A los pies de Venus/Parte III/III

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II
A los pies de Venus
de Vicente Blasco Ibáñez
Tercera Parte : NUESTRO CESAR
III
LAS CAMPAÑAS DE CESAR, EL HEROICO ARREMANGA MIENTO DE FALDAS DE CATALINA SFORZA Y «EL BELLO ENGAÑO» DE SINIGAGLIA
IV


En las evocaciones de sus lejanos ascendientes asimilaba Claudio el carácter de cada Borgia a la imagen de un animal.

El Papa Alejandro le parecía un toro impetuoso, franco en sus arranques, como los que corren por el redondel del circo, acometiendo de Frente a todos y dejándose engañar al fin. Los grandes diplomáticos de aquella época —los más retorcidos y astutos de la Historia—lo consideraban un hombre apasionado, y por lo mismo propenso a desorientarse en sus maquinaciones.

A César lo veía como un tigre de dorada piel, ojos de esmeralda y estiramientos peligrosamente elegantes.

A continuación convertíalo en pájaro, a causa tal vez de su afición a vestirse, según la moda española, con rasos y brocados negros. Era un ave de presa del mismo color de la noche, las pupilas de fuego y un penacho blanco como remate.

Le parecía el padre más simpático y bondadoso. César tenia, en cambio, mayor elegancia, aun en su lobreguez misteriosa. Abarcaba su ambición más dilatados horizontes, y la vanidad masculina lo ponía a cubierto de las ambiciones del amor.

Rodrigó de Borla era un enamorado hasta su vejez, dejándose guiar por las mujeres. César las poseía más por ansia de dominación que por verdadero amor, sin obedecerles nunca, manteniéndolas sólo para placeres, y mostrando a continuación cierto desprecio por ellas, semejante al de los orientales poseedores de un gran harén.

«De ser mujeriego simplemente, como su padre—pensaba Claudio—, no habría podido realizar lo que hizo en tres años.»

Su regreso a Italia esparcía la Inquietud entre los soberanos italianos, quienes venían temiendo desde mucho antes las consecuencias de tal viaje. Claudio Borja se dirigía siempre, en sus paseos por Roma, a los lugares donde se había desarrollado la última parte de la vida de César y de su padre, las Estancias de los Borgias, los jardines del Belvedere, teatro de suntuosos banquetes y fiestas al aire libre; el castillo de Sant' Angelo, fortificado por Alejandro VI hasta hacerlo inexpugnable para las armas de aquella época.

Suprimía con la Imaginación toda la obra de los pontífices posteriores, y después de eliminada esta cáscara histórica, que él llamaba moderna, creía ver el Vaticano tal como era entonces, con su vida de intrigas y pequeñas guerras, con el populacho al exterior, maldiciente y tornadizo entusiasmado unas veces por los triunfos de los Borgias, llamando a Cesar el único , propalando y aceptando en otras ocasiones las calumnias más monstruosas forjadas contra ellos en Venecia y en Florencia, que los cronistas copiaban en sus Dietarios y los embajadores en sus cartas, precedidas simplemente de un se dice o un según cuentan .

El triunfo de César en Francia sembraba el pánico entre los enemigos de la política pontificia. El cardenal Ascanio Sforza, de carácter pusilán i me, no obstante sus intrigas continuas, huía de Roma, temiendo la vuelta de César; mas en su perpetua indecisión se abstenía de ir a Milán al lado de su hermano Ludovico el Moro, para que no le creyesen de acuerdo con éste. Tal ejemplo influía en Alfonso de Aragón, esposo de Lucrecia, el cual escapaba igualmente del Vaticano. Era sobrino del rey de Nápoles, y como el duque de Valence mostraba enojo contra dicho monarca por haberle negado la mano de su hija Carlota, temió las consecuencias de la mala situación en que le colocaba esto dentro de la familia Borgia. Y sin que le amenazase ningún peligro inmediato, salió de Roma, yendo a reunirse con el cardenal Storza.

Lucrecia no quiso seguirle, a pesar de sus ruegos, considerando inoportuno tal pánico, y su padre la nombró regente de Spoleto, ciudad y territorio gobernados hasta entonces por cardenales legados.

Este nombramiento no resultaba extraordinario. Era un gobierno político, sin ningún carácter religioso, y muchos estados Italianos vivían regidos por mujeres. Lucrecia, de juicio claro y tranquilo para resolver los asuntos públicos, fue objeto de las alabanzas de sus administrados. Más tarde, el Papa le dio el gobierno de Nepi, y al casarse con el duque de Ferrara administró igualmente, en ausencia de su esposo, este principado importante, demostrando poseer las mismas condiciones políticas de su padre y de su hermano César.

Al fin, el marido de Lucrecia convencido por ella, se tranquilizó volviendo a su lado. La hija del Papa daba a luz en noviembre un hijo, que recibió el nombre de su abuelo. Rodrigo, siendo bautizado con gran pompa en la Capilla Sixtina.

Había penetrado en Italia el rey de Francia, apoderándose el 6 de octubre de Milán, abandonado por Ludovico el Moro, quien fue a refugiarse cerca de Maximiliano, emperador de Austria. César Borgia, llegado con Luis XII, organizaba rápidamente un ejército para guerrear por su cuenta contra los barones feudatarios de la Santa Sede que se negaban a obedecerla, y a los que Alejandro había declarado desposeídos de sus territorios.

Iban a empezar las brillantes campañas del nuevo duque. Su ejército se componía de mercenarios facilitados por el rey de Francia o reclutados por él mismo. Con César Borgia y con Gonzalo de Córdoba iniciábase la verdadera guerra moderna.

Su Caballería constaba únicamente de trescientas lanzas al mando del capitán Ivés d'Allegre, el mismo que años antes había cautivado a Julia Farnesio. El bailío de Dijón mandaba una hueste de suizos y gascones, y a estas tropas de procedencia francesa había unido Borgia las compañías de los condottieri Tiberti y Ventivoglio. Además contaba con una legión de españoles, que ascendió algunas veces a tres mil combatientes figurando a su cabeza el noble valenciano don Hugo de Moncada que fue luego uno de los mejores capitanes de mar y tierra de Carlos V, pereciendo como almirante en una batalla naval.

Claudio se detenía a reflexionar sobre la composición de esta tropa española, núcleo, durante tres años, del ejército del César.

Eran los más de sus hombres temibles revoltosos, inclinados a las acciones heroicas y a los actos reprensibles, que sólo podía gobernar un capitán como César, semejante a ellos, cruel y generoso, dispuesto a sostener la disciplina matando y tolerante al mismo tiempo para los atentados particulares que cometiesen sus gentes, sobre todo en lo referente a mujeres. Estos soldados llegaban de España atraídos por las hazañas del Valentino, como ellos llamaban a César, o se habían trasladado desde el vecino Nápoles, desertando las banderas de Gonzalo de Córdoba, por parecerles más fructíferas y gloriosas las campañas del hijo del Papa. Muchos iban a embarcarse años después para combatir contra guerreros cobrizos, explorar tierras de misterio y echar los cimientos de famosas ciudades al otro lado de la mar océana, en un mundo recién descubierto. Otros se quedaban para siempre en Europa, haciendo la guerra en diversos países, como si todo el viejo mundo, sin distinción de idiomas ni fronteras fuese para ellos interminable campo de batalla.

