A fuego lento: 33
Capítulo III
[editar]Baranda estuvo ausente, al lado de Rosa, varios días, al cabo de los cuales sintió un deseo vehemente de volver junto a Alicia, como el asesino a la casa donde cometió el crimen. Abatido, sin confianza en sí propio, delegó en Plutarco para que se entendiese con ella.
Cuando Plutarco llegó a casa del médico, Alicia se aprestaba a salir. Al verle, su corazón dio un vuelco.
-Vengo -dijo Plutarco- de parte del doctor.
Alicia, disimulando su sorpresa, respondió con fingida altanería:
-Aquí no tiene usted que venir a buscar nada.
-Es que se trata de algo muy grave.
-¿De algo muy grave? -preguntó Alicia consternada. Después, reponiéndose, añadió:
-Pasemos al recibimiento.
Y sentados, repuso:
-Usted dirá.
-Alicia, usted sabe que soy su amigo.
-¡Mi amigo! ¡Qué ironía! Continúe.
-Que me intereso por usted...
-¡Ja, ja!
-Créame.
-Bueno. ¿Y qué?
-El doctor tiene sobrados motivos...
-Si empieza usted por disculparle, le dejo solo.
-No, demasiado sabe usted que digo verdad. La vida con usted se le ha hecho ya imposible. Usted le prometió enmendarse y no ha cumplido su palabra. Está enfermo.
-Yo también.
-Sí, pero su enfermedad de usted...
-Histérico, ya me lo han dicho.
-Está enfermo. Tiene albuminuria y esta enfermedad requiere una vida sin emociones depresivas.
-¿Albuminuria? Nunca me lo dijo. Sin duda, los excesos, pero no conmigo.
-¿Cómo quiere usted que la diga nada si sabe que a usted lo suyo no la importa?
-Bueno. Tiene albuminuria. ¿Y qué?
-Dejémonos de más exordio y al grano.
-Al grano, eso es.
-El doctor me encarga que la proponga a usted lo siguiente, ya que, por lo visto, la conducta de usted no reconoce otro móvil...
-¿Con qué derecho habla usted de los móviles que pueda yo tener? ¿Está usted dentro de mí?
-¿Quiere usted cuarenta mil francos y el pasaje hasta Ganga?
Alicia se levantó iracunda y se puso a pasearse.
-¡Cuarenta mil francos! ¡Ocho mil cochinos pesos! ¡Pero ese hombre está loco!
-Pues si usted no se va, se irá él.
-¿A Ganga? -repuso Alicia riendo.
-Pero usted ¿qué se propone?
-Y a usted ¿qué le importa?
-Óigame, Alicia -añadió Plutarco en tono conciliador-. ¡Tenga usted compasión de ese hombre!
-¡Compasión! Cualquiera creería que le martirizo. ¡Pobre niño inocente! ¿Qué hago yo? Lo que haría cualquiera mujer en mi caso. ¿Usted imagina que no tengo dignidad? ¿A usted le parece bien que un hombre tenga una querida en mis propias narices y que se gaste con ella lo que a mí me corresponde?
-¡Usted no tiene corazón! Usted es una serpiente.
-¡Ojalá lo fuera, para inocularles a todos ustedes la muerte! Pero le advierto que si continúa usted por ahí, le pongo en la calle.
Plutarco calló por un momento, al cabo del cual, no sabiendo qué decir tomó el sombrero y se dirigió a la puerta. Alicia le detuvo.
-En resumidas cuentas, ¿qué pretende ese hombre? ¿Que me largue para que pueda a sus anchas divertirse con la otra? Pues no lo conseguirá. ¡No lo conseguirá! Que me lleve a los tribunales, que entable cien demandas de divorcio. ¡Que haga lo que quiera! Todo, menos eso. Le pondré de manifiesto, le calumniaré, si fuere preciso. Él está habituado a dar con mujeres débiles, y yo, sin saber leer ni escribir, no me doblego a sus caprichos. ¿Quiere paz? ¡Que deje a esa mujer! Y que no me venga con mezquinas transacciones de dinero.
-No se haga usted la desdeñosa del dinero, porque para usted no hay más que eso. ¡Que la ofrecieran a usted quinientos mil francos...!
Después de un largo silencio, agregó:
-¡Cómo se la ha subido a usted París a la cabeza! En Ganga no era usted así. ¡Qué humos!
Plutarco no la calumniaba. París la había transformado. Su ambición dormida despertó con los incentivos del lujo parisiense, como esas semillas encontradas en los sepulcros egipcios que arraigan a la luz del sol. La idea de heredar al doctor, a quien suponía rico; la de poder disfrutar, una vez viuda, de una libertad completa, sin preocuparse del mañana, la roía sordamente. Su mórbida excitación nerviosa, por un lado, y por otro su falta de tacto y de diplomacia, no la permitían seguir en frío un plan encaminado a realizar sus aspiraciones.
-Ya sé yo -prosiguió Plutarco- quiénes son sus inspiradores: don Olimpio y la Presidenta, ese par de libertinos indecentes.
-¡Mis inspiradores! ¿En qué? ¿Necesito, yo de alguien para ver? Ellos dicen lo que todo el mundo: que no se explican cómo soporto que ese hombre tenga una concubina públicamente.
-Se le ha dicho a usted un millón de veces: Rosa es una amiga del doctor y sólo una amiga.
-No me juzgue usted tan imbécil. ¡Una amiga! Si, una amiga con quien se acuesta. Pero usted ¿es padre o hermano de ese hombre?
-No. Es mi amigo y mi protector. Después de todo, la culpa no es de usted. Es suya. Si a cada escándalo la administrase a usted una paliza, ya se guardaría usted muy mucho de reincidir. Pero el doctor carece de energía, y, claro, usted abusa.
-Y a usted ¿quién le mete? ¡Es usted un intruso, un enredador!
-Yo seré lo que usted quiera, pero usted es una miserable, una ladrona, y seré yo quien acabará por meterla en la cárcel.
-¡Y usted es un indio, un alcahuete! ¡Un vividor!
Y le tiró furiosa la puerta a la cara.