A fuego lento: 39

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Capítulo IX[editar]

Cuando el médico, de vuelta del campo, entró en su casa, Alicia no estaba; había salido. A la impresión de triste descoloramiento que le produjo la ciudad después de dos meses de comunión diaria con el mar y la llanura sin límites, se unió la que le produjo su casa silenciosa y fría como un sepulcro.

-La señora no está -le dijo la portera, ganosa de chismear-. Por lo común no come en casa y vuelve tarde.

-Durante mi ausencia ¿ha venido alguien a preguntar por mí?

-Que yo sepa, no. Sólo han venido los amigos de la señora -y por las señas que le dio supuso que eran los de siempre.

-Con quien más ha salido -prosiguió- es con esa señora polaca a quien llaman la marquesa.

-Sí, la marquesa de Kastof. Una tía.

La portera compartió la opinión del médico con una sonrisa.

-¿Se fijó usted si durante mi ausencia la señora hizo algún viaje?

-No lo sé, señor; pero creo que sí. A lo menos una noche no durmió en casa. ¿Quiere el señor que le haga un caldo o una taza de café? -añadió al oírle quejarse de fatiga.

-No. Sólo deseo echarme. Estoy cansado.

-¿No le ha hecho bien el mar al señor?

-Sí-contestó incrédulo.

Cuando la portera le pidió permiso para retirarse, el médico la puso en la mano dos luises.

-Gracias, señor, muchas gracias. Si en algo me necesita, no tiene más que llamarme. Estoy siempre en la portería.

-Oiga usted. ¿Qué dijo la señora cuando volvió del campo?

-¡Ah, señor! Que aquello era muy feo.

-Y de mí ¿no dijo nada?

-Tantas cosas ha dicho de usted otras veces que ya ni me acuerdo. Siempre habla mal de usted.

-Y ya usted sabe que yo no la niego nada.

-Sí, señor, lo sé. Es usted demasiado bueno. Todo el mundo lo dice.

-Bueno. Adiós.

Baranda entró en su gabinete. Todo estaba, al parecer, como lo había dejado, salvo el polvo que cubría los muebles y los libros. Con todo, al abrir una gaveta notó que varios sobres que dejó cerrados estaban rotos. Eran apuntes y notas personales sin importancia para nadie. Después advirtió la ausencia de las acuarelas de Gustavo Moreau, que tenía en el despacho. En la sala se fijó en que faltaban varios cuadros y un jarrón de porcelana con un pedestal de ónix.

-¿Quién se habrá atrevido a llevárselos? -se preguntaba paseándose con cierta inquietud.

En esto llegó Alicia acompañada de la marquesa.

-Buenas tardes -la dijo el médico.

Alicia, sin responderle, sin mirarle siquiera, se llevó a su amiga al saloncito.

A poco llegó Plutarco con un mozo de cuerda que traía el equipaje.

-¿Me quieres decir, Alicia, dónde están las acuarelas y los cuadros de la sala? -la interrogó en voz alta.

Alicia, sin contestarle, siguió hablando muy quedo con la marquesa.

Baranda, aproximándose, insistió:

-Que dónde están las acuarelas y los cuadros.

El mozo de cuerda dejó los baúles en el pasillo y se fue.

Exasperado el doctor por este silencio ofensivo, se atrevió a gritarla:

-Te pregunto que dónde están los cuadros...

-A mí ¿qué me cuentas? ¡Yo qué sé!

-¿Cómo que no sabes? ¿No has estado aquí durante mi ausencia? ¿Quién ha entrado aquí? ¿Quién me ha robado los cuadros?

Plutarco contemplaba silencioso y pálido la escena. Alicia y la marquesa se miraban sin desplegar los labios.

-O me dices quién me ha robado los cuadros o ahora mismo doy parte a la policía y te hago llevar a la cárcel.

La marquesa se movía nerviosa en la silla con ganas de tomar la puerta.

El doctor hizo subir a la portera.

-¿Ha visto usted -la dijo- salir a alguien de aquí con unos cuadros?

La portera, después de mirar a Alicia con cierto embarazo, respondió con timidez:

-No, señor. A nadie.

-¡Rayos! -exclamó dando una patada- ¿Quién se ha llevado entonces los cuadros? ¿Quién?

Al ver que todos callaban, continuó dirigiéndose a la portera:

-¡Hable usted o llamo al comisario de policía!

-Hable usted -insistió Plutarco-, no tenga miedo. Hable.

-Yo soy quien va a hablar -dijo Alicia encarándose con el médico-. Y empiezo por decirte ¡que eres un canalla, un cínico! ¿Niega, niega que te has pasado todo este tiempo con Rosa?

-¿Ve usted, doctor, cómo era ella? -añadió Plutarco.

-¿Vio usted, doctor, cómo era ella? -repitió Alicia gangosamente burlándose de Plutarco-. Sí, era yo. ¿Y qué? Quería convencerme y me he convencido. En cuanto a los cuadros les he vendido porque necesitaba dinero. Ahora da parte a la Policía. Haz lo que quieras.