Uno se llamaba Diego García de Paredes, y era apodado el Sansón de Extremadura, atribuyéndole la tradición —tantas eran sus fuerzas—el arranque en una iglesia de la pila de agua bendita para que una dama mojase sus dedos en ella con más facilidad, el detener con sola una mano la marcha de una carreta de bueyes, el hacer frente a todas las avanzadas de un ejército, protegiendo de este modo la retirada de los suyos. A otro, también extremeño, Gonzalo Pizarro, lo apodaban el Romano, en Trujillo, su ciudad natal, a causa de sus campañas en Italia. Mucho antes de servir a César Borgia había tenido un bastardo con una campesina de su tierra, abandonándolo. y este chicuelo, llamado Francisco, que guardaba cerdos v no había tenido tiempo para aprender a leer, conquistaba años adelante a orillas del Pacifico un Imperio enorme, llamado del Perú, gobernando como rey los vastísimos territorios de los Incas vencidos.

Don Michelotto era capitán de una de las más temibles compañías, compuestas de españoles bullangueros y espadachines reclutados en los suburbios de Roma.

También en la hueste italiana los, hombres eran de una existencia no menos aventurera. Los había ignorantes y brutales, verdaderas bestias de combate; otros, cultos, de gustos artísticos, llevados a la guerra por violencias de su carácter o aventuras de su historia azarosa. Todos los escritores capaces de manejar una espada, estudiantes de Humanidades aburridos de su vida sedentaria, pintores o escultores que habían descalabrado a un compañero en sus peleas de taller y andaban huyendo de la Justicia, se acogían a las banderas del Valentino. Uno de estos soldados se llamaba el Torriglano, y era el mismo escultor feroz y brutal que, discutiendo con su condiscípulo Miguel Ángel en la iglesia del Carmine de Florencia, lugar de su escuela, le aplastaba la nariz de un tremendo puñetazo, dejando para siempre afeado su rostro con esta desfiguración.

El ejército de César constaba solamente de unos diez mil hombres, pero con abundante artillería. Había observado en silencio el modo de hacer la guerra usado por Gonzalo de Córdoba cuando guiaba al duque de Gandía, aprovechando sus lecciones indirectas y perfeccionándolas. La Infantería y la Artillería eran sus verdaderas armas. Los peones marchaban bajo sus órdenes, desembarazados de impedimenta, con gran movilidad. En aquel tiempo de Caballería pesada, de jinetes cubiertos de hierro, de marchas lentas y reposos que duraban años ante las plazas sitiadas, César Borgia fue de un lado a otro, buscando a sus enemigos, con cierta celeridad pasmosa.

Recordaba Claudio cómo algunos autores franceses habían comparado la rapidez de movimientos del joven conquistador papal con las campañas que debía realizar sobre el mismo suelo de Italia, tres siglos después, otro caudillo de sus mismos años llamado Bonaparte.

Empezó su guerra atacando a los señores que detentaban los feudos de la Iglesia al otro lado de los Apeninos, sobre la vertiente del Adriático, en las llamadas Romanas y la Marca de Ancona; los Manfredis de Faenza, los Riarios de Imola y de Forli, los Malatestas de Rimini, el Juan Sforza de Pésaro, los Montefeltros de Urbino y tantos otros.

Las primeras operaciones fueron seguidas de rápidas victorias, casi sin combate. Abrían sus puertas los vecindarios de muchas ciudades al joven conquistador, recibiéndolo en triunfo. Habían vivido sometidos hasta entonces a la tiranía rapaz de pequeños déspotas, que se hacían guerra entre ellos y siempre estaban de acuerdo para explotar a la plebe. A César Borgia lo aclamaban como un libertador. Conocían su generosidad y sentíanse halagados por sus costumbres democráticas.

El astuto Borgia conquistaba para el porvenir, llevando ante sus ojos la quimera de agrupar todos los estados italianos en un reino único, obediente al Pontífice, pero gobernado por monarcas salidos de su familia. La jornada iba a ser larga, y él debía acariciar al pueblo, que le serviría de cabalgadura en tal camino, economizando sus fuerzas en vez de molerlos a golpes y agotar su vigor, como hacían todos los pequeños tiranos del Renacimiento.

Se había propuesto una conducta política, concretándola en este lema:

«Duro con los grandes, dulce con los humildes.» Y para mantener dicha máxima derramó la sangre de sus allegados cuando fue necesario. En varias ocasiones ahorcó o decapitó a gobernadores suyos, por haber imitado la mala conducta de los señores desposeídos, abrumando al pueblo con injusticias y robos.

Los romanos, montañeses del Apenino, hercúleos y con gran afición a los ejercicios violentos, veían favorecidos sus gustos por este gran señor, siempre vestido de ricas telas y cubierto de joyas como las damas. Su exterior delicado en apariencia, su rostro fino y sus elegantes maneras ocultaban una fuerza atlética.

En las fiestas populares de los países conquistados por él, la muchedumbre veía al poderoso duque Valentino hablando familiarmente con labriegos y pastores. De pronto se quitaba el jubón de seda y la camisa de blondas, quedando con el torso al aire e invitaba a hacer lo mismo a los señores que le acompañaban, entregándose a la lucha cuerpo a cuerpo con los más humildes de sus súbditos, siempre que éstos tuviesen una poderosa musculatura, venciéndolos o siendo vencido por ellos, y estrechando finalmente la mano de su adversario entre aplausos y aclamaciones.

Como la distancia carecía de obstáculos suficientes para intimidar a este jinete incansable, dejaba ir a sus tropas sobre Imola, y a todo galope se dirigía a la Ciudad Eterna para ver a su padre, después de un año de separación. Permanecía dos días junto a él y tornaba a partir para Imola en una galopada inverosímil, corriendo en veinticuatro horas lo que exigía para otros varias jornadas.

Seguían las ciudades rindiéndosele sin resistencia. Sublevábase el vecindario contra sus antiguos déspotas aclamando a César. Eran los castillos de cada población los que se defendían, por haberse encerrado en ellos el señor del pequeño Estado o su principal lugarteniente.

En Forli, capital de las tierras de la célebre Catalina Sforza—una de las más trágicas figuras del Renacimiento italiano—, ocurría lo mismo. Entregábase la ciudad a discreción, mientras Catalina corría a encerrarse en la fortaleza, dispuesta a morir entre sus ruinas.

Este virago, sin duda heroica, vivió una existencia abundante en desgracias y crímenes. Sus infortunios conmovían a los contemporáneos porque era mujer; pero verdaderamente resultaba superior por la brutalidad de su carácter, más salvaje que viril, a todos los tiranos de su época.

Su padre, antiguo déspota de Milán, exasperaba de tal modo al pueblo, que éste lo mató, haciendo pedazos su cadáver. La mayor parte de sus parientes, todos ellos tiranos, parecían víctimas de motivadas venganzas. Mujer de cuerpo grande y vigoroso, teñida de rubio, como era la moda entonces, violenta en sus amores y en su sistema de gobernar, se había casado muy joven con un Riario, sobrino de Sixto IV y primo de Juliano de la Rovere. Dicho Riario cometía tales atrocidades, que los habitantes de Forli lo mataron, arrojando su cadáver desde lo alto de la fortaleza. En vez de corregir tal castigo popular el carácter de Catalina, lo hizo más autoritario y cruel. Tomó un amante que realizó iguales excesos, provocando una segunda revolución, en la que fue hecho pedazos, lo mismo que el esposo. Después de esto se dedicó ella sola a oprimir y castigar a su pueblo.

Montada a caballo al frente de sus tropas, hizo pasar a cuchillo una parte de la población de Forli, sin perdonar mujeres y niños. Repelida por la muchedumbre hasta la fortaleza de la ciudad y sitiada en ella, le exigieron los sublevados que se rindiese, avisándole que tenían entre sus manos a sus hijos y los harían morir si no capitulaba.

