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A fuego lento: 32

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Capítulo II

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El día amaneció moralmente borrascoso, más borrascoso que de costumbre. Baranda, después de desayunarse, se preparaba a salir para ver a sus enfermos, cuando Alicia entró en el consultorio, simulando buscar algo.

El doctor se la quedó mirando con cierta sorpresa.

-¿Qué me miras? -le preguntó con marcada hostilidad.

El médico, sin contestar, continuó mirándola con fijeza.

-Ya sé que intentas dejarme plantada -agregó Alicia con tono agresivo-. Claro, quieres eliminarme para poder entregarte libremente a la otra.

El doctor no respondió palabra.

-¿Para eso me seduciste?

-Sedujiste, sedujiste.

-Bueno, sedujiste o seduciste. Da lo mismo. A mí nadie me ha enseñado nada. Yo pude casarme muy bien en mi país. ¡Cuán otra hubiera sido mi situación!

-Sí, andarías en chancletas, comida de piojos... -contestó Baranda.

-¿Conque en chancletas, eh? ¿Conque comida de piojos, eh? -replicó Alicia poniéndose en jarras y sacudiendo el busto-. Conmigo te das tono; pero yo no veo que en París te hagan caso. ¿A qué celebridad asistes? ¿Quién te conoce fuera de nuestra colonia? ¿En qué revista de circulación escribes? Y lo que escribes ¿quién lo lee? Claro, al lado de don Olimpio, que es un besugo, eres una lumbrera; pero al lado de las lumbreras, eres menos que un fósforo.

Baranda se puso lívido de ira.

-¡Alicia, vete! ¡Vete o te estrangulo!

-¿Estrangularme tú? ¡Cobarde! ¿Por qué no estrangulaste a don Olimpio en Ganga cuando te contó Plutarco que iba a apedrearte? ¡Estrangular tú! Lo que hiciste fue tomar el buque, de prisa y corriendo.

Baranda se tapaba los oídos, convulso, ceniciento.

Alicia continuaba cada vez más provocativa:

-¡Medicucho sin enfermos! ¡Bellâtre!

-¡Miserable, ladrona! -rugió él fuera de sí-.¡Lárgate o llamo a la policía! ¡Lárgate!

-¡Cobarde! Todo lo compones con eso: con llamar a la policía. Llámala. ¿Crees que me metes miedo?

El médico se puso el gabán y como Alicia le cortase el paso, la dio un empellón.

-¡Cobarde, cobarde! ¿Conque en chancletas, eh?

-Sí, en chancletas, prostituyéndote a todo el mundo, porque de atrás le viene el pico al garbanzo...

-¿Qué quieres decir con eso? Que mi madre fue una...

No concluyó la frase. Cayó de espaldas, víctima de una convulsión, dando alaridos como si la degollasen.

-¡A ver si no revientas! -exclamó él tomando el sombrero.

-¡Ese hombre, ese hombre! -sollozaba al poco rato volviendo de su paroxismo.

-Cálmese, señora -dijo la sirvienta atribulada.

-Déme usted acá la valeriana. Aquel frasco, el de la derecha -añadió llorando.

Tomó una cucharada. Luego, al verse sola, se puso a registrar el despacho. En una de las gavetas había un cofrecito cerrado con llave.

-¿Qué habrá aquí? -se dijo sacudiéndole y tratando después de abrirle-. Tal vez su testamento.

Con unas pinzas intentó en vano descerrajarle. Luego abrió otra gaveta del escritorio. En un sobre halló tres billetes de cien francos que se metió apresurada en el seno.

Por vez primera se fijó en el busto de la joven que estaba sobre la biblioteca giratoria.

-El dice que fue su novia. ¡Vaya usted a saber!

Una hora después estaba Alicia en el portal, elegantemente vestida, llamando un coche. El cual la condujo a la capilla española de la avenue Friedland, a donde acudía lo más selecto de la colonia hispanoamericana.