A los pies de Venus/Parte III/II
«Ni reforma de las costumbres de la Iglesia—siguió pensando Borja— ni abdicación de la tiara, ni vida de penitencia. Al Pontífice le ocurrió lo que a muchos hombres enérgicos cuando surgen indemnes de una gran borrasca y recobran su tranquilidad. Fue semejante al marino o al militar que hace una promesa viendo su existencia en peligro, y después la olvida.»
Su lucha con los turbulentos feudatarios de la Santa Sede y sus propios intereses de padre, ansioso de engrandecer a sus hijos, le hicieron recobrar el equilibrio de su vida diaria, olvidando al muerto.
César Borgia procedía en todo como un príncipe laico. Cuando se presentaba en público era siempre con la espada al cinto, vestido elegantemente a la española, o sea de negro, con larga pluma blanca en el birrete. Otras veces lo veían los romanos a caballo, llevando turbante y rico caftán, por gustarle las modas orientales después de su amistad con el príncipe Djem.
Se había hecho fabricar una espada, magnífica obra de arte, en cuya hoja estaban grabados los episodios más interesantes de la historia de Julio César, y una inscripción latina, que luego fue el lema de su existencia, tan corta y abundante en aventuras: Aut Cesar aut nihil (o César o nada).
Manteníase en su familia una ambición tradicional que podía titularse borgiana. Desde Calixto III, los Borgias deseaban crear un reino en Italia que sirviese de apoyo al Pontificado. César se creía igual a los príncipes reales, destinados a heredar una corona. La única diferencia consistía en que él necesitaba adquirir el reino por su propio esfuerzo, apelando a la astucia y a la espada.
Lo más urgente era librarse de su cardenalato. Luego realizaría lo que no pudieron conseguir ninguno de los Borgias hombres de guerra; ni el arrogante Pedro Luis, predilecto de Calixto III; ni su propio hermano el hermoso e inútil duque
Todos sabían en Roma que el cardenal de Valencia pensaba abandonar la carrera eclesiástica. El mismo Papa no hacia un secreto de ello, diciendo que, «en vista de su conducta mundana, era mejor que renunciase a la púrpura cardenalicia para salvar su alma».
Dando ya por seguro este cambio de estado, César concentró su ambición en la Casa reinante de Nápoles. Deseaba casarse con Carlota, hija de Federico, al que había impuesto la corona él mismo como legado. Este último monarca de la Casa de Aragón rechazó todas las insinuaciones para dar su hija a César Borgia.
—No puedo tener por yerno a un capellán, hijo de otro capellán—dijo rudamente.
Soñaba César con ocupar el trono de Nápoles por herencia. Todos los Borgias se consideraban con derecho a dicho reino, creado por Alfonso el Magnánimo, el amigo de Calixto III, y ocupado por los descendientes de un bastardo valenciano, del que había sido maestro y protector dicho personaje antes de verse Pontífice.
Nápoles, los estados de la Iglesia y lo que César fue conquistando luego, formarían un gran reino italiano, regido por una dinastía Borgia, protectora de pontífices elegidos bajo su influencia. Pero el rey Federico siguió negándose a todas las propuestas indirectas de Alejandro y de su hijo.
—Que el Papa—dijo a los intermediarios—cambie las reglas de la Iglesia, si quiere ser mi consuegro y declare que un cardenal puede tomar mujer.
Dándose cuenta después de su débil situación y necesitando del apoyo papal, se ofreció a unir su sobrino Alfonso, hermano de doña Sancha, con Lucrecia, la divorciada del señor de Pésaro. Los dos cónyuges eran de nacimiento ilegítimo; pero esto nada tenia de extraordinario en aquella época de príncipes bastardos. El Pontítice acabó por aceptar dicho matrimonio con la esperanza de que facilitase luego el de César con Carlota de Aragón.
Las bodas de Lucrecia y Alfonso se celebraron en Roma al principio del verano de 1498. Presentábase el novio en la ciudad papal, dotado por su tío el rey de Nápoles con los ducados de Biseglia y de Quadrata. Al contrario de su hermana Sancha, este Alfonso era débil de carácter y algo tímido. Tenía diecisiete años, uno menos que Lucrecia, y no parecía sentir gran entusiasmo por el matrimonio. En cam blo, la hija del Papa mostró una verdadera pasión por este joven napolitano, esbelto, elegante y de bello rostro. Su carácter, siempre pasivo hasta entonces, se caldeó con el fuego del deseo. Fue ella la que amó verdaderamente, y el duque de Biseglia se dejó admirar, correspondiendo con cierta tranquilidad a los transportes de su esposa.
De todos modos, el segundo casamiento de Lucrecia, no se pareció en nada al que se haba roto siete meses antes, pues dentro del mismo año la joven duquesa de Biseglia quedó embarazada.