Entonces la rubia amazona, subida en una almena, se arremangó las faldas, mostrándose desnuda de cintura abajo, y por toda contestación golpeó con su diestra el blando globo de su vientre y el musgoso triángulo final. Podían matar a sus hijos: ella guardaba el molde para hacer otros.

Poseedora de Forli y las poblaciones anexas, como viuda de un sobrino del Papa que las había recibido en feudo, este marimacho joven y bárbaramente heroico resultaba un enemigo digno de César. En vano avanzó Borgia a pecho descubierto hasta el pie del castillo para rogar a la Sforza que capitulase, evitando las consecuencias de una lucha desesperada. La terrible hembra no le quiso oír, y el 12 de enero de 1500, por una brecha abierta a cañonazos, penetraban los asaltantes en el primer recinto. Catalina se refugió entonces en la torre central, apodada El Macho, pero las minas preparadas estallaron a destiempo, haciendo más daño a los suyos que a los enemigos, y éstos consiguieron apoderarse de toda la fortaleza.

César hizo prisionera a Catalina, tratándola con los honores debidos a su estirpe, mientras esperaba ocasión de enviarla a Roma, donde le seguían un proceso por haber intentado envenenar al Papa. Los cronistas de Venecia, que aprovechaban todos los sucesos para inventar una nueva calumnia contra los Borgias, escribieron que el vencedor de Catalina Sforza no se había contentado con penetrar en la fortaleza de Forli, haciendo sufrir a su antigua poseedora otros asaltos. También llegaron a insinuar que Alejandro VI había abusado de ella cuando la tuvo cautiva en el Vaticano, cómodamente alojada en el palacio del Belvedere.

Tales suposiciones eran absurdas, César, de gustos retinados en sus amores, no podía sentirse atraído por esta amazona, admirable a causa de su brutalidad, pero poco atractiva como mujer; y en cuanto al padre, vivía más dominado que nunca por Julia Farnesio.

En cambio, resultaban indiscutibles la bondad y la tolerancia de Alejandro. Tenia pruebas de que Catalina había preparado su envenenamiento, librándose de él por un azar. Podía haberla sometido a un Tribunal que la condenase a muerte con todas las formas legales; también le habría sido fácil desembarazarse de ella haciéndola estrangular cuando vivía en el castillo de Sant' Angelo o en la dulce prisión del Belvedere, imitando los procedimientos de otros soberanos. Pero al verla vencida se dejó llevar por su carácter jocundo, incapaz de largas y premeditadas venganzas, permitiendo finalmente que se retirase a un convento de Florencia. De él salió luego para casarse con Juan de Medicis, teniendo un hijo que fue el famoso condottieri Juan de las Bandas Negras.

Dejaba César como gobernador de Forli a un español de su confianza, don Ramiro de Lorca, y pretendía seguir adelante en sus campañas, cayendo sobre los territorios de Pésaro y otros estados inmediatos, cuando Luis XII, por exigencias de Tribuldo, su representante en Milán, le quitó momentáneamente las tropas francesas que figuraban en su ejército. Esto le obligó a suspender sus operaciones, retirándose a Roma, no sin antes conquistar otras plazas de menos importancia.

Toda Italia se convenció de que la Iglesia tenía por primera vez un gran capitán propio, capaz de defender sus tierras actuales y recobrar las perdidas. Movíanse Alejandro y Cesar por una ambición de familia, «pero no resultaba menos cierto—como dijo Maquiavelo—que, después de fallecidos Alejandro y el duque de Valentino, la Santa Sede iba a heredar todas sus conquistas.

«La Iglesia—pensaba Claudio—salió agrandada del Pontificado de Alejandro VI y no disminuida, como en muchos Papados anteriores. Julio II, el vengativo Juliano de la Rovere, que tanto escarnecía a su antiguo amigo Borgia, heredaba de él la paz y el orden establecidos por su autoridad en los estados pontificios, el aumento de las Romanas y otras provincias, así como la ruina de los barones feudatarios, escarmentados e incapaces de reproducir sus demasías contra los papas. El cosechó lo que otros habían sembrado.»

Fue la entrada de César en Roma una imitación de los cortejos triunfales de la antigüedad. Lo esperaba su padre con una impaciencia que no podía disimular, llorando y riendo al mismo tiempo. Sentíase orgulloso de este hijo de veinticuatro años que luego de mostrarse en Francia superior a los primeros diplomáticos de Europa, acababa de revelarse un guerrero invencible.

«Ante sus ojos—siguió pensando Claudio—se abrían nuevos cielos. El también soñaba, como César, en un futuro glorioso. Su vida particular, con todas sus debilidades y pecados, la consideraba independiente de sus funciones de Pontífice. Aspiraba a ser uno de los más grandes papas trabajando con interés por la prosperidad de la Iglesia. Sus carnalidades de hombre no le impedían sentir una profunda fe religiosa. Era igual a los personajes de su época, creyentes en los dioses paganos, en la astrología, en la magia y, al mismo tiempo, en el cristianismo; adoradores sinceros de la Virgen y escandalosamente licenciosos en su vida ordinaria.»

Dios le protegía: estaba seguro de ello. Un nuevo mundo había sido descubierto bajo su Pontificado. Y un gran capitán de la Iglesia revelábase ahora en su familia. Cuando sojuzgase a los tiranuelos de Italia, estableciendo en ella la unidad política, el orden y la prosperidad, tendría que pensar en la reconquista de Jerusalén y Constantinopla, aspiración de todos los pontífices anteriores, que nunca pasó de ser vano proyecto. El y su hijo realizarían tan enormes empresas.

Todo el Sacro Colegio, los embajadores, la curia, la nobleza romana, los ciudadanos notables, salían fuera de la puerta de Santa María del Popólo para recibir con la cabeza destocada al nuevo caudillo de la Iglesia.

César, que había heredado de su padre el genio de la magnificencia, supo mostrarse digno de tan grandiosa recepción. Sus tropas de italianos y españoles, así como su cortejo de caballeros, desfilaron con un orden poco conocido en los ejércitos de entonces, mostrando gran suntuosidad en sus vestimentas. Hasta los carromatos de su bagaje llevaban ricas fundas con el escudo de los Borgias.

En cambio él, deseoso de llamar la atención por el contraste, iba a la española, su traje favorito, vestido de terciopelo y satén negros, con elegante modestia, pero llevando al cuello el gran collar de San Miguel, presente de Luis XII, distintivo reservado a los príncipes de sangre regia. Además, cada una de sus armas era una joya artística.

Entró en la empavesada ciudad entre cañonazos y volteos de campanas; las mujeres le enviaban flores, sonrisas, besos. El pueblo daba vivas a nuestro César. Era un capitán victorioso nacido en Roma, el hijo de la señora Vannoza la del Transtevere, y todos creían propia la gloria del hijo del Papa. Por el Corso llegó al castillo de Sant' Angelo y luego al palacio papal, recibiéndolo el Pontífice en el célebre salón del Papagayo, destinado a los embajadores.

Modesto y grave, dio gracias el joven caudillo en una corta arenga, inclinándose a continuación ante el Papa para besarle un pie, según el ceremonial; pero Alejandro, con los ojos llenos de lágrimas, le tendía los brazos, estrechándolo en ellos.

Sucedíanse las fiestas, desfilando a través de la ciudad un cortejo simbólico que representaba el triunfo de Julio César. Las glorias de los dos Césares, hijos de Roma, eran confundidas por la muchedumbre entusiástica. Mientras ésta se regocijaba día y noche en mascaradas y bailes, el héroe permanecía al margen de tales diversiones, oculto en su alojamiento del Vaticano, entre caudillos, prelados, escritores y pintores, hablando con ellos de poesía, de historia o artes plásticas. Empezó a llevar la existencia anormal de sus últimos años, que lo rodeaba de misterio, dando cierta veracidad ficticia a las calumnias de sus enemigos. Gustaba de no ser visto nunca por las gentes que hablaban de él en todo momento. Vivía de noche, dando audiencia en las horas de la madrugada. Si salía por la ciudad, era con antifaz y vestido de negro, para que nadie lo reconociese.

