A fuego lento: 40

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Capítulo X[editar]

A la noticia de la enfermedad de Baranda se llenó la casa de gente.

-Es el mal de Bright -dijo el médico que le asistía-. Vea usted los orines: son sanguinolentos. Vea usted la edema de la faz.

Plutarco convino en todo con su cofrade.

-Leche a pasto, aguas alcalinas -continuó el médico-; fricciones secas, e inhalaciones de oxígeno. Y reposo, mucho reposo. Nada de emociones fuertes. Si pudiera irse a un clima cálido y seco... le haría mucho bien.

-Doctor -le dijo aparte Plutarco-, ¿no podríamos trasladar al enfermo a una casa de salud? Porque lo que es aquí... -y le contó la triste historia de su vida doméstica.

-Eso lo veremos más adelante -contestó el médico tratando de zafar el cuerpo.

Luego agregó:

-Si los dolores lumbares persisten, le pondremos unas ventosas. ¿No tiene perturbaciones visuales y auditivas?

-Creo que no.

-Ya vendrán, ya vendrán -y tomando el sombrero se despidió del paciente y de su amigo.

Ya en la puerta, le recomendó que no dejase entrar a Alicia en la habitación.

-Hay que evitar toda emoción.

Entretanto en el saloncillo charlaba Alicia con sus amigas.

-¿Qué quieres, hija mía? -dijo a la Presidenta-. Se ha pasado dos meses de orgía con la otra. Está reventado.

-No hables así -respondió Nicasia-. Eres terrible.

-¡Defiéndele, defiéndele! Era lo único que me faltaba.

-Ni le defiendo ni le acuso. Me da lástima. Es un ser que sufre, y todo ser que sufre no puede menos de inspirarme simpatía.

-Tiene usted razón -arguyó con su natural hipocresía la Presidenta-; pero eso no impide que busquemos la causa del mal.

-Cualquiera creería que es usted médico -contestó riendo Nicasia.

-Poor man? -exclamó mistress Campbell.

-Sí, es muy digno de piedad; pero también esta infeliz... -añadió la Presidenta señalando a Alicia.

-Ahora todos se vuelven contra mí -dijo Alicia-. Sí, soy una infame que tiene la culpa de todo.

-¿Y qué tal ha pasado la noche? -preguntó don Olimpio fingiendo un interés que distaba mucho de sentir.

-Mal -respondió Alicia con indiferencia-. Es decir, creo que mal. Quien debe de saberlo es Plutarco.

-¡Qué amigo! -exclamó Nicasia.

-Sí, con su cuenta y razón -insinuó Alicia.

-Hija, no seas tan mal pensada. Él trabaja y se gana la vida.

-¡Psi! -silbó Alicia.

-Yo quisiera verle -dijo la inglesa-. Poor man, poor man! -y se dirigió al cuarto, sin más ni más.

-¿Cómo está, doctor? -le preguntó acercándose a la cama.

-Mal, muy mal, señora -contestó el médico con voz apagada.

-¡Ah! ¡Cuánto lo siento! ¿Qué puedo hacer por usted, dear?

-Nada, señora. Gracias.

La inglesa, acercándose hasta el lecho, se puso a arreglarle las sábanas, y después de acariciarle las barbas, le dio un beso en la frente.

Luego se le quedó mirando con ojos fijos y febriles.

Al entrar Plutarco en la alcoba le dijo:

-Ya usted sabe: si en algo puedo ser útil no tiene más que avisarme al hotel, rue Lord Byron.

Y le dio su tarjeta.

-Gracias, señora -respondió Plutarco.

Su altruismo de sojana se reveló en aquel momento. Seguía enamorada del médico; pero la compasión que le inspiraba era más fuerte que su amor.

Al salir de la alcoba, la Presidenta la preguntó con malicia:

-¿Y cómo va el enfermo? ¿Habló usted con él?

-Sigue lo mismo. ¡Pobre!

A poco llegó el diputado Grille, que manifestó vivo interés por el médico. Mientras departía con Plutarco, la inglesa contaba sus impresiones del verano. Había estado en Biarritz.