Alfonso y la hija del Papa se instalaron en el palacio de Santa María in Pórtico. Adriana y la bella Julia Farnesio ocupaban ahora el palacio Orsíni, en Monte Giordano. Las bodas de Lucrecia dieron ocasión a largos festejos. Doña Sancha, que era ágil de pluma, relató detalladamente sus magnificencias. El banquete nupcial se celebraba de noche y las danzas duraron hasta la salida del sol.
Mostraba el Pontífice una afición extraordinaria por el baile atribuyéndolo los italianos a su origen español. Lucrecia y su hermano César eran consumados danzarines. Los cardenales y demás personajes de la Corte tenían verdadero gusto en ver bailar a madona Lucrecia, poseedora de una gracia especial para las danzas españolas, heredadas, sin duda, de sus abuelas pa-ternas. Toda la tribu de los Borjas más o menos auténticos, venidos de España para engrandecerse; los señores romanos afectos a la familia y los cardenales fíeles a Alejandro, figuraron en dichas fiestas. De acuerdo con las costumbres de entonces, era un honor servir los platos y las bebidas al Pontífice. Un prócer le escanciaba los vinos, otro le servia de paje de pañizuelo , ofreciéndole la servilleta. Tres horas duraba el banquete, y antes de levantarse los manteles hacía entrar Su Santidad los regalos destinados a doña Lucrecia: dos fuentes enormes de plata cincelada con dos copas no menores, en cuyo interior había muchas joyas; dos candelabros del mismo metal para sostener hachones; una nave, también de plata, con sus velas desplegadas, y guardando en su casco, bajo llave, toda clase de especias; una caldereta de agua bendita, con su hisopo, y en su interior, un collar de oro con numerosas piedras preciosas.
Los cardenales presentes le fueron entregando, por turno, sortijas y otras alhajas. Madona Lucrecia era una princesa, a la que convenía halagar para tener propicio a su omnipotente padre.
Terminado el banquete, todos se dirigían a las Estancias nuevas, o sea los salones pintados pocos años antes por el Pinturicchio.
César, cardenal de Valencia, aparejaba una montería en dichos salones, uno de éstos, donde estaba el sitial de Su Santidad, figuraba un bosque y en la pieza inmediata existía una fuente con cascada y varias culebras nadando en ella, para dar un carácter más auténtico al decorado.
Saltaban y rugían a través de los árboles varios invitados y familiares del Pontífice vestidos de fieras: Barleta, en forma de raposo; don Rodrigo Corella, de jirafa; el príncipe de Esquilache, marido de doña Sancha, de pato marino; el prior de Santa Eufemia, hermano del cardenal Borgia, de coribante; don Juan Caños, de ciervo; Nogué, de león, y el cardenal de Valencia, último de todos, en figura de unicornio. El aspecto de estas bestias resultaba convencional, disfraces de raso y de brocado imitaban con sus colores los de las mencionados animales. Únicamente sus cabezas se aproximaban a la realidad de los irracionales representados.
Llegaron bailando a la presencia del Pontífice, fingiendo que reñían unos con otros para beber en el gran tazón, hasta que se presentaba el unicornio, con «un cuerno en la frente según es de su naturaleza», y establecía la paz entre ellos.
Cuando acabaron estos bailes de Momo , el cardenal de Valencia pidió permiso a Su Santidad para danzar con su hermana doña Lucrecia la baja y la alta , que era la danza de España más celebrada entonces y todos hubieron gran placer en ella, por ser ambos los más famosos danzarines de Roma, especialmente en bailes hispanomoriscos, muy de moda en aquel tiempo. El primero en admirar a dicha pareja era el Pontífice. Sonreía embelesado, siguiendo los graciosos y elegantes movimientos de sus hijos.
«Era un verdadero padrazo —se dijo Borja—, semejante en esto a Fernando el Católico, otro hombre temible, también muy padrazo, que lloraba como un niño por los disgustos que le daban sus hijas, y sobre todas doña Juana la Loca, aconsejada por su esposo.»
En estas fiestas palaciegas, hombres y mujeres se trataban de muy distinto modo que en los tiempos presentes. Aunque hubiera sitiales sobrantes, la galantería recomendaba que los hombres se instalasen sobre la alfombra, a los pies de las señoras, apoyando la espalda en sus piernas, y otras veces, encima de sus rodillas.
Doña Sancha contaba en su relación que el cardenal de Valencia, fatigado de bailar, venía a sentarse en sus faldas; su marido, el príncipe de Esquilache, en las rodillas de su hermana Lucrecia, y así los demás invitados.
Todas las damas de la familia Borja lucían trajes enviados de Valencia, con adornos de oro a martillo y cuentas de vidrio de colores, que se llamaban a la careliana y eran entonces la última novedad en el adorno femenino. César y sus compañeros de montería regalaban sus disfraces lujosos a los criados que presenciaban la fiesta, vistiéndose inmediatamente trajes de corte y ciñendo sus espadas para seguir bailando con las señoras.