«Particularidad inexplicable—se decía Claudio—. Este hombre tan rápido en sus operaciones de guerra, tan amigo del esfuerzo físico, que consideraba un placer la lucha a brazo partido con sus más vigorosos súbditos, cuando estaba en casa, rara vez usaba las sillas. Permanecía días enteros acostado en un diván, y así leía o escuchaba las lecturas de su secretario; así escribía sus breves cartas, comía o jugaba al ajedrez con sus amigos En los últimos años de su existencia, cuando no estaba a caballo vivía tendido.»

Todo en él era con exageración y violentas alternativas. Podía galopar días enteros, reventando corceles, y era capaz de pasar una semana lo mismo que un musulmán en su harén, sin sentir necesidad de movimiento.

Después que el Papa le dio la Rosa de Oro, distinción reservada casi siempre a los reyes, que el Sacro Colegio votó unánimemente premiando sus servicios a la Iglesia, dejóse ver otra vez en público, pasando sin esfuerzo de su pereza oriental a la más arriesgada actividad. A espaldas de la basílica de San Pedro se había improvisado una plaza de toros, para dar una corrida, a la que asistió toda Roma.

Mostrábase el héroe en esta corrida a cara descubierta, bajando a la arena con simple jubón y calzas para torear a pie, matando cinco toros con una espada pesadísima y una capa que le servia de muleta. El último toro lo remató de un golpe que era su secreto, hiriéndolo entre dos vértebras tan profundamente que cortaba por entero su pescuezo, y el público rugió de admiración ante dicha habilidad, no pudiendo explicarse tanta fuerza en un joven esbelto y de facciones delicadas. Los embajadores enemigos de la familia papal escribían a sus gobiernos asombrados del valor y la maestría de César, reconociendo el inmenso entusiasmo de los romanos por él.

Pronto empezaron a sentir los Borgias las consecuencias de su triunfo militar en forma de calumnias y ataques anónimos.

Claudio veía imaginariamente al padre y al hijo como si hubiesen metido los pies en un inmenso avispero, no pudiendo defenderse de sus enjambres irritados. Un Papa español osaba hacer lo que ninguno de los pontífices nacidos en Italia, restableciendo la autoridad de la Santa Sede, desconocida siempre por los tiranuelos que detentaban las tierras de la Iglesia. Un joven romano, cuya sangre era por mitad española, iba a acabar con todos ellos, acariciando el designio de apoderarse más adelante de Florencia y hasta de los estados que tenia Venecia en la tierra firme, para constituir una Italia única... Y todos los señores grandes o mediocres, así como las repúblicas comerciales, difamaban a estos dos extranjeros triunfantes en Roma. Los libelistas escribían contra los Borgias crónicas monstruosas que empezaban siempre por un se dice. Forjaban epigramas feroces o historias inverosímiles, aceptadas sin obstáculo por las muchedumbres, dispuestas siempre a creer todo lo que causa daño a los poderosos.

Nadie mostraba interés en apoyar al Pontífice y a su hijo. y, en cambio, eran muchos los que juzgaban conveniente su muerte. Sólo podían proteger a un contado número de autores residentes en Roma, y los demás escribían o inventaban en el resto cíe Italia contra la victoriosa familia

Los mismos españoles instalados en el país contribuían a esta guerra desleal. Los Borgias no podían dar colocación a todos, y con una saña reconcentrada y envidiosa repetían las maledicencias de los noveleros italianos, agrandándolas. Uno de ellos, el capitán Fernández de Oviedo, que fue años después el primer historiador del Nuevo Mundo, acogió en Roma las más absurdas patrañas contra Alejandro y César, culpables en realidad de no, haberlo empleado nunca.

En Nápoles, el rey Federico, que adivinaba un próximo ataque del monarca francés y de César Borgia, dio libertad a sus escritores para que agrediesen con la pluma a la familia papal. El rey de España, desde lejos, aprobaba igualmente esta guerra contra un compatriota que había osado emanciparse de su autoridad. Venecia era un foco de propaganda, antiborgiana. En Florencia, los consejeros del Estado indicaban a Maquiavelo la necesidad de impedir que César continuase sus campañas fuese como fuese, lo que significaba, en el lenguaje de entonces, la conveniencia de asesinarlo.

Dos sucesos ocurridos dentro del Vaticano preocuparon por algún tiempo al pueblo de Roma. En junio de 1500 una tempestad echó abajo la gran chimenea del Palacio papal, destruyendo con sus escombros el techo del salón en donde daba audiencia Alejandro VI. Dicho derrumbamiento mató a varios de los que rodeaban al Pontífice, pero éste resultaba indemne gracias a una larga viga que al caer formó ángulo encima de su cabeza, librándolo de la lluvia de cascotes que indudablemente lo habría matado.

Una vez se mostró el valor tranquilo del Papa, hombre que ya contaba setenta años. Sólo quiso dejarse curar por su hija Lucrecia, sin que se notasen en él signos de miedo; antes bien, creyó en un influjo providencial que velaba por su existencia para que pudiese realizar todos sus planes en pro de la grandeza del Pontificado. Semanas después, cuando \os romanos comentaban aún el milagro con que Dios había protegido al Papa Borgia, un crimen hizo olvidar dicho suceso.

Alfonso de Aragón, duque de Biseglia y marido de Lucrecia, era apuñalado a las once de la noche en la escalinata de San Pedro por un grupo de hombres enmascarados, cuando iba a reunirse con su esposa en el Vaticano. Los agresores huían creyéndole muerto, protegidos por un grupo de jinetes, hasta una de las puertas de Roma. Alfonso, que sólo estaba herido de gravedad en la cabeza y los brazos, llegaba arrastrándose a las habitaciones del Pontífice, pidiendo auxilio, y su mujer sufría un síncope al reconocer su voz.

Sancha y Lucrecia dedicábanse a su curación, y el Papa prohibía bajo pena de muerte que las gentes penetrasen con armas en la llamada Ciudad Leonina, o sea en los barrios inmediatos al Vaticano. Además, colocó centinelas ante la puerta del dormitorio del herido, a pesar de que lo velaban su mujer y su hermana a todas horas. Esta conducta de Alejandro denunció su temor de que volviera a repetirse la intentona de asesinato por parte de alguien que él no se atrevía a castigar.

Mostrábase el esposo de Lucrecia más inclinado a favor de su tío el rey de Nápoles que de la familia Borgia, y dicho monarca napolitano consideraba gran fortuna la posibilidad de que desapareciese César. Este era enemigo suyo y esperaba solamente que el rey de Francia avanzase contra Nápoles para unirse a. él. Ofendido, por su parte, el hijo del Papa a causa del menosprecio con que le habla tratado Federico cuando solicitó la mano de su hija, incitaba a Luis XII para que se apoderase de Nápoles cuanto antes. Convenía esta conquista a sus intereses políticos, esperando sacar de ella muchos territorios para aquella Italia futura unificada, bajo su mando.

La opinión general creyó la tentativa de asesinato del duque de Biseglia obra de César. El tampoco se recató en mostrar el odio que le inspiraba su cuñado.