-¡Qué playa más hermosa! -decía-. Todas las mañanas íbamos a Bayona en bicicleta y muchas tardes a San Juan de Luz o San Sebastián, en automóvil. Por las noches, al Nouveau Casino. Aquello es muy alegre y divertido.

-Pues nosotras -dijo la Presidenta- hemos pasado un mes en Cabourg, que es una playa muy chic. Toda la colonia hispanoamericana estaba allí.

-También estuve en Fuenterrabía -continuó la inglesa-. ¡Oh, un pequeño paraíso de verdura! El verano que viene le pasaré allí. ¡Cuánta luz, cuánta ruina poética y melancólica!

-Pues, hija -dijo Alicia-, yo he pasado un verano muy agradable en París. Por las tardes al Bois, alguna que otra noche a los Embajadores o a Folies-Marigny, y después del almuerzo, a las tiendas. ¿Verdad, Nicasia?

-Te habrás asado de calor -dijo doña Tecla.

-Usted olvida que soy del trópico. A mí el calor me gusta. Es cuando vivo. El invierno me aflige y amilana.

La inglesa no sabía cómo quitarse de encima a Marco Aurelio cuyas continuas demandas de dinero la encocoraban. Fue un capricho senil que pasó pronto y del que se mostraba arrepentida. Mientras estuvo en Biarritz la escribió un centenar de cartas que empezaban con fingidas protestas de amor y acababan con súplicas pecuniarias. Entre bromas y veras la había sacado más de veinte mil francos. Un viaje al Cairo era el único medio de poner fin a aquella explotación.

Doña Tecla y don Olimpio, arruinados por la Presidenta, se preparaban a volverse a Ganga de un día a otro. Alicia se quedó medio dormida en una butaca. A cada rato, en los intervalos de su modorra, entraba en el comedor para atizarse un trago de cognac.

-En esta calle -observó la inglesa- hay mucho ruido.

-¡Oh, no me hable usted! -dijo Alicia desperezándose-. Tenemos la gare Saint-Lazare a dos pasos y el bureau de ómnibus en la esquina.

-Y el tranvía eléctrico que pasa por la puerta -añadió Nicasia.

-A ciertas horas -continuó Alicia -la calle parece un trueno.

-Tanto ruido tiene que hacerle daño al doctor -indicó Nicasia.

-También culpa mía -agregó Alicia con sarcasmo.

Después de tomar el té, todos se fueron, menos Nicasia que se quedó acompañando a Alicia. La Presidenta cuchicheó con ésta largo rato en la puerta, primero, y en el comedor, después. Mimí salía de la alcoba del enfermo. Después de estirarse, sacudirse las orejas y de dar una vuelta por la casa, con aire triste y decaído, se volvió junto al médico metiéndose bajo la cama.

La Presidenta, despidiéndose de Alicia, la dijo:

-No te descuides, no te descuides.

-¿Quieres que te sea franca, Alicia? Esa mujer no me gusta. Me parece hipócrita.

-¿Por qué, Nicasia?

-Siempre anda con secretos e insinuaciones. No te fíes.

-¡Fiarme! No me fío ni de mi sombra.

-No creas que te quiere. Recuerda cuando se le metía a tu marido por los ojos.

-A propósito. Voy a llevarle la leche.

Plutarco dormitaba en una butaca, rendido de fatiga. Baranda dormía profundamente.

-La leche -dijo Alicia despertándole.

El médico se volvió contra la pared.

-¡La leche! -repitió Alicia imperiosa.

-Déjele usted que duerma -contestó Plutarco.

Alicia, aproximándose a la cama, repitió más recio:

-¡La leche!

-¡Diantre con la mujer! -exclamó el médico irritado-. No la quiero. Déjame en paz.

-¡Ay, qué ordinario y qué mal agradecido! -y tirándole la leche con vaso y todo sobre la cama, salió furiosa.

Plutarco, reprimiéndose para no pegarla, recogió el vaso y secó las sábanas.

¡-Qué fiera, qué fiera! -exclamó el médico, revolviéndose en la cama-. No la deje usted entrar, Plutarco.

