A fuego lento: 29

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Capítulo XVII[editar]

Las casas y los hotelitos del Bosque se escondían discretamente entre los follajes, a medias de un esmeralda pálido, a medias de un cobre rojizo. Una bruma ligera suavizaba los contornos de las cosas y el claror rubicundo que fluía del cielo, de un cielo nostálgico, penetraba en la verdura como reflejos sutiles. Del césped húmedo, de los árboles leonados se desprendía un ambiente de tristeza indefinible.

Los tonos calientes y viriles que el estío había fundido en una opulenta uniformidad, propendían a disgregarse, diferenciándose en una descoloración que era como la agonía de las hojas.

-El invierno y el estío -observó Baranda- son estaciones estancadizas: la savia dormita en los troncos y en los ramajes secos llenos de escarcha; la exuberancia vital se entumece en el espesor de las frondas paralíticas cuando los soles de Julio y Agosto calcinan hasta el aire. Pero la primavera y el otoño son estaciones ardientes y movedizas, en que el jugo de la naturaleza pasa del apogeo a la indigencia y de la indigencia al apogeo. Abril y Mayo son un himno de amor y de vida; Octubre y Noviembre son una elegía.

En anchas victorias, de pesados caballos negros y aurigas sexagenarios, tomaban el aire, envueltos hasta el vientre en gruesas mantas, viejos valetudinarios, de mirada errabunda y boca entreabierta. El París elegante y rico, el Paris de las demi-mondaines, de las actrices célebres, de los banqueros, de la nobleza hereditaria, de los hombres de letras, de los extranjeros acaudalados y de los granujas de levita, se mostraba alegre y orgulloso en aquella vanity fair.

Baranda y Plutarco se sentaron en un banco, a la sombra ficticia de un fresno.

-Me siento fatigado -suspiró el médico, llevándose una mano a los riñones y contrayendo los músculos faciales.

-Este aire matinal le hará bien -contestó Plutarco.

-Si pudiese irme al Mediodía, a un lugar seco y templado... Los inviernos me matan. Pero ¿cómo dejo la clientela? Los enfermos son caprichosos, las mujeres sobre todo, y poco les importa la ciencia del médico, si no simpatizan personalmente con él.

Había enflaquecido mucho; sus ojos parecían más grandes y profundos y su voz revelaba una penosa laxitud psíquica.

Después añadió sonriendo con amargura:

-Ayer recibí un anónimo...

-De Alicia sin duda -le interrumpió Plutarco.

-Dictado por Alicia y escrito por la Presidenta. En él se me dice que Rosa tiene un amant de coeur con el que se gasta el dinero que la doy.

-¿Cabe mayor calumnia? -agregó irritado.

-Una mujer celosa, doctor, es capaz de todo.

-Más que celosa, despechada. Yo no creo que Alicia tenga celos. Los celos nacen del amor y usted sabe que Alicia me detesta.

Después de un silencio, producto de su fatiga mental, continuó:

-El otoño cuadra más con mi temperamento que la primavera. Fíjese usted en la languidez con que ruedan las hojas por la atmósfera pálida, en la melancólica magnificencia de esos tapices salpicados de virutas de oro y herrumbre, en la lejanía brumosa, como la de los lienzos de Corot, y en estas avenidas elegíacamente risueñas... ¿No parecen hablarnos, a su modo, de lo efímero de las cosas, de la irremediable decadencia de cuanto existe?

Por el centro del gran paseo rodaban con profusión toda clase de vehículos, desde el sólido landó hasta la frágil charrette tirada por diminutos ponyes. Por una de las allées laterales pasaban en trotones caballos de largo cuello y mutilada cola, estirados jinetes, paisanos y militares, de alborotados bigotes rubios, que parecían salir de un cuadro de Détaille.

-He pensado seriamente en el divorcio: pero el divorcio en Francia no es cosa hacedera. Requiere tiempo y ciertas formalidades engorrosas. Por otra parte, no basta que uno de los cónyuges o los dos le pidan. La ley francesa se pasa de absurda. Los únicos motivos valederos a sus ojos son el adulterio flagrante o la condenación a una pena aflictiva o infamante de uno de los contrayentes. Lo que se refiere a las injurias, a las mil vilezas que amargan la vida en común, queda al arbitrio del juez. La autoridad eclesiástica ¡quién lo diría! es más liberal en este punto que el Código. Aparte de esto, ¿usted cree que una mujer como Alicia no me acusaría de todo lo imaginable? Y yo saldría perdiendo. Los pocos enfermos que me quedan, acabarían por abandonarme. No veo solución.