«Los encargados de ennegrecer a los Borgias—se dijo Claudio—sólo hablan del asesinato del príncipe napolitano y no consignan las declaraciones de César, el cual afirmó que Biseglia, por encargo del rey de Nápoles, había querido matarlo dos veces; una de ellas valiéndose de un arquero muy hábil, para que lo suprimiera desde lejos y sin ruido con un flechazo certero cuando lo viese pasar por un patio del Vaticano.»

Sin duda, su guardia personal dirigida por el terrible don Michelotto, había descubierto las mencionadas asechanzas, y el duque Valentino se mostraba implacable en tales casos ordenando matar para que no lo matasen.

Explicábase Claudio dicho suceso recordando las costumbres políticas de entonces. Todos reconocían la necesidad y hasta la santidad del crimen de Estado. El que estorbaba a un príncipe debía morir por obra del puñal o del veneno.

No había gobernante ni personaje rico que dejase de hacer probar viandas y bebidas a sus criados antes de sentarse a la mesa. Tampoco existía Papa, rey, príncipe, cardenal o simple condottiere que no poseyera un navío de plata con las velas desplegadas, cuyo casco se abría con llave, guardándose en su interior el cubierto propio, la servilleta, la sal y todas las especias, para evitar así un posible envenenamiento. Todo invitado a un banquete enviaba por delante su navío con un doméstico fiel encargado de colocarlo en la mesa, y al llegar lo abría con su llave, sacando el cubierto y las especias, sin que al dueño de la casa le ofendiese tal precaución.

Una de las razones de la vida nocturna de César y su aislamiento de la multitud, que le hacía ir enmascarado, era que así podía librarse más fácilmente de las tentativas de asesinato y envenenamiento urdidas contra él por los tiranuelos de Italia. Ninguno de éstos sentía limpia su conciencia.. Todos tenían en su historia uno o vanos homicidios por motivos políticos o privados.

La muerte del duque de Biseglia fue relatada de diverso modo por cada uno de los embajadores y los folicularios enemigos de los Borgias. Atribuyéronla unos al veneno, los más a la estrangulación.

Contaban que el príncipe napolitano estaba, en su dormitorio, convaleciente de sus heridas, conversando con su esposa y su hermana Sancha cuando llamaron a la puerta. Una de las dos preguntó:

—¿Quién es?

—El diablo—repuso desde fuera una voz burlona.

Se abrió la puerta bajo el rudo empujón de varios hombres. Unos echaron fuera de la cámara a las dos señoras, mientras otro más pequeño, que parecía su jefe, el terrible don Michelotto, estrangulaba en su lecho al duque de Biseglia.

En realidad, este suceso no produjo gran escándalo. Todos vieron en él un crimen de Estado, corriente en aquella época, y los embajadores de las principales naciones no le concedieron en sus despachos extraordinarios importancia. Casi lo atenuaron por odio a César, como si tal asesinato frese un acto meritorio de gran político.

«El salvajismo de los mencionados procedimientos—pensó Claudio—nos espanta, porque tenemos un alma diversa a la de entonces; porque hemos perdido las nociones del arte de morir, amando más la vida con todas las cobardías que comporta dicho amor, cobardías que los hombres del Renacimiento no conocieron por estar convencidos de que morían jóvenes.»

Aterrada e indignada Lucrecia por la muerte del padre de su hijo se retiró a Nepi, cayendo enferma de fiebre; pero transcurridos tres o cuatro meses volvía a Roma para figurar en las fiestas papales, consolada ya de su viudez.

Mujer de su época, respetuosa ante los crímenes de Estado, la convencía César fácilmente de sus razones para obrar así, en defensa propia, demostrando que su difunto esposo merecía la muerte que él le había hecho dar. La misma razón de Estado consiguió que Lucrecia aceptase, Fin oposición alguna un tercer matrimonio, el más brillante de todos, con el duque Alfonso de Este, soberano de Ferrara, uno de los mejores estados de Italia.

César iba a empezar de nuevo la guerra. Luis XII, que se había preparado a invadir el reino de Nápoles, enviaba otra vez al Valentino las tropas que le retiró. Esta segunda campana contra los vasallos rebeldes de la Iglesia también la secundaban las ciudades sometidas a ellos. Oprimidas y arruinadas, acogían al duque del Valentínado como un salvador. Los vecindarios de Pésaro y Rímini sublevábanse contra sus señores al ver las avanzadas del Ejército papal.

El primer marido de Lucrecia, implacable calumniador de los Borgias, huía despavorido de Pésaro antes de la llegada de César, que había hecho juramento de matarlo por su propia mano.

Se entregaban las poblaciones o eran tomadas por asalto después de corto asedio. La única ciudad que opuso una resistencia heroica fue Faenza, debiéndose esto a que los habitantes sentían un sincero afecto por su soberano, Astor Manfredi, casi un adolescente, el mozo más hermoso de su época, valeroso, de nobles sentimientos, y que trataba a sus súbditos con una bondad constante. Reconociendo César el heroísmo de este adversario, lo combatió con toda clase de miramientos caballerescos. En los días que se suspendía la lucha, mantenían los dos jefes y sus tropas relaciones de amistad

Consideraba Claudio Borja estas campañas del hijo de Alejandro como una obra de artista. Su ejército celebraba las fiestas de Carnaval mientras mantenía el sitio de una de las ciudades de la Romana, y para que los sitiados se divirtiesen igualmente, César hacía entrar en la plaza, como regalo suyo, varios carros cargados de disfraces y caretas.

Su corte militar abundaba en literatos, músicos, pintores y escultores. Su secretario, Agapito de Amalia, era un gran humanista. También acompañaban al duque vanos poetas, entre ellos el célebre improvisador Serafino de Aquila.

El ingeniero general de su ejército y constructor de fortificaciones se llamaba simplemente Leonardo de Vinci y era ignorado aún en Italia. Esta profesión de ingeniero del futuro autor de la Gioconda no resultaba extraordinaria en una época cuyos grandes hombres mostraron las más diversas aptitudes. Mientras llegaba la hora de inmortalizarse como pintor, Leonardo de Vinci hacia dibujos para el Valentino planos de fortalezas, puentes, acueductos, caminos y puertos, o discurría nuevas máquinas de guerra. Tal multiplicidad en las manifestaciones de talento la mostraban igualmente otros artistas de entonces, aunque ninguno de ellos logró llegar al proteismo general de Leonardo.

De vida aventurera, ansioso de abrirse paso en medio de la general indiferencia, sin sentir los trastornos que causa la atracción de la mujer, con una tranquila asexualidad que le permitía ser dueño de sus acciones, y acusándole algunos injustamente de afición al vicio griego, Leonardo de Vinci sentíase deslumbrado por este capitán glorioso que acababa de surgir cómo un astro de rápida trayectoria.

No siendo hombre de espada, le servía como Ingeniero y mecánico, pensando incesantemente para él ofreciéndole todas las semanas un nuevo invento.

«También el artista—pensó Claudio— era distinto en los albores del Renacimiento a como es ahora. Pintores y escultores vivían como simples artesanos, formando gremios semejantes a los de los obreros manuales, sin otras aspiraciones que las de su pequeño círculo, divirtiéndose a su manera y procurando que los señores no los invitasen a sus palacios, pues se encontraban desorientados y tristes en un ambiente superior al suyo.»

Una de sus Sociedades en Florencia, titulada La Cazuela, obligaba a cada uno de sus individuos a asistir a los banquetes comunes, aportando un plato diferente al que llevasen los demás, imponiéndoles multas o penitencias grotescas cuando resultaba igual al de otro socio más antiguo.

Gobiernos y grandes señores empleaban a los artistas célebres en trabajos de guerra. Los escultores con el título de magíster arcium construían fortificaciones o labraban con el cincel pelotas de piedra para las bombardas. Los pintores se esforzaban por inventar nuevas máquinas bélicas, viéndose recompensados por ello con más largueza que por sus cuadros.