Al día siguiente celebrábase en la parte del Vaticano llamada del Belvedere, otra fiesta nocturna, desde las ocho de la noche hasta las cuatro de la mañana. Varías compañías de truhanes hacían juegos de gimnasia y prestidigitación, empezando a medianoche las danzas de los señores y otra vez César y Lucrecia, a pedimento del Pontífice, bailaban la baja y lo alta , A la salida del sol les servían una colación de cien platos grandes de confitería que tenían inscritos versos latinos en honor de los cónyuges y de Alejandro VI.
La última fiesta era una corrida de toros en los jardines del Vaticano, a la que asistían más de diez mil personas. Avanzaba el cardenal de Valencia al frente de su cuadrilla compuesta de doce jinetes, llevando un traje a la morisca, como los sarracenos españoles, compuesto de marlota de raso, blanca y roja, que doña Sancha había bordado de oro, bonete carmesí con penacho, borceguíes azules y una espada forjada expresamente para dicha fiesta. Iba montado en un caballo blanco con ricos jaeces y blandía en su diestra un lanzón, regalo también de doña Sancha. Doce mozos vestidos de raso amarillo y terciopelo carmesí marchaban a pie delante de él.
Los doce caballeros que le seguían eran todos españoles: don Juan de Cervellón, don Guillen Ramón de Borja, don Ramón y don Juan Castellar, don Miguel Corella y otros, vestidos igualmente a la morisca, sobre caballos ricamente encaparazonados.
César costeaba todo este lujo. Los romanos aclamaban al Borgia generoso que les ofrecía, a sus expensas, una fiesta tan interesante. En los estrados o cadalsos figuraban las damas de la Corte pontificia y de la aristocracia de la ciudad, muchas con los mismos trajes a la española que se habían hecho años antes para las fiestas en celebración de la toma de Granada.
Se corrían ocho toros en cinco horas, y el cardenal de Valencia mataba por sí mismo dos de ellos: el primero, de una lanzada que le atravesó el pescuezo, acabándolo instantáneamente; el segundo, a pie, con una capa en una mano y la espada en la otra.
Le dio tan gran cuchillada, que no necesitó repetir el golpe; haciéndolo caer con el pescuezo partido. El pueblo aclamó al que llamaba nuestro César, asombrado del vigor inaudito de este joven débil en apariencia y de elegante fragilidad.
En esta evocación de las fiestas profanas que se iban desarrollando en el Vaticano y sus jardines, olvidaba Claudio Borja inmediatamente a César, el único, para concentrar su atención en un personaje que había empezado a figurar al lado de éste, siguiéndole a todas partes como la sombra al cuerpo.
Era un hidalgo valenciano, don Micalet Corella, cuyo nombre castellanizaban los otros españoles residentes de confidente íntimo a un Corella, y al que los italianos dieron meses adelante una celebridad terrorífica convirtiéndolo en don Michelotto.
Hijo bastardo del marqués de Cocentaina, noble de Valencia, había venido a Roma en compañía de su hermano legítimo, Rodrigo de Corella, en busca de la protección de los Borgias. Desde el tiempo de Calixto III existía un amistoso comercio entre ambas familias. Alfonso el Magnánimo tenía de confidente íntimo a un Corella, éste, gran amigo de Alfonso de Borja, había cuidado de la educación del bastardo real don Ferrante, luego rey de Nápoles.
Muchos años después, al ir el cardenal Rodrigo de Borja como legado a España, conocía en Valencia al sucesor de Corella, ya marqués de Cocentaina, residente en dicha ciudad. Los hijos de éste, Rodrigo y Micalet, al ver elegido Papa al amigo de su padre, se dirigían a Roma.
Rodrigo Corella, segundón de ánimo grave, esperando heredar algún día el marquesado de Cocentaina por muerte de su hermano mayor, entraba especialmente al servicio del Pontífice, acompañándolo en sus paseos como hombre de confianza, pues a la par que de costumbres tranquilas era muy valeroso. El bastardo don Micalet sentíase atraído por César, y le dedicaba toda su existencia con la fidelidad agradecida que un perro feroz puede mostrar al que le favorece.
Había ido a Italia como el que va a bodas. Ningún país podía convenirle mejor que éste, por el desprecio absoluto a la vida ajena que mostraban en aquella época lo mismo los grandes señores que las gentes del pueblo.