-Si se cuela como una sombra.

-Cada vez que entre, échela.

-Ya ves, Nicasia. No ha querido la leche. Luego dirá que soy una histérica que le amargo la vida. Yo misma se la he llevado.

-¡Ay, hija!, eres insoportable. Si no la quiere ahora, ya la tomará luego. No le violentes.

-Pero ¿en qué le violento? Si no se la hubiera llevado, habría dicho que le abandono. Vaya, que mi situación es deliciosa...

-¿Cómo quieres que te reciba después de lo que le has hecho? Permíteme que te diga que tu conducta para con él es muy reprensible.

-¿Y la suya? ¿Te parece bien que se haya pasado dos meses con la querida públicamente? ¿Eso no es reprensible?

-Sí, lo es. Pero tu deber es perdonar.

-Yo no perdono. No puedo.

-No hay nada más hermoso, nada más noble que el perdón. En la incertidumbre en que vivimos de poder juzgar a los demás -nadie sabe los móviles que nos impulsan a obrar- lo que aconseja la moral cristiana es el perdón.

-Déjame a mí de filosofías. ¡Cómo se conoce que eres viuda!

-Pero ¿acaso crees tú que yo no perdoné muchas veces? Por eso logré que me amasen. No se cazan moscas con vinagre. Si tú hubieses perdonado desde el primer día, estoy segura de que tu marido hubiera cambiado; pero ¿qué hiciste?

-Llorar mucho -contestó Alicia-. Me casé con muchas ilusiones, con mucho amor. Pero ¡ah! ¿Sabes tú lo que significa sorprender al hombre a quien se ama en brazos de otra? Eso es peor que la muerte. Es el terremoto moral. Si me hubiera sido fiel, le hubiera adorado. Tú lo has dicho: no podemos juzgar a los demás.

Después de una pausa continuó:

-Ya sé que él dice que soy una histérica. Los hombres lo arreglan todo con eso. Lo seré, no lo niego; pero la causa de mi locura no es sólo mi histerismo. Me dirás que nunca he carecido de nada, es cierto; pero una mujer como yo no se conforma con eso sólo. Yo necesito algo más, lo que necesitamos todas las mujeres: ¡cariño, respeto, estimación! Mi ignorancia no disculpa su proceder. Yo no he leído en los libros, pero he leído en la vida. Él morirá sin haberme conocido, aunque con la pretensión de haberme juzgado. Así son los hombres: ilusos y vanidosos.

Lo que hay es lo que hay -prosiguió tras un silencio-. Que se cansó muy pronto de mí. Y no le demos vueltas.

La lámpara arrojaba una luz tibia, discreta e insinuante que incitaba a las confidencias. En la casa reinaba un silencio interrumpido a intervalos desde fuera por el cascabeleo de los coches y las trompetas de los tranvías y los ómnibus.

-Y ahora te pregunto yo una cosa -continuó Alicia irguiéndose en la butaca-. Ese hombre, ¿no puede testar a favor de la otra y dejarme en la calle? ¡Y figúrate mi situación! Sobre cornuda... ¡Oh, no! -y se puso a pasearse febril-. ¡Y quieres que perdone! ¡Si yo pudiera decirte lo que siento! ¡Si yo pudiera comunicarte las ideas que pasan por este cerebro inculto y los estremecimientos de mi corazón!

Se sentó bruscamente, y apretándose las sienes con las manos se puso a mover la cabeza y los pies. Luego, levantándose y dejando caer los brazos, exclamó:

-¡Soy más desgraciada de lo que imaginas!

Nicasia no sabía qué responder. Estaba compungida.

Alicia continuó:

-La idea de que la otra se quede con todo lo mío me vuelve loca. ¿Qué quieres? Soy mujer de pasiones y la pasión es ciega. ¡Qué raro! Soy india -¿a qué negarlo?- y las indias suelen ser apáticas y sumisas. ¿Cómo te explicas tú eso?

-Los ingleses son flemáticos y yo he conocido algunos muy irritables. No se debe generalizar -contestó Nicasia.