Servían los artistas para todo lo que significase estudio, invento o dirección de trabajos, muchas veces les pagaban con un tabardo de brillantes colores o unas cuantas varas de paño para la familia. «Son gentes groseras que sólo conocen su arte.» Así se expresaba un obispo de la época.

En realidad, no existían especialistas. Todos servían para todo, siendo el gran Leonardo de Vinci el tipo perfecto de estos acumuladores de genio. También se dedicaban a contratistas de trabajos públicos. Miguel Ángel perdió siete meses de su vida dirigiendo en las canteras de Lumi la extracción de piedras, rodeada de excavadores, y de carreteros, trabajo que podía haber hecho cualquier maestro de obras. Tal era su aburrimiento durante siete meses de capataz, que pensó esculpir toda la montaña, como si fuese un solo bloque, haciendo de ella una gigantesca estatua.

El trato con los humoristas educaba y dignificaba a estos genios incultos que vivían como obreros Se hicieron menos brutales en sus costumbres. Ya no admiraron a un Torrigiano que aplastaba de un puñetazo la nariz de su camarada Miguel Ángel. Y como los humanistas imponían la moda en aquel tiempo, señores laicos y eclesiásticos, viéndolos tratar con deferencia a los artistas, se acostumbraron a hacer lo mismo.

«Fueron los escritores—afirmó mentalmente Borja—los que sacaron de su humildad obrera a los artistas plásticos, iniciando la importancia que gozan en nuestra época el pintor y el escultor.»

César Borgia apenas tuvo tiempo para ejercer el mecenazgo. Su verdadera vida duraba tres años nada más, y fue la de un guerrero, preocupándose sólo de las artes en los raros Intervalos de reposo que le dejaron sus campañas. A pesar de esto, su generosidad para los literatos y los artistas resultaba proverbial, designándola los poetas con el nombre de Líberalita Cesárea . En sus tiempos de cardenalato, todo el producto de arzobispado de Valencia, que era de los más ricos, gastábalo en mantener escritores, escultores y cinceladores.

No pudo conocer a todos los artistas de entonces, pero protegió a tres, los más famosos: al Pinturricchio maestro tan admirado años después por Rafael; a Leonardo de Vinci y a Miguel Ángel.

Una constelación de poetas, algunos de ellos prodigiosos improvisadores, le seguía a todas partes, muriéndose jóvenes lo mismo que sus mecenas a causa de una existencia atropellada y libertina. Muchos escribieron en latín relatando las hazañas de su protector De Gentis Cesaris Borgia . Otros cantaban al toro, emblema heráldico de la poderosa familia, dedicando sus versos Ad Bovem Borgia , o exclamaban así en honor del duque de las Romanas, futuro creador de una Italia única:

Salve Italum o splendor Dux ilusstrissime Cesar, o Salve Cesar, Máxima fama Ducum .

El arte antiguo iba resurgiendo entre las ruinas de la campiña romana. Con frecuencia, el arado, movido por búfalos, sacaba a luz mal moles prodigiosos o dejaba descubiertas tumbas cuyos cadáveres, envueltos en vestiduras áureas, se deshacían al quedar en contacto con la atmósfera.

César hacía siempre regalos de valor artístico, enviando a las señoras estatuas antiguas o ricas joyas cinceladas por sus protegidos. Muchas damas de entonces adoraban las obras de la antigüedad.

A Miguel Ángel lo conoció de un modo extraordinario. Llegaba éste a Roma por primera vez, casi ignorado, y el cardenal Riario, sobrino de Sixto IV, enseñó al joven florentino su museo de mármoles-clásicos, dándole a entender que nunca los artistas del presente conseguirán producir obras parecidas.

Fijábase Miguel Ángel en un Amor dormido que tenia un pie roto y declaraba que dicha obra la había hecho él en Florencia años antes, enviándola a un vendedor de Roma Este había quebrado un pie a la pequeña estatua para hacerla pasar mejor por obra remota, vendiéndola en doscientos ducados al cardenal Riario, y no dando al artista más que treinta.

Procedió el príncipe eclesiástico con avaricia y falta de nobleza. Al enterarse de que tan hermosa obra no era antigua, a pesar de que todos la creían así, protestó exigiendo que le devolviesen su dinero. Entonces intervino César con su generosidad de gran señor, adquiriendo la estatua por su primer precio, y guardándola algunos años. Luego la envió a Isabel de Este, que se la había pedido en repetidas ocasiones, afirmando que le seria imposible dormir tranquila mientras no le hiciese tal regalo.

Desde entonces el escultor florentino empezó a ser célebre, gracias a la intervención de César; pero éste sólo pudo verlo en contadas ocasiones, a causa de sus guerras. Miguel Ángel poco afecto a las cosas militares, no quiso seguirle en su vida de campamento, como hicieron otros artistas.

Se apoderaba al fin de Faenza el duque Valentino, tratando amistosamente a su heroico defensor. Los dos jóvenes comían juntos y se apreciaban como hermanos de armas.

Conocedor César de los nobles sentimientos de este guerrero casi adolescente quiso hacer de él uno de sus capitanes. Al perder Faenza y sus tierras, quedaba Astor Manfredi sin fortuna, y aceptó con agradecimiento las proposiciones de Borgia. Siguiendo al caudillo victorioso, que sólo tenía unos pocos años más que él, podría conseguir nuevos señoríos en los países que aquél conquistase.

Sí César hubiese querido deshacerse de Manfredi, fácil le habría sido en los primeros momentos de su triunfo. Astor se fue con él a Roma llevando la vida alegre de un héroe joven, en una ciudad de costumbres licenciosas. Su belleza era famosa en toda Italia. Mujeres y artistas con ocian de oídas al hermoso señor de Faenza, semejante a las estatuas más puras legadas por la antigüedad.

Una mañana el cadáver de Astor Manfredi apareció flotando sobre las aguas del Tíber con los brazos atados y—según decían algunos, sin poder aducir pruebas—con vestigios del mayor de los ultrajes que puede recibir un hombre. Horas después se encontraban en el río los cadáveres de otros dos jóvenes y el de una mujer desconocida. El Tíber daba estos presentes casi a diario, como testimonio de las bacanales y citas misteriosas de la noche anterior.

Inmediatamente los agentes de Venecia atribuyeron dicha muerte al duque Valentino, como si fuese el único, en aquella Roma depravada, capaz de realizar tales crímenes. Ningún interés le aconsejaba a suprimir al señor de Faenza ; en cambio, le convenía conservarlo a su lado para que los faenzinos, que amaban mucho a su antiguo príncipe, aceptasen voluntariamente el nuevo gobierno papal. Su única culpabilidad consistió en acceder a los ruegos de Astor, deseoso de acompañarlo a Roma para gozar sus placeres y lujos, en vez de obligarle a que se retirase a otra población, en uso de la libertad que le había concedido.

Todo lo malo de entonces, ocurriese donde ocurriese, era sabido de antemano que lo hacía César Borgia, con asombrosa ubicuidad. Igualmente le atribuían todas las demasías amorosas de los soldados a sus órdenes, las cuales no eran mejores ni peores que otros guerreros de aquella época.