El ladrar de los perros que pasaban retozando junto a ellos, suspendió sus reflexiones. Les había de todas las razas: ingleses, de enorme cabeza, chatos y de expresión criminal; alemanes, largos, rechonchos y sin patas, como si hubieran crecido bajo una cómoda; japoneses, de fino pelo, grandes orejas caídas y nariz roma; daneses, con la piel manchada de negro y blanco; terranovas, majestuosos, nobles e inteligentes; galgos temblorosos y tímidos; lanudos, artísticamente esquilados, con sus collares de plata, nerviosos, audaces, de mirada imperiosa y atención intensa. Eran los más revoltosos. Pasaban de una acera a otra culebreando entre los coches, persiguiéndose con fingido enojo, ladrándose, revolcándose sobre la yerba. De pronto se sentaban y quedaban mirándose fijos, inmóviles, como si fueran de porcelana.

-Hasta en los perros hay clases -observó Plutarco-. ¡Qué diferencia de estos perros aristócratas a los plebeyos de Lavillette, por ejemplo! Estos venden alegría, juventud y fuerza. Aquéllos respiran tristeza, decrepitud y hambre. Sin duda que el perro imita a su amo hasta en el modo de andar. Fíjese usted, doctor, en el perro de esa vieja: va cojeando, soñoliento y de mal humor. En cambio, aquel que sigue a ese mozo robusto, de andar firme y rápido, corre y salta con vigor juvenil comunicativo.

Baranda, reanudando su pensamiento, continuó:

-Créame usted, querido amigo: soy digno de compasión. La mayor desgracia que puede aquejar a un hombre es caer en las garras de una mujer así. Le perseguirá mientras viva con la tenacidad de la idea fija rayana en locura. Nada, ni la misma muerte, podrá aplacarla. Tales mujeres obran impelidas por una fuerza irresistible, por un fanatismo calenturiento que las lleva al crimen o al heroísmo. Son verdaderas maníacas contra las cuales no hay defensa posible. No perdonan, no excusan. Carecen, como todas las mujeres, del sentimiento de la justicia. Y esto nace de su debilidad. El hombre mata de un golpe; la mujer se ensaña y goza viendo padecer a su víctima. Si yo le contase a usted las pequeñeces de Alicia, creería tal vez que exageraba. Hace cuanto puede por infernarme la vida. A ratos me entra un deseo incontrastable de huir, de huir muy lejos. Pero me falta la decisión. Voy derecho a la abulia. Cada día me siento más idiota de la voluntad...

Plutarco experimentaba un dolor sincero al oír las quejas de su protector.

-Su paciencia me asombra -le decía-. Yo que usted, la mataba.

-Tengo frío -repuso Baranda poniéndose en pie.

Echaron a andar hacia la Porte Dauphine. En un banco, casi frente al Pavillon Chinois, estaban Nicasia y Alicia conversando. El doctor y Plutarco, fingiendo no verlas, pasaron a la otra acera, en dirección a la Avenida de las Acacias. Ya quedaba poca gente. Alicia y Nicasia habían entrado por la Avenida Henri-Martin. Se habían detenido ante los lagos entreteniéndose en echar migas de pan a los patos y los cisnes que se arremolinaban voraces junto a la orilla. ¿De qué hablaron luego? Del divorcio.

-La ley es injusta con las mujeres -dijo Nicasia-. Concede al hombre el derecho de matarnos si le somos infieles. En cambio, el hombre puede tener todas las queridas que quiera...

-Como que son ellos -arguyó Alicia- los que hicieron la ley. Para ellos, lo ancho; para nosotras, lo angosto. Lo de siempre.

-¿Conoces el Otelo, de Shakespeare? -preguntó Nicasia.

-No -contestó ligeramente avergonzada Alicia-; pero ¿quién no sabe que Otelo es la encarnación del celoso?

-Pues en el Otelo dice Shakespeare, por boca de Emilia, que la mujer es tan apasionada y frágil como el hombre y que tiene los mismos caprichos.

-Vele a decir eso a mi marido. Te saldrá con que la mujer es un ser inferior. Mi situación -continuó después de una pausa- es verdaderamente angustiosa. Figúrate que a ese hombre se le antoja testar en favor de Rosa. Nada, que me quedo en la calle. ¿Qué harías tú en mi caso?

-¿Yo? Pues no lo sé. Tal vez, resignarme. ¿Qué vas a hacer? Si te divorcias, lo más que puedes lograr es una pensión con la que apenas podrás vivir. Eso, suponiendo que la ley te dé la razón. Tú no puedes probar que ese hombre tiene una querida. ¿Cómo lo pruebas? Según me has dicho, la casa está a nombre de ella. En cuanto a sorprenderles... ¿Y qué sacarías con eso? Dar un escándalo y... quedarte en la calle. Yo que tú, empleaba otros medios: la dulzura, la bondad...

