A fuerza de arrastrarse: 29
Escena X
[editar]PLÁCIDO Y CLAUDIO, pálido y agitado.
PLÁCIDO.-(Furioso.) Pero ¿a qué vienes?..., ¿Te has vuelto loco? (Corre y cierra la puerta del fondo.)
CLAUDIO.-¡Es posible..., porque me has metido en unos laberintos!... ¡Vine bastante sereno, porque estuve pensando toda la noche: «Esto no es más que comedia..., ese duelo no es cosa formal..., es decir, para todos es muy formal...; para Plácido y para mí es una farsa.»!
PLÁCIDO.-Una farsa, pero muy provechosa.
CLAUDIO.-Y lo que yo pensaba: Plácido no ha de matarme.
PLÁCIDO.-¡No estoy seguro!
CLAUDIO.-¡Hombre, por Dios..., piensa que soy tu amigo!
PLÁCIDO.-¡Eres mi condenación!
CLAUDIO.-¡Te repito que vine con bastante valor! ¡Estaba satisfecho de mí! Venía diciéndome a mí mismo: «¡Aquí hay un hombre!» La puerta del parque estaba entornada, y por orden del marqués me esperaba Javier..., con una cara feroz. «Ya estás dentro -me dijo-; cumplí el mandato», y cerró la puerta y se fue, y me quedé solo... y me dio miedo. ¡Ea!, te digo la verdad: me dio miedo. Y empecé a dar vueltas, hasta que encontré no sé a quién..., a un criado, y le pregunté por ti, y me señaló este pabellón..., y aquí estoy.
PLÁCIDO.-Pero ¿no comprendes que no podemos vernos hasta llegar al terreno?.
CLAUDIO.-Pero si es que precisamente yo no quiero llegar al terreno.
PLÁCIDO.-¡Si está todo concertado!
CLAUDIO.-Pues se desconcierta.
PLÁCIDO.-Pero ¿cómo, reverendísimo imbécil?
CLAUDIO.-Como se hace en estos casos: «nos hemos visto, nos hemos dados explicaciones y somos amigos».
PLÁCIDO.-¡Pues no lo somos, sino enemigos mortales!
CLAUDIO.-¡Por Dios, Plácido, que me comprometes!
PLÁCIDO.-¡Ay, qué hombre!... ¡Si no corremos ningún peligro..., si te lo he explicado cien veces..., si esto no lo sabe nadie. Mira, llegamos al terreno, tú, con tus padrinos; yo, con los míos.
CLAUDIO.-Eso es precisamente lo que yo no quiero. Mis padrinos son los que me dan miedo. ¿Y si adivinan la farsa y se empeñan en que hemos de batirnos de veras?
PLÁCIDO.-¡Pero si no pueden adivinar nada!
CLAUDIO.-¡Los padrinos tienen muy mala intención!
PLÁCIDO.-¡Y tú peor!
CLAUDIO.-Pues oye: me parece que tendría menos miedo si el lance fuera «de verdad». Es una mezcla de miedo y de vergüenza, lo que siento.
PLÁCIDO.-Basta, no seas necio. ¡Obedéceme! ¡O te juro que el lance será serio, ya que esto te agrada más! ¡Yo no tolero que estúpidamente descompongas mis planes!
CLAUDIO.-Pero ¿y si te ocurre una desgracia?
PLÁCIDO.-¡Si no es posible! Atiende: llegamos al terreno; te dan una pistola; a mí, otra. Nos ponen frente a frente. (Va haciendo lo que dice.) Ya sabes las condiciones. Dan tres palmadas; a la tercera, avanzamos a voluntad hasta llegar cuerpo a cuerpo si es preciso, y disparamos a voluntad.
CLAUDIO.-Si eso es lo que me desagrada: que disparemos. Sobre todo que dispares tú.
PLÁCIDO.-¡Si no llegamos a disparar!
CLAUDIO.-Pues para no disparar no es preciso ir al terreno.
PLÁCIDO.-¡Acabarás con mi paciencia! Escucha. Avanzamos los dos «gallardamente», ¡como dos hombres que van resueltos a jugarse la vida! Y al llegar a dos pasos de distancia, yo me quedo impasible ante ti, presentando mi pecho a tu pistola y desafiándote con la mirada, como quien dice: La muerte no me asusta.» Entonces tú...
CLAUDIO.-Disparo mi pistola.
PLÁCIDO.-¡No seas idiota! ¿No ves que estamos a dos pasos y me matarías?
CLAUDIO.-Es verdad. Pues no disparo y nos quedamos así.
PLÁCIDO.-¡No! Tú levantas tu pistola con soberano desdén y disparas al aire.
CLAUDIO.-¿Y se acabó?
PLÁCIDO.-No se acabó. Hay que demostrar que los dos somos dos hombres de corazón.
CLAUDIO.-Por mi parte, no tengo empeño.
PLÁCIDO.-Pero yo sí. Y todo lo que resalte tu fiereza es mayor gloria para mí.
CLAUDIO.-Bueno, pues sigue: me voy tranquilizando.
PLÁCIDO.-Tú, al disparar, exclamas con voz ronca: «¡Yo mato, no asesino!»
CLAUDIO.-«¡Yo mato, no asesino!» Lo diré bien.
PLÁCIDO.-Y yo me pongo furioso.
CLAUDIO.-Hombre, no hay motivo.
PLÁCIDO.-Yo contesto: «¡No admito su generosidad de usted!»
CLAUDIO.-¿Y se acabó?
PLÁCIDO.-No se acabó, aunque se empeñen los padrinos. (CLAUDIO hace un movimiento de impaciencia.) Se vuelve a repetir el lance, sólo que esta vez se invierten los papeles. Tú eres el que avanzas arrogante; yo, el que te espero impasible.
CLAUDIO.-¿Apuntándome?
PLÁCIDO.-Apuntándote.
CLAUDIO.-¡Pues no acepto y no hay duelo! ¡Que se puede disparar tu pistola!
PLÁCIDO.-,¡Ah!... ¡Qué criatura!... ¡Bueno..., bueno..., no te apuntaré!
CLAUDIO.-No apuntándome, ya sé lo demás. Yo avanzo arrogante y sereno. Tú me esperas con la pistola baja, muy baja, y cuando esté muy cerca, tú disparas al aire, diciendo...
PLÁCIDO.-No digo nada; pero ante tanta generosidad y tanto valor, todos nos conmovemos: los padrinos y nosotros.
CLAUDIO.-Y todos nos abrazamos.
PLÁCIDO.-Naturalmente.
CLAUDIO.-Está bien..., está bien...; pero estos lances son muy arriesgados. ¡Una y no más!
PLÁCIDO.-Con ésta me basta. Y ahora te vas muy aprisa... Vete, vete. (Le lleva hacia la puerta.) Oye..., si por casualidad te ven salir de aquí, dices que no pudiendo dominar un impulso ciego de tu carácter violentísimo, viniste, en efecto, a buscarme, pero que por fortuna no me encontraste.
CLAUDIO.-Entendido. (Sale y observa.) ¡Por Dios, no te distraigas: la pistola, baja!...
PLÁCIDO.-¡Te he dicho que sí..., pero vete..., vete con todos los diablos! (Mirando desde la puerta.) Y ahora, Plácido, en confianza, si el lance fuera serio, ¿irías con tanta tranquilidad como ahora? (Pausa.) No. Pero iría... si me convenía ir.