Diego Ramírez, uno de sus capitanes españoles, raptaba a la bella Dorotea Caracciolo, esposa de un militar al servicio de la República de Venecia. Y, sin embargo, César se veía acusado como autor directo del rapto, a pesar de que la hermosa Dorotea y el capitán español habían desaparecido y sus relaciones adúlteras databan de mucho antes. En su campaña contra Nápoles, al entrar en Capua, sus tropas Italianas se llevaban cautivas a cuarenta mujeres de dicha ciudad, tal vez para exigir rescate por ellas, cosa corriente en las guerras de entonces, pues igual habían hecho los franceses con damas de la Corte papal. Acto continuo, los gaceteros de Venecia y Florencia hacían circular por toda Italia la noticia de que César Borgia, en el botín de Capua, se había reservado cuarenta hermosas cautivas para llevarlas a su harén.

El capitán francés Ivés d'Allegre reía de tales calumnias contra su compañero de armas, considerándolas estúpidas.

—Las mujeres—decía—no le han faltado nunca al duque del Valentinado. Tiene que defenderse de ellas, tanto es lo que lo buscan, y no necesita tomarlas por la fuerza.

En aquel tiempo era imposible mantener agrupado un ejército si no se ofrecía a los soldados, de tarde en tarde, el saqueo de alguna ciudad, con todas sus consecuencias, para su diversión y provecho.

Después de haber tomado a Capua en su campaña contra Nápoles tuvo que atender César al sitio de Piombino, confiado hasta entonces a sus lugartenientes.

Figuraba en su corte ambulante un ciudadano de Florencia llamado Nicolás Maquiavelo. La República florentina, justamente alarmada por los progresos de César, había encargado al más sutil de sus diplomáticos que le siguiese de cerca a fin de adivinar sus! intenciones. El duque, tan diplomático como él, adivinaba esta hipócrita vigilancia, comunicándole únicamente aquello que le convenía decir. De todos modos, Maquiavelo se mostraba cada vez más convencido de que este conquistador de veinticuatro años acabaría por adueñarse de Florencia y demás estados inmediatos, creando una Italia única y compacta bajo el protectorado de los pontífices.

Lucrecia se casaba en Roma por poderes con Alfonso de Ferrara, emprendiendo una marcha lenta hacia los estados de su marido, seguida de majestuoso cortejo. Durante el baile con que celebró su matrimonio en el Vaticano, mostrábase de pronto un danzarín, vestido elegantemente de negro, con antifaz del mismo color. Bailaba solo, con una maestría y una gracia que hacían retirarse a los demás, atrayendo las miradas de todos los presentes y creando en torno a su persona un silencio admirativo. A los pocos momentos lo reconocían a causa de su habilidad.

—Es nuestro César..., el único César. Sólo puede ser él.

Había abandonado sus tropas, llegando a Roma en una de aquellas galopadas que duraban días enteros y eran motivo de que las gentes lo viesen a un mismo tiempo en diversos lugares, muy apartados unos de otros. Bailaba algunos minutos nada más en la boda de su hermana y desaparecía tan misteriosamente como había llegado.

El papa hacía un viaje por mar a Piombino para ver esta última conquista de su hijo, cuya puerta y murallas reparaba Leonardo de Vinci.

Mostrábase triste Alejandro luego de la partida de su hija para sus nuevos estados, como si presintiese que ya no la vería más. Después de las fiestas de Piombino y las conversaciones del Pontífice con Leonardo, maravillosamente experto en toda clase de materias, una horrible tempestad ponía en peligro las galeras pontificias ante las costas de Toscana.

Fue una tormenta comparable a la de treinta años antes, cuando el nuncio Rodrigo de Borgia volvía de su legación de España. César y los hombres más temibles de su séquito permanecían tumbados, sin voluntad, victimas del mareo y del terror que inspiran el mar y él viento desencadenados a los que siempre combatieron en tierra. Las tripulaciones se daban por perdidas. Sólo el Pontífice guardó una admirable lucidez, considerando los marinos esta tranquilidad sonriente como algo milagroso.

Continuó el Valentino su guerra contra los señores italianos después de avistarse en Milán con Luis XII de Francia, que le daba públicamente grandes muestras de afecto uno de los condottieri a su servicio, Vitellozzo-Vitelli, fingía haber abierto por su cuenta la guerra contra la República florentina, aunque en realidad trabajaba, siguiendo las órdenes de su jefe. De pronto, César empezó a notar que el suelo vacilaba bajo sus pies.

Su verdaden punto de apoyo era aquel ejército siempre invencible, formado con arreglo a la táctica de los tiempos modernos que empezaba a Iniciarse entonces basada en la fuerza demoledora de los cañones y la ligereza de la infantería. Pero este ejército resultaba heterogéneo: los condottieri atraídos por la buena fortuna de; joven capitán, eran demasiado numerosos. César sólo podía tener fe en los dos mil o tres mil españoles alistado» bajo sus banderas.

Habían vivido siempre de hacer la guerra sus principales lugartenientes italianos, y empezaban éstos a percatarse de que el Joven caudillo, de Victoria en victoria, los Iría devorando a ellos mismos, pues su autoridad se engrandecía suprimiendo a las antiguas familias feudales. Además, creían llegado el momento de trabajar por su cuenta, quedándose con las tierras conquistadas, y si era necesario matar a su jefe, estaban dispuestos a hacerlo. Pero César no era hombre que tardase en enterarse de un peligro Inmediato.

Todos los capitanes importantes que seguían al llamado ahora duque de las Romanas entendíanse secretamente en septiembre de 1502, provocando una revuelta de sus tropas. Los dos más prestigiosos, Ventivoglio, señor de Bolonia y Vitellozzo-Vitelli, convocaban a los demás condottieri al servicio de César, ligándose entre ellos con un juramento trágico para desembarazarse del duque.

Juntaban una cantidad de tropas tan extraordinariamente superior a las que se mantenían fieles a César, que la derrota y la muerte del jefe no parecían dudosas; mas el duque de las Romanas, admirado por Maquiavelo, era el príncipe descrito por éste en su libro famoso y supo desbaratar las maquinaciones sordas de sus enemigos, proponiéndose al mismo tiempo el castigarlos con severidad.

Acababa de tomar Urbino, destronando a Guidobaldo, su soberano, el mismo que sirvió de maestro militar al duque de Gandía. Guidobaldo condottiere de profesión, se había puesto de acuerdo con sus camaradas conjurados contra César. Los habitantes de Urbino, enterados de las divisiones en el ejército del gonfaloniero de la Iglesia, se sublevaron contra éste, repeliendo a sus capitanes. A la vez, Pisa llamaba a César para entregarse a él en odio a Florencia, pero el Valentino no se atrevía a emprender dicha campaña después de la defección de sus lugartenientes.

En realidad, estos revoltosos temblaban ante la idea de luchar de un modo decisivo contra su antiguo señor. Además, repugnábales ir muy lejos en su disciplina, al no sentirse sinceramente unidos entre ellos.

Entablaba César relaciones secretas con muchos de sus antiguos subordinados para dislocar de tal modo la conjuración. Vitellozzo. Paolo Orsiní y Oliveretto da Permo le presentaban una serle de reclamaciones abusivas, exigiendo su inmediato reconocimiento y amenazándola en caso contrario con una franca revuelta.

Paolo Orsini iba a buscar a César en Imola para llevarle este documento firmado por todos los condottier i. El duque de las Romanas aceptaba una entrevista con los más principales, y finalmente, designábase como punto de reunión la ciudad de Sinigaglia, que acababa de ser tomada por uno de sus tenientes. El gobernador aún se mantenía en el castillo de dicha ciudad manifestando que sólo rendiría la fortaleza a César en persona, y esperaba para entregarla a que éste se presentase.

Salló César de Cesana el 26 de diciembre. El día anterior, al amanecer, el vecindario había visto en la plaza principal el cuerpo decapitado de don Ramiro de Lorca, gobernador de las Romanas desde unos meses antes, y su cabeza clavada en el hierro de una pica.