-¿Dulzura con ese infame? ¡Jamás!

-Pues, hija...

De pronto, con la faz demudada, exclamó Alicia:

-¡Es ella!

-¿Quién? -preguntó Nicasia sorprendida.

-¿Quién ha de ser? ¡Rosa! Mírala, viene por la Avenida de las Acacias.

-¡Y qué elegante viene! Con su bolero de nutria con cuello de chinchilla y su sombrero de fieltro rojo con plumas. Eso cuesta -añadió Nicasia con cierta envidia.

-De fijo que se han dado cita en el Bois -continuó Alicia sin escuchar a Nicasia.

Todo era pura casualidad. Plutarco y el doctor entraron por su lado y Rosa por el suyo sin la menor connivencia. ¿No era el Bosque un paseo público?

Al atravesar Rosa la Grille, Alicia se la plantó delante y con el mayor desgarro la dijo:

-¡Qué ganas tenía de encontrarme con usted frente a frente!

-No comprendo -contestó Rosa asustada.

-Hágase la tonta. ¡Hipócrita! ¡Cínica!

Rosa, sin contestar, retrocedió aturdida.

-¡Canalla! -rugió Alicia, encarándose de nuevo con ella.

-Usted será la canalla -replicó Rosa mecánicamente, con voz trémula y palideciendo.

-¿Qué has dicho, grandísima pelleja? -rugió Alicia, echándosela encima, temblorosa y quebrándola la sombrilla en la cabeza. Luego la arrancó el sombrero, arañándola en la cara, entre un torrente de injurias.

-Au secours, au secours! -sollozó Rosa, fuera de sí, defendiéndose torpemente, con los ojos cerrados.

A los gritos acudieron Baranda y Plutarco.

-¿Qué significa esto? -exclamó el médico consternado-. ¿Te has vuelto loca?

Plutarco cogió a Alicia por un brazo mientras Rosa, atolondrada y llorando, se pasaba el pañuelo por el rostro salpicado de sangre. Nicasia trataba en vano de calmar a Alicia, que gritaba cada vez más recio, pugnando por desasirse de Plutarco:

-¡Ramera! ¡Meretriz!

Baranda, volviéndose a Rosa, la preguntó con cariño:

-¿Te ha hecho daño? ¿Te ha hecho daño esa... miserable?

-¡Tutéala, tutéala delante de mí, hijo de perra!

-¡Alicia! -exclamó Plutarco, apretándola con fuerza.

-¡Cobarde, no me apriete!

La gente se arremolinaba en torno de ellos preguntando qué ocurría.

Algunos cocheros se chuleaban.

-Ah, la, la! -exclamó un biciclista riendo.

Mientras Baranda recogía el sombrero y la sombrilla de Rosa, Plutarco, levantando en vilo a Alicia, la empujaba hacia un coche. Alicia, dando patadas y mordiscos, continuaba gritando las más obscenas palabras.

-¿Por qué no me han dejado matarla?

Ya en el cupé con Nicasia, sacando la cabeza por la ventanilla, con el pelo sobre la frente y el sombrero ladeado, no cesaba de vomitar sobre Rosa y el médico los más corrosivos insultos.

Baranda acompañó a Rosa hasta su casa, prodigándola en el camino toda clase de consuelo.

-Esto no puede continuar así -decía-. Esto tiene que acabar. Pero ¡cómo! Pero ¡cómo! -agregaba, con la voz entrecortada de sollozos.

-No te aflijas, querido, no te aflijas. No ha sido nada. Unos arañazos.

Y hubo besos y abrazos de una ternura exquisita, y palabras de amor y de consuelo, reveladoras de dos almas débiles que se refugiaban en una misma tristeza.



Llegado a su domicilio, el médico, rendido de fatiga, de debilidad (aún no había almorzado) y de angustia, se echó sobre el canapé gimiendo y llorando copiosamente, como si se le hubiera roto un tumor de lágrimas en cada ojo.

-¡Llora, llora! -exclamaba Alicia con infame complacencia.

-¡Miserable! ¡Miserable! -tartamudeó Baranda incorporándose y dirigiéndose hacia Alicia en ademán de estrangularla.

Pero ella, irguiéndose como una culebra, chispeantes los ojos, apretada la boca, le rechazó diciéndole:

-¡Qué has de atreverte, qué has de atreverte!

Tenía en la mano un bisturí.