Baranda, arrojándose sobre ella colérico, la dio un puñetazo en la cara.

-Bien hecho -exclamó Plutarco-. Lástima que sea uno solo.

Alicia dio un grito y cayó desplomada.

-No, la culpa no es sólo de ella -dijo la portera, colocando a Alicia en el sofá-. Esa señora es quien la ha ayudado a vender los cuadros.

-¿Yo? -contestó la marquesa poniéndose lívida.

-Sí, usted.

-¡Fuera de aquí! -bufó el médico cogiéndola por un brazo y echándola a la calle- ¡Fuera de aquí, alcahueta indecente! ¡Fuera de aquí!

La marquesa tomó la puerta más que de prisa sin atreverse a replicar.

Alicia fingió un soponcio, suponiendo, sin duda, que con este ardid y la trompada todo acabaría. Comprendiendo lo vituperable de su conducta y temerosa esta vez de que el médico pudiera matarla, permaneció callada e inmóvil en el sofá.

-Me siento malo -dijo Baranda derribándose sobre una silla-. Quiero acostarme.

La cama no estaba hecha y el cuarto era un hielo. Mientras la portera la hacía, Plutarco encendió el chubesqui.

-Bien ha podido usted pasar la escoba aunque hubiera sido una vez -dijo Plutarco a la portera.

-La señora no me dijo nada...

-Se necesita una sirvienta. A ver si mañana mismo la trae usted. Y ahora haga usted una taza de caldo o caliente un vaso de leche. Si no la hay, corra por ella.

-Eso lo puedo yo hacer muy bien -dijo Alicia desperezándose como si despertase de un sueño.

Plutarco, mirándola con soberano desprecio, continuó arreglándolo todo. Él mismo ayudó al médico a desnudarse y, metiéndole en la cama, le arropó cuidadosamente. Luego se fue a cenar y volvió en seguida.

Baranda, temblando de frío, se quejaba de la cabeza y de agudos dolores lumbares. Durante la ausencia de Plutarco, Alicia se le apareció con un vaso de leche que el médico rehusó.

-De ti, nada, ni la gloria si existiese.

-Mejor -dijo ella algo corrida-. Después de todo, a ver cómo no revientas. ¡Lo que te habrás divertido con la otra! Ahora di que soy yo quien te ha puesto así.

El médico, después de reflexionar, convino con Plutarco en no volver sobre el asunto. ¿Qué lograba él con dar parte a la policía? Meter a Alicia en la cárcel y no recuperar los cuadros. Sería un escándalo mayúsculo que redundaría en perjuicio suyo.

-Cuando esté mejor ya veremos lo que se hace. Me siento muy mal y no tengo fuerzas para nada. A ver, tómeme el pulso. Creo que tengo fiebre.

-Sí, está usted febril -respondió Plutarco-. El disgusto.

En esto subió la portera con una carta.

-Ábrala usted, Plutarco -le dijo el médico.

Era una carta en que una de sus mejores clientas le acusaba indignada de haber revelado el secreto profesional. Sólo Alicia, a quien el médico había confiado privadamente -y no en son de chisme sino más bien de lástima-, que aquella señora padecía de la matriz, se lo podía haber contado.

-¿De quién es y qué dice la carta? -preguntó el médico al ver que Plutarco tardaba en darle cuenta de su contenido.

Plutarco, perplejo, no supo al pronto qué decir.

-¿Alguna mala noticia? -añadió Baranda impaciente.

-Mala precisamente, no.

La duda para el médico, dada su nerviosidad, era peor que la certidumbre.

-A ver, démela acá -prosiguió sacando un brazo de la cobertura.

Plutarco se la dio maquinalmente.

-Acérqueme la vela -añadió, y, frunciendo el entrecejo, con una mano a guisa de pantalla ante los ojos, se puso a leer. Incorporándose de pronto le dijo que llamase a Alicia.

-¿Conque has ido a contar a esa señora lo que yo te conté en secreto, eh?

-¿Yo?

-¡Sí, tú, tú, miserable!

Alicia trató de escabullirse; pero Plutarco la detuvo. Nunca había visto al médico tan nervioso y agresivo. El aire del mar le había irritado. Echándose de la cama la golpeó a su antojo.

-¡Canalla, canalla! ¡Estoy harto de ti, harto, harto!

-¡Cobarde, cobarde! -gritaba ella defendiéndose.

Baranda se desplomó sobre la cama lívido, desencajado, con la nariz afilada y los ojos radiantes de fiebre. Los dientes le castañeteaban y grandes cercos violáceos sombrearon sus párpados carnosos. Plutarco pasó la noche junto a él como una hermana de la Caridad, mientras Alicia, vestida, roncaba tirada en el canapé, con una botella de cognac, medio vacía, entre los brazos.

-Bebo para olvidar -decía.