Permaneció en el misterio esta ejecución del alto personaje español, favorito del duque. Tal vez estaba relacionada con la actitud de los conjurados. También pudo ser, como insinuó César, un castigo ejemplar por su conducta abusiva con los pueblos sometidos a su gobierno.

El 30 de diciembre llegaba César a Sinigaglia, sin más escolta que una pequeña tropa de españoles, fieles a toda prueba, y a los cuales mandaba don Michelotto.

Nunca mostró tanta audacia ni tan firme seguridad en su buena estrella. Avanzó a sabiendas entre las mallas de la traición, sin guardar ninguna salida para salvarse.

La exigencia del gobernador de Sinigaglia de no entregar el castillo más que a César era un ardid concertado con los condottíeri rebeldes. Estos mantenían disimuladas sus tropas a cierta distancia de la ciudad, para que el duque no sintiese inquietud, y cuando penetrase confiado en ella con su escolta mandada por don Micalet, todo el ejército avanzaría en un movimiento envolvente, matando a César y a los españoles que lo guardaban.

Borgia, por su parte, tenía pensada otra traición como respuesta a tales preparativos. Era un duelo de disimulo y ligereza. El más audaz, el que pegase antes, sería el vencedor.

«Este descendiente de caballeros de la Reconquista española—se dijo Claudio—era por nacimiento generoso e intrépido. En todos los Borgias la franqueza y la bravura fueron condiciones naturales; pero trasladados al ambiente italiano del siglo xv tuvieron que adaptarse a él, para poder vivir. Teniendo en torno la traición y la astucia, la mentira y la duplicidad, propias de la Corte romana, en medio de eclesiásticos familiarizados con el disimulo y la perfidia, acabaron por sobresalir en esta nueva atmósfera, pues su inteligencia superior y su voluntad férrea les facilitaron dicha transformación. César, nacido en Italia y desarrollando su Infancia y su juventud en el mundo papal, resultó el hombre más sutil de su época.»

Encontraba en los alrededores de Sinigaglia a Vitelli, a Paolo Orsini y Oliveretto da Permo. Las tropas numerosas de éstos se mantenían invisibles lejos de dicha ciudad.

El jefe y sus antiguos tenientes se saludaron con falso regocijo. Los conjurados estaban seguros de que César admitiría todas sus exigencias, por la persuasión o por la fuerza. No los seguían como escolta más que dos pequeñas huestes: la que mandaba don Michelotto y la de Oliveretto, esta última de mercenarios italianos.

Don Michelotto marchó delante de todos al entrar en Sinigaglia, con el pretexto de que el enemigo, poseedor aún de la fortaleza, podía atacarlos de pronto. Un puente daba acceso a la ciudad, y don Miguelito, que ya tenía sus gentes dentro de ella, dejó pasar a César y a los tres condottieri nada más. Luego se interpuso, e impidió la entrada de los soldados de Oliveretto, alegando la falta de alojamientos y que era mejor se instalasen en el arrabal.

Mientras Corella realizaba esta astuta maniobra, el duque y sus capitanes traidores llegaban a la puerta del caserío donde iba a instalarse aquél. Los tres jefes intentaron despedirse: pero César los retuvo amablemente rogándoles que entrasen en su alojamiento para continuar hablando de la toma del castillo de Sinigaglia, que debía realizarse aquella misma tarde, por rendición o a viva fuerza. Le siguieron los condottíeri , y el duque los abandonó en un salón, manifestando el deseo de cambiarse de ropas o con otro pretexto más natural y apremiante,

Pasaron unos minutos de espera, y la puerta de la sala se abrió, apareciendo en ella don Michelotto. Inmediatamente su gesto les hizo adivinar la emboscada en que habían caído. Los ojos del hombrecito eran los de un dogo feroz que considera inútil ladrar para morder. Hizo un ademán al grupo de españoles que le seguía, y en un instante los tres condottieri se vieron amordazados y amarrados con cuerdas.

Volviendo en seguida don Michelotto su tropa contra la de Oliveretto, que había quedado en el arrabal, cayó sobre ella, matando a cuantos homares intentaron resistirse y rindiendo a los demás.

El verdadero ejército de los conjurados, que se mantenía esperando órdenes a varias millas de Sinigaglia, al saber lo ocurrido se apresuró a retirarse, no obstante estar mandado por un sobrino y un hermano de los presos. Terminada esta operación tan rápida y eficaz, el duque de las Romanas se posesionó de la fortaleza de Sinigaglia antes que se ocultase el sol, tal como lo había prometido.

Luego de una especie de juicio muy rápido, Vitellozzo-Vitelli y Oliveretto da Permo eran estrangulados en la mañana siguiente en presencia de don Michelotto. César no gustaba de presidir las ejecuciones ordenadas por él. Su elegancia sólo consentía la vista de la muerte en los campos de batalla. Era el sanguinario y puntual Micalet quien atendía a estos quehaceres, inevitables en aquella época.

A Paolo Orsini, el tercer prisionero, lo guardó para conducirlo a Roma y confrontarlo con otros miembros de su familia que habían preparado una conjuración contra la vida de! Pontífice. Dicha revuelta debía iniciarse en la capital tan pronto como se recibiesen nuevas de la prisión de César en Sinigaglia, o de su muerte. Pero la noticia que llegó a Roma fue la del inesperado triunfo de César, y Alejandro VI se apresuró a encarcelar en el Vaticano a todos los de la familia Orsini, un cardenal, un arzobispo, un protonotario de la curia y varios hombres más de guerra.

Después de este golpe certero pudo contemplar el Valentino sus conquistas seguido de un ejército fiel y compacto, cuyos capitanes, escarmentados por el ejemplo, no quisieron ya intentar ninguna sublevación contra su invencible señor.

Paolo y Francesco Orsini, cuya complicidad en la conjuración de los condottierí era notoria, fueron ejecutados después de un proceso rápido, pero ordinario y legal.

Los Borgias, tan acusados de asesinos y envenenadores, podían haberse librado en tal ocasión de todos los Orsinis, sus peores enemigos. Sin embargo, los de dicha familia presos en Roma quedaron con vida, y el único que murió en la prisión durante el proceso, el cardenal Orsini, fue sometido a toda clase de exámenes para demostrar que su muerte había sido natural, a causa de las emociones sufridas y de sus muchos años, reconociéndolo así sus parientes. Esto no fue obstáculo para que los embajadores de Venecla y de Florencia hablasen de envenenamiento, quedando visible una vez más la mala fe de los enviados a la Corte de Roma, todos enemigos de los Borgias, y especialmente de César, por sus pretensiones a favor de la unidad peninsular.

La astucia de Sinigaglia fue comentada en toda Europa con admiración. El duque de las Romanas había informado a las cortes del juicio y muerte de los culpables, así como de las medidas tomadas en Roma contra la facción Orsini. Casi todos los soberanos respondieron con cartas laudatorias.

Actos como el de César eran considerados entonces de buena guerra, y excelente política. Resultaba acción brillante adivinar la traición de los adversarios y valerse de la sorpresa para desembarazarse de ellos con una traición más hábil y pronta.

Maquiavelo no pudo contener su entusiasmo ante la tragedia de Sinigaglia. Como florentino, temía al príncipe que meditaba la conquista de su país; como tratadista político, lo admiraba, viendo en él una brillante personificación de todas sus ideas sobre la vida del Estado.

Y al examinar con qué serenidad y audacia se había ido prestando a las combinaciones de sus enemigos dejándose envolver a sabiendas por su traición para sorprenderlos mejor, exclamó con un fervor de discípulo:

— ¡ Oh el bello engaño!...