A los pies de Venus/Parte III/IV
Repentinamente dejó de pensar en los Borgias.
De las múltiples caras de Roma sólo veía la moderna, la victormanuelesca, calles de reciente edificación, con hoteles imitando los países yanquis. Legaciones diplomáticas, el mundo, en una palabra, que había frecuentado antes de su imprudente y escandalosa conducta en los salones de Enciso. Pasaba ahora el día entero fuera de su víllino, huyendo de la melancolía histórica—así la llamaba—de aquellos alrededores de la Ciudad Eterna abundante en ruinas y recuerdos.
Comía en un restaurante donde estaba seguro de encontrar compatriotas suyos, pintores y escultores, o varios secretarios y agregados diplomáticos pertenecientes a Legaciones de diversos países de la América que habla en español (no en latín) y que el vulgo y ciertos seudoliteratos llaman impropiamente América latina. Gustaba de sus diálogos alegres, sin relación alguna con las resurrecciones históricas que le habían mantenido varios días aislado en un estudio de pintor.
Sólo guardaba de dichas evocaciones un recuerdo insistente, el de la energía. varonil de César Borgia, su prontitud en desembarazarse de los enemigos, su desprecio elegante y amable para las mujeres, que le proporcionaba el verse deseado por todas ellas. Y al pensar en esto último, sonreía ligeramente con una expresión—según él—semejante a la de Valentino cuando estaba preparando su terrible encerrona en Sinigaglia.
Influido por sus lecturas y sus meditaciones, se creyó poseedor de una parte del carácter complejo y temible de su remoto ascendiente. ¡Lastima que los tiempos actuales fuesen tan distintos a los de entonces y no permitieran el desprecio de la vida ajena y de la propia!...
De todos modos, pensaba hacer algo, sin saber con certeza qué podría ser. Iba creciendo en su voluntad el deseo de ponerse en relación con aquella señora de Pineda, de la que hablaban muchas veces sus amigos en el restaurante y en el café, como si ignorasen o tuviesen olvidada la vida común que habían hecho ambos un año antes.
Mencionaban a Urdaneta, el general-doctor, sin acordarse nunca de Borja en sus comentarios. Esta preterición le indignó, viendo en ella un testimonio de su insignificancia. Además, le irritaba el tono de envidia con que todos ellos se hacían lenguas de la buena suerte de López Rallo, nombre de aquel diplomático sudamericano que acompañaba ahora a Rosaura en sus viajes.
No conocía personalmente a esta joven, pero se lo imaginaba, sin grandes errores de apreciación, teniendo en cuenta lo que había oído a las señoras en el banquete de Enciso y lo que le contaban sus amigos de Roma al hablar de él en la trattoría de artistas donde hacían sus comidas o en el café.
Algunos de ellos aceptaban con indiferencia la fama de hombre elegante de López Rallo; otros negábanse indignados a admitir su distinción. Un escultor español amigo de Claudio protestaba contra el hecho de que las mujeres lo considerasen interesante.
—Un cursi—decía—, un personaje untuoso, que parece dado a todas horas de barniz. Tiene cierto exotismo en su persona; es un mulatón que alaba a sus nobles ascendientes españoles y es posible que algún día lo veamos con una corona en los gemelos de la camisa y otra en las tarjetas de visita. Lo único que admiro en él sinceramente es su monóculo.
Y todos celebraban, no sin asombro, la rara habilidad de este joven, que le permitía vivir las horas diurnas y gran parte de la noche cumpliendo todas sus funciones vitales, sin que se desprendiese una sola vez el redondel de vidrio incrustado en una de sus cejas.
Atribuían los amigos de Claudio a este adorno ocular, detrás del cual se ocultaba como empañada y moribunda una pupila gris, distinta a la otra descubierta, el agrado con que lo acogían en los salones. La coexistencia de tres sangres diferentes en su organismo, la blanca, la negra y la india, como decía el escultor, condición poco gustada en América, le proporcionaba en Europa cierto prestigio semejante al de los héroes de novelas de viajes. Además, poseía la esbeltez de cuerpo, la ligereza de miembros, la adaptación inmediata al ritmo bailable de todas las razas primitivas, viéndose buscado y admirado como danzarín.
La frivolidad de sus aficiones y su aplomo, producto de una osadía con éxito, le ayudaban a penetrar en todas partes, mirado al principio con recelo y tolerado finalmente.
—Es un hombre—siguió diciendo el escultor—que va a caza de amistades, y debe de sentirse feliz cuando se acuesta habiendo sido presentado durante el día a un duque o un príncipe. En fin: un arrivista. Según cuentan, habla frecuentemente de su honor y su prestigio, para obligar a esa señora argentina a que se case con él. ¡Como si el muy tunante fuese una doncellita que ve en peligro su reputación!... Tal vez hace valer que su tío es ministro plenipotenciario cerca de la Santa Sede, y él no puede vivir en la irregular y pecadora situación de amancebado.
Reían todos al comentar estas supuestas añagazas de López Rallo para casarse con la rica señora