Para Micalet, matar a un hombre era accidente sin importancia. La estocada frente a frente o la puñalada por detrás le parecían iguales Lo interesante era suprimir al enemigo. Su fuerza extraordinaria procedía más de los nervios que de los músculos. Incapaz de olvidar ofensas, y sin respeto alguno para los que fuesen adversarios de sus amigos pronto adquirió su nombre una terrible celebridad, que contrastaba con lo ruin de su cuerpo, en apariencia débil, y con su exigua estatura, lo que motivó que todos lo tratasen en diminutivo, llamándole Micalet, Miguelito o Michelotto.
En los últimos años de César, al mandar éste ejércitos, su fiel matón, desconocedor de las reglas y escrúpulos que guían a los otros hombres, se convirtió en un buen capitán o e guerra. Fue el jefe de confianza del hijo del Pontífice, y cuando todos lo abandonaron, él se mantuvo leal.
Llamándose el capitán don Miguel Corella, combatió al lado de don Hugo de Moncada y otros españoles célebres, así como de los condottieri italianos de mayor renombre, y tuvo tratos con Leonardo de Vinci, el ingeniero militar de César Borgia. Su vida fue tan corta como la de su protector, marchando detrás de él con la fidelidad amenazante de un mastín.
Siempre bondadoso el Papa para sus compatriotas, veía vagar por los salones del Vaticano a este hombrecito inquietante, con las mandíbulas apretadas y unos ojos pequeños, de mirar agudo y receloso, que parecían ir esparciendo alfilerazos en torno a su persona.
«¡ Micalet!... ¡ Micalet!...». decía Alejandro VI moviendo el índice de su diestra pontifical, como si presintiese alguna mala acción de esta bestezuela temible y le amenazase de antemano.
Varias veces provocó riñas con otros españoles dentro del Palacio, sacando a luz sus armas. Prefería el trato con César, que era de su edad, y acabó por vivir cerca de él a todas horas.
Figuraba el Corella legítimo en las fiestas palatinas entre los gentiles-hombres del séquito del Papa y éste le había dado varias prebendas, especialmente a raíz de una aventura en que le salvó la vida.
Le acompañaba una tarde Rodrigo Corella en su paseo por una huerta cercana al Belvedere, cuando vieron venir hacia ellos un enorme león. Lo tenían guardado en una casa inmediata y había huido de su jaula. Todo el acompañamiento papal, prelados, domésticos, cubicularios y otros servidores, huyeron despavoridos, dejando solos al Pontífice y al joven español.
—Santo Padre—dijo éste sin perder un momento su serenidad—, poneos detrás de mí y no os separéis.
Rodrigo de Borja, famoso por su valor tranquilo, siguió estas indicaciones, y Corella, con la espada en la diestra y la capa enrollada en el brazo izquierdo, continuó marchando, siempre de frente a la fiera, teniendo a sus espaldas al Papa, más alto y corpulento que él. Tal situación angustiosa duró largos minutos, mostrándose indeciso el león ante la actitud resuelta de la masa humana formada por los dos hombres. Al fin, los fugitivos, que habían dado la alarma en los jardines del Vaticano, volvieron con numerosos soldados españoles de la guardia del Pontífice, y éstos acosaron al león hasta su jaula, terminando así tan peligroso episodio.
Concedió Alejandro VI varios beneficios a su joven acompañante asegurándole una renta de dos mil ducados al año, y hubiese hecho de él un cardenal; pero Rodrigo Corella no quiso dedicarse a la Iglesia, esperando heredar algún día a su hermano mayor, y así fue, volviendo finalmente a Valencia para casarse y tomar el título de marqués de Cocentaina.
El bastardo don Micalet sólo entraba ya en el Vaticano para acompañar a su señor y amigo el cardenal, y si participaba de las fiestas papales era únicamente en corridas de teros u otros regocijos que exigían especialmente fuerza y destreza.
Su nombre empezaba a adquirir celebridad. Para los enemigos de Céssr Borgia era don Michelotto a modo de un dragón que nunca podían sorprender dormido, pronto a dar el zarpazo de muerte en defensa de su amo. Los calumniadores de la familia papal intentaron hacer una misma persona de don Michelotto y aquel enmascarado que acompañaba, al duque de Gandía en la noche de su asesinato. La pequeñez de cuerpo de ambos fue el único detalle para justificar tal identidad, lo que resultaba pueril. El duque Juan conocía perfectamente a Micalet como un familiar de su casa, y no podía equivocarse por más antifaces que se colocara el otro. Al ocurrir el crimen, nadie hizo tal suposición sobre don Miguelito, y éste continuó siendo admitido en el Vaticano y tolerado por el Pontífice.
Un mes después de la boda de Lucrecia, el cardenal César Borgia renunciaba a su capelo, y el Sacro Colegio admitía la abdicación. Intentó el embajador de España, Garcilaso de la Vega, oponerse en el consistorio a dicho acto, siguiendo las instrucciones de su rey. Sin duda, Fernando el Católico temía ver convertido en príncipe laico a César Borgia, por creerlo el más temible de los hijos del Papa, poco dispuesto a someterse a su dirección, como lo había hecho el ligero duque de Gandía.
Supo acallar el Pontífice al embajador español, y a los cardenales dispuestos a apoyarle, prometiendo que cuantos empleos y beneficios dejase vacantes el cardenal de Valencia al abandonar su estado eclesiástico se repartirían entre los miembros del consistorio amigos de la Corte de España, e inmediatamente quedó César desligado de sus votos. En realidad, sólo tenía las órdenes menores y su caso no era sin precedentes.
Al mismo tiempo desembarcaba en Ostia un enviado del rey de Francia con documentos interesantes para el Pontífice y su hijo. Carlos VIII el de la expedición a Roma, había muerto heredándole su primo. Luis XII. Este vivía mal con su esposa y ansiaba divorciarse para contraer matrimonio con la bellísima Ana, duquesa de Bretaña, unión que satisfacía sus gustos amorosos, aportando a Francia un nuevo Estado.
Conocedor el Papa de los deseos de dicho rey, mostrábase dispuesto a satisfacerlos; pero creía la ocasión propicia para vender caro su consentimiento, creando de tal modo la verdadera grandeza de su hijo. Igualmente veía César en Luis XII el único monarca, capaz de apoyar sus ambiciones, que asustaban a otros. Vivía rodeado de españoles, el castellano y el valenciano eran las lenguas que empleaba en la intimidad; pero no tenía, como su padre, los recuerdos de la niñez que unen a la tierra originaria. Había nacido en Roma, era verdaderamente un italiano, y mostraba poca afición hacia Fernando el Católico. Conocía muy bien a este viejo e infatigable zorro de la diplomacia, que engañaba a todos los reyes de su tiempo y no podía permitir que alguien medrase a su sombra.
Convenció a su padre de que, sirviendo al rey de España, serían siempre una especie de autómatas, moviéndose a ciegas, sin saber adónde quería llevarlos aquél. Resultaba preferible entonces unirse al monarca de Francia, más inexperto y necesitado del apoyo papal.
Un convenio secreto se estableció entre el Pontífice y Luis XII. César, que era ahora príncipe laico, iría como embajador a Francia para entregar al rey el documento pontificio divorciándolo de su primera esposa y la dispensa para contraer matrimonio con la bella Ana de Bretaña. Luis XII daría a su vez al hijo del Papa el condado de Valencia (Valence), convirtiéndolo en ducado. Asi, el antiguo cardenal de Valencia pasaría a ser duque de Valence y personaje francés, luego de haber figurado como arzobispo español.
La parte secreta del convenio era que el monarca de Francia procuraría el casamiento de César con una dama de familia real (Carlota de Nápoles), y el Santo Padre facilitaría a Luis XII los medios para apoderarse de Milán y Nápoles, con más eficacia que lo había hecho su antecesor. A su vez, Luis XII ayudaría al nuevo duque de Valence a reconquistar los dominios de la Iglesia, fundados a principios de la Edad Media por Pepino y Carlomagno desposeyendo uno tras otro a los barones feudales que detentaban las antiguas tierras de los papas, representando un peligro permanente para éstos.
En agosto de 1498 todos hablaban en Roma de que César iba a partir para Francia, donde lo harían duque; pero nadie conocía las cláusulas políticas del tratado, guardadas cuidadosamente.
César, héroe del Renacimiento, terrible y fastuoso, gran amigo de exterioridades, dispuesto a conversar con los artistas de su cortejo, entre dos asuntos políticos o dos batallas; sobre los .dibujos de un tapiz, la autenticidad de una estatua antigua o el cincelado de un puñal, se ocupó varias semanas en sus preparativos de viaje, que fueron enormes, amontonando vestiduras lujosas, pedrerías, armas, jaeces de caballos, libros valiosos, toda clase de ricos presentes.
Para los gastos llevaba doscientos ducados de oro, cantidad enormísima en aquella época. Gran parte de dicho dinero se lo sacaron él y su padre a los judíos residentes en Roma. Su séquito componíase de treinta gentiles-hombres, un médico, un mayordomo y cien criados, pajes y escuderos Doce carros y cincuenta muías de carga llevaban su equipaje. Sus caballos de montar eran tantos, que ellos solos ocuparon un navío.
Además del buque de guerra enviado por Luis XII, en el que se embarcó con sus más íntimos compañeros, dos naves de cabotaje, cinco galeras del puerto de Ostia formaron una pequeña flota, acompañándolo hasta Marsella.
Desde este puerto a Turena, donde se encontraba Luis XII, el viaje de César fue una brillante cabalgata. El cardenal Juliano de la Rovere residente en Aviñón como legado del Pontífice, había vuelto a buscar la amistad de éste al verlo en alianza con el monarca francés. Rodrigo de Borja le cortaba todo camino. Ya no podía encontrar nuevos aliados para combatirlo y le convenía ser su adulador.
Claudio Borja sentía cierto desprecio al pensar en la conducta del futuro Julio II, el cual figuraba en la Historia como hombre enérgico incapaz de servilismos, no obstante haberse agachado tantas veces ante Alejandro VI, su rival. Este pudo aplastarlo en justa venganza y lo perdonó con una bondad de varón realmente fuerte, sin sospechar que luego de su fallecimiento sería el encargado de ennegrecer su memoria, fabricando una biografía falsa, que ha durado tres siglos.
Siempre que hablaba de Alejandro VI con sus íntimos le llamaba judío, marrano o circunciso. Como entre los españoles avecindados en Roma los había que eran marranos, o sea judíos conversos, los italianos, por odio al extranjero, creían de origen ismaelita a todos los procedentes de España. En cuanto al apodo de circunciso, aludía Rovere, al mismo tiempo que a un imaginarlo judaísmo, a ciertos rumores de la maledicencia popular, que suponían en Rodrigo de Borja, cuando era cardenal y atraía a las mujeres como el imán al hierro, un monstruoso desarrollo de cierta parte de su organismo.
El hipócrita legado en Aviñón recibía a César como a un príncipe real, y tales eran sus fiestas y banquetes al hijo del circunciso, que en una semana gastó siete mil ducados de oro. Luego escribía entusiásticas cartas al Pontífice alabando la modestia y las virtudes del que todos empezaban a llamar el duque del Valentinado.
Esto último no lo consideró Claudio hipérbole adulatoria, pues el valor de las palabras cambia con los tiempos. Modestia significaba entonces simpatía, y eran llamadas virtudes la elegancia, la cultura y el gracejo en la conversación.
Seguía adelante el duque del Valentinado, siempre de fiesta en fiesta, acogido reglamente por los más altos señores franceses, que habían recibido órdenes de su monarca para obsequiarlo cual si fuese un príncipe heredero. En Lyon le daban un banquete pantagruélico, con trescientas sesenta piezas de volatería o de caza mayor y ciento sesenta y dos platos montados de confitería, corriendo verdaderos ríos de hipocrás y los mejores vinos de Francia. Por Valence, capital de su ducado, pasaba casi sin detenerse, pretextando que debía ser investido por el mismo rey en persona, y también se negaba a recibir el collar de San Miguel, presentado por un embajador del monarca, arguyendo que él sólo podía aceptarlo de manos de Luis XII.
Al fin se encontraba con éste en Chinon, y tan esplendoroso era el cortejo de César, que Brantóme hablaba de él en su libro Vida de hombres ilustres , mostrándose deslumbrado como los otros cortesanos, por el lujo del hijo del Papa, y burlándose al mismo tiempo a impulsos de la envidia.
Los grandes señores franceses se reconocían algo rústicos e incultos al lado de este príncipe de origen eclesiástico que traía de Italia todas las exquisiteces de la nueva existencia creada por el Renacimiento. Comparado con ellos, que vivían como hombres de guerra, resultaba un poco afeminado este joven, vestido a todas horas de seda y terciopelo, lo mismo que una dama, luciendo armas de oro y piedras preciosas semejantes a joyas, esparciendo al andar perfumes orientales, seguido en su entrada triunfal de servidores que arrojaban puñados de monedas a la muchedumbre. Todos sus corceles llevaban herraduras de plata, sostenidas apenas por un clavo del mismo metal para que se soltasen y las recogiese la plebe.
En la Corte de Francia encontró a Carlota, la hija del rey Federico de Nápoles, que perfeccionaba en aquélla su educación, y todos los esfuerzos hechos por Luis XII para que se uniese en matrimonio con César resultaban inútiles.
Carlota de Aragón, estaba enamorada de un señor de Bretaña y Federico, su padre, decía que le era imposible contrariar los afectos de su hija por conveniencias diplomáticas. Tal vez el amor por el bretón no fuese más que un pretexto para librarse de César.
Insistía éste en sus pretensiones matrimoniales por verdadero deseo amoroso o por orgullo, pues su matrimonio con Carlota no le ofrecía ninguna ventaja política, ya que estaba convenido entre Luis XII y Alejandro VI repartirse los estados del rey de Nápoles. En aquella época eran frecuentes tales perfidias, y los que estaban al tanto del tratado secreto no extrañaban ver al rey de Francia, al Papa y a su hijo trabajando para que este último se casase con la hija del que proyectaban destronar en breve.
Desde España, el primer político de la época, que lo veía todo por oculto que estuviese—y lo que no sabía lo adivinaba—, había acabado por presentir la maquinación papal y francesa. Fernando el Católico se indigno al ver que un español convertido en Pontífice intentaba moverse solo, siguiendo una política independiente que podía resultar contraria a la suya. Como era hombre de acciones múltiples y contradictorias, valiéndose a la vez de minas y contraminas, hasta el punto de enmarañar las cosas de tal modo que, finalmente, sólo él conocía el hilo conductor, buscó ponerse de acuerdo en secreto con el rey de Francia para repartirse entre ambos los territorios de Nápoles, si es que la tal partición resultaba inevitable, y envió al mismo tiempo una embajada amenazadora al Papa, pretendiendo asustarlo.
Llegaron los embajadores españoles a Roma, en un momento angustioso para Alejandro VI. César se veía muy agasajado en la Corte francesa, y era duque de Valence; pero su situación resultaba algo ridícula. Todos sabían que había ido allá para casarse cor una princesa de sangre real, y el matrimonio no pasaba de ser un proyecto.
Desistiendo Luis XII de Carlota de Aragón, le había propuesto casarse con otra princesa del mismo nombre, Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra, que también vivía en su Corte. Aceptó César a esta joven de buena presencia, sana, fuerte y con discreto carácter, condiciones que hacían presentir en ella una esposa amable y sumisa. Además, mostraba gran amor por ese príncipe bello y lujoso, pródigo en deslumbrantes magnificencias. Pero la familia de Carlota de Albret, especialmente su padre, viendo el apuro del rey, explotaban la situación renovando sus peticiones de recompensas antes de dar a Carlota.
Esto hacía vivir al Papa en continua incertidumbre, viéndose al mismo tiempo rodeado de peligros más inmediatos. Los Colonnas y los Orsinis siempre enemigos, acababan de unirse para hacer una guerra común al Papa. Ascanio Sforza, enterado de su alianza con el monarca francés, que ponía en peligro a Milán, lo abandonaba para unirse a Fernando el Católico y al emperador Maximiliano de Austria proyectando con éstos la convocación de un Concilio que quitase la tiara a Alejandro.
Al presentarse los embajadores españoles en el Vaticano a fines de 1498, traían el encargo de amenazar al Pontífice con la convocación del mencionado Concilio. La entrevista del Papa español y los enviados de los reyes de España resultaba borrascosa. Empezaron éstos por hablar de los medios ilegales de que se había valido Alejandro VI para obtener su tiara; pero éste les Interrumpió enérgicamente:
—Poseo el Pontificado—dijo—con más derecho que los monarcas españoles poseen sus reinos, de los cuales se apoderaron sin título legal y contra toda ley de conciencia, pues correspondían en justicia a otros de su familia con mayores derechos a obtener la corona. Vuestro rey y vuestra reina no son sino intrusos, y yo lo sé mejor que nadie por haberlos ayudado y apoyado en su juventud, acción de la que tal vez me arrepiento ahora.
Todo el resto de la entrevista continuaba en el mismo tono, rechazando el Papa las imputaciones que le hacían y de las cuales la más importante era la exagerada protección a sus hijos. Y como aludiesen los delegados españoles a la muerte del duque de Gandía, presentándola como un castigo divino, replicó el Papa, enojado:
—Más castigados por Dios han sido vuestros reyes, pues no tienen descendencia masculina. Ese sí que es castigo, por los repetidos ataques que se permite don Fernando contra los derechos d6 la Iglesia, para satisfacer su ambición.
De que el Papa tuviese hijos ilegítimos no hablaban una palabra los embajadores, pues el Rey Católico poseía cuatro bastardos reconocidos y muchos más cuya paternidad no había querido aceptar. En aquel tiempo pocos podían jactarse de su moral doméstica y de la legitimidad de toda su prole. Monarcas, papas y prelados eran igualmente padres, al margen de las convenciones sociales y de las leyes eclesiásticas.
Quedaban rotos los tratos entre Alejandro VI y los reyes de España. El antiguo legado, que los había conocido simples príncipes en desgracia, legitimando su matrimonio anormal, protegiéndolos con su influencia y dándoles finalmente el título de Reyes Católicos, decía ahora al nombrarlos:
—Son los dos bellacos más grandes que he conocido en mi vida.
En realidad, les llevaba dado más que había recibido de ellos, y don Fernando abusaba de su condición de español, queriendo aplicar la fuerza espiritual y política del Papado como un arma diplomática. Luis XII tranquilizó a Alejandro, haciéndole saber que el rey de España estaba en tratos secretos con él, al mismo tiempo que pretendía asustar al Pontífice con amenazas de Concilio y deposición por ser aliado de Francia.
Se hablaba tanto en Europa de la posibilidad de un Concilio y de negar la obediencia del Papa, que Cristóbal Colón, al fundar su mayorazgo, en el mismo año 1498, disponiendo de las riquezas descubiertas por él, que aún eran entonces imaginarias, encargaba a su hijo mayor, Diego, que acudiese en auxilio del Pontífice si un cisma de la Iglesia hacía perder a éste su dignidad o sus bienes temporales.
Todos los peligros que se cernían sobre Alejandro VI quedaron repentinamente desvanecidos cuando Luis XII le hizo saber, por un mensajero, que el 13 de mayo de 1499 se había celebrado y consumado el matrimonio de su hijo con Carlota de Albret.
César, que sólo contaba entonces veintitrés años, conseguía con esto cuanto llevaba en su mente al emprender el viaje a Francia, venciendo la oposición de los principales estados de Italia, cuyos diplomáticos pasaban por maestros en dicho arte, e igualmente las maquinaciones de dos zorros tan astutos como el rey de España v el emperador de Austria.
Un correo expedido por el duque de Valence llegaba al otro día de su boda a la Ciudad Eterna a mata caballo para entregar un pliego al Pontífice.
En él daba César breve cuenta a su padre de este triunfo diplomático, añadiendo de pasada, en un estilo crudo, propio de la época, su segundo triunfo, puramente matrimonial.
La carta contenía un simple número ocho, indicador de las veces que había poseído a la bella y robusta Carlota de Albret.
Claudio se explicaba este ocho. Era inverosímil que se hubiese enviado un correo especial a su padre únicamente para jactarse de tal hazaña voluptuosa. Su lacónica confidencia no estaba dictada por el impudor o la grosería.
«Denota orgullo—pensó—por la solidez y aguante de esta navarra vigorosa que va a ser madre de sus hijos. Necesita alegrar con su confidencia al futuro abuelo, ansioso de que la estirpe de los Borjas se prolongue, de que lleguen a ser reyes de Italia, ambición persistente en la familia desde Calixto Tercero.»
Esa exagerada repetición de los cabalgamientos amorosos era algo común en aquella época de vidas cortas, tumultuosamente apasionadas. Los hombres de alta clase vivían entre continuas hazañas de guerra y amor, obligándolos las últimas al uso de violentos afrodisíacos para exacerbar su vigor genésico. Tal fue una de las causas de que todos muriesen jóvenes, envenenadas sus vísceras por mixturas excitantes y roedoras.
En el resto de su existencia demostró César pertenecer a la misma especie que todos los hombres célebres por sus hazañas amorosas. Disponía a su arbitrio del ejercicio de sus fuerzas sexuales, dejándolas dormidas cuando le convenía, sin que le estorbasen con el acuciamiento del deseo; centuplicándolas otras veces si lo consideraba útil a sus fines. Esta cualidad era para Claudio el gran secreto de todos los héroes de la seducción agrupados en torno a la figura de su maestro el legendario Don Juan.
Recordaba la breve y oscura historia de la duquesa del Valentinado. También ella escribía al Pontífice mostrando gran entusiasmo por las asiduidades de su esposo. Un matrimonio que empezaba tan generosamente no podía reservarle desilusiones en lo futuro
Durante cuatro meses, de mayo a septiembre de 1499, César y Carlota permanecían en silencioso retiro. Nadie hablaba de ellos, y a su vez los nuevos duques procuraban vivir lejos de la Historia. De pronto, César tenía que abandonar a su esposa para ir a Roma y emprender la guerra contra los tiranuelos que detentaban las posesiones de la Santa Sede.
El estado físico de la duquesa no le permitió seguir a su esposo. En los primeros meses de 1500 daba a luz una niña, que recibió el nombre de Luisa. Ni ésta vio nunca a su padre, ni Carlota volvió a encontrar tampoco a su marido.
Al separarse de ella, iba César Borgia hacia las mayores glorias de su vida, a demostrar en tres campañas nada más que el antiguo cardenal de Valencia era un capitán famoso y a morir como soldado oscuro, sin que los que le daban muerte presintiesen la importancia de su acto.
Dos años se esforzó Carlota de Albret por ir a Italia en busca de su marido y que éste conociese a su hija. Enviaba para ello frecuentes cartas a su suegro el Papa; pero la continua movilidad del ejército pontificio, las inesperadas marchas y contramarchas de su estrategia, los peligros del viaje, le impidieron cumplir su deseo.
Claudio Borja sonreía al pensar en el ocho de la carta de César y en los cuatro meses de silenciosa felicidad de la bella Carlota, cuyo recuerdo la acompañó toda su vida, manteniéndola en voluntaria viudez.
Nunca quiso ser de otro hombre, pensando siempre en el único que había amenizado su existencia con tan apasionado vigor. Y moría a la edad de treinta años, sin haber hecho otra cosa que dedicarse a la educación de Luisa, la hija de César Borgia, casada por primera vez con un príncipe de Talmond, muerto en la batalla de Pavía, y finalmente con otro príncipe de la familia Borbón.