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A fuego lento: 44

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Capítulo XIV

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Mientras el cadáver, bajo la bruma glacial de un día de Noviembre, atravesaba, camino del Père Lachaise, los bulevares exteriores -pobres, sucios y fangosos como grandes calles de provincia-, Alicia y Nicasia, a la luz de una lámpara de petróleo, revolvían los cajones del despacho del difunto. En el fondo de uno de ellos encontraron viejos retratos suyos.

-Así era cuando le conocí -suspiró Alicia-. Así era -y se quedó pensativa mirándole.

-¿Sabes que huele a podrido? -exclamó Nicasia volviendo la cabeza-. ¿Qué será?

Era el cadáver del perrito que yacía bajo la cama.

-Tenía más corazón que tú -observó Nicasia con supersticiosa tristeza.

-No me digas eso -contestó Alicia-. Así era cuando le conocí en Ganga -continuó sin apartar los ojos del cartón-. Si él padeció, yo también he padecido. Créeme. No me olvido de mis noches sin sueño, cuando él me dejaba sola, solita en alma en esta casa vacía y silenciosa. Y mientras él estaba con la querida, yo me pasaba las horas enteras llorando, llorando. ¡Ah, cómo le quería entonces! El fue toda su vida un hipócrita, un libertino. Ya sé que a mí me acusan -tú, la primera- de haber sido con él interesada y dura. Me volví egoísta desde el día en que supe que se gastaba el dinero con la otra. ¿Iba yo a economizar sabiéndolo? Buena tonta hubiera sido. Los celos me exasperaron y el desdén con que me trataba me volvió loca. Pero ¿a quién puedo yo explicarle lo que pasaba por mí? Yo misma no acertaría a explicarlo. Sólo sé que sufría y que en mi despecho, una rabia intensa me empujaba a torturarle, a la vez que me torturaba a mí misma. Era un placer doloroso parecido al que debe de sentir el asceta cuando se martiriza.

-Te comprendo, te comprendo -la interrumpió Nicasia.

Siguieron registrando las gavetas.

-¿Qué habrá en este cofrecito? -se preguntó Alicia-. Le he tenido varias veces en mis manos y no he podido abrirle. A ver si con estas pinzas... -y se puso a forcejear hasta que hizo saltar la cerradura. Eran cartas, amarillentas y borrosas. En el fondo, bajo los paquetes, encontraron una fotografía.

-¿Quién será ésta? -dijo Alicia.

Luego, volviendo el retrato, añadió:

-Tiene dedicatoria. A ver, lee, Nicasia.

-«A mi...» -y se quedó suspensa.

-Sigue, sigue -continuó Alicia con ansiedad.

-«A mi adorado tormento».

Nicasia y Alicia se miraron estupefactas.

-A ver la firma -insistió metiendo las narices en la cartulina y leyendo imaginariamente con el deseo.

-«Tu Julia. Santo 18...»

Alicia, después de forzar largo rato la memoria exclamó, dándose una palmada en la frente:

-¡Ya sé! Esa es la primera novia que tuvo. Mira, ese es su busto. ¡Oh, cuántas veces me habló de ella! ¡Era tan pura, tan inocente, «un lirio del valle», como él decía! A ver, léeme las cartas.

Nicasia deshizo uno de los paquetes cuidados mente atados con una cinta, pajiza por el tiempo.

Leyó primero para sí. Alicia seguía con los ojos la lectura, devorada por la impaciencia y la curiosidad. Nicasia, al terminarla, se quedó mirando a Alicia con lástima.

-¿Qué dice? ¡A ver! -añadió ésta frunciendo las cejas, con los ojos secos y ardientes.

-Pues, hija, que no veo la pureza. Aquí se habla de «la deliciosa noche de amor que pasé entre tus brazos» y de «tus caricias de fuego»...

-¡Ah, miserable! ¡Ah, grandísimo hipócrita! ¡Y me la pintaba como una virgen pura! ¡Si no hay una sola mujer honrada! ¡Si no hay un solo hombre que no sea un canalla!

Y rompió a llorar desesperada. Luego, revolcándose en aquella cama donde tantas veces habían gozado juntos, rugió de ira, de amor, de celos, de impotencia. Y maldijo la hora en que le conoció y bendijo la hora de su muerte.

Después, irguiéndose, desgreñada, con los ojos como dos carbunclos, exclamó:

-¡Canalla, canalla! ¡Ha hecho bien en morirse!

Por último, se quedó interrogando, con los ojos fijos, el busto de Julia, aquel busto de mármol que la miraba, a su vez, fijamente, con sus ojos fríos y muertos...