiquillos se divertía alrededor del gran estanque empujando con cañas una flota de barquichuelos que surcaban el agua, a toda vela. Llegó al parterre, entre cuyo césped, esmaltado de estatuas, menudeaban las rosas, los geranios, las margaritas, las begonias y otras flores...

Un viejo daba de comer en la mano a una nube de gorriones que se posaban familiarmente en su cabeza y en sus hombros. En torno suyo se apiñaba una muchedumbre curiosa y risueña.

El espectáculo de aquella florescencia, cuyos tonos primaverales contrastaban con la bruma invernal del cielo, comunicó a su espíritu fatigado una sensación campesina agradable y plácida.

En el fondo de los jardines se levantaba la mole cenicienta del Louvre, con sus techos de pizarra, semejante a un órgano de iglesia, colosal. En una de las alamedas varios jóvenes en mangas de camisa jugaban al foot ball sin la destreza ni la gracia de los sajones, y aquí y allá, niños anémicos, seguidos de sus amas y gouvernantes, latigueaban sus trompos que huían girando sobre la hierba. Entre los árboles, unos cuantos adolescentes sin sombrero cantaban cogidos de las manos, recordando a los angeles cantores que Luca della Robbia agrupó en torno del órgano de Santa María del Fiore.

¡Qué ridículo se le antojó el arco del Carroussel, afeminada copia del arco de Septimio Severo, comparado con las solemnes construcciones que le rodean!

La banda militar alegraba el aire con sus sones impulsivos y viriles. Baranda se sentó en una silla espaciando sus ojos por los tapices de verdura y dejándose acariciar por el fresco incisivo de la tarde, saturado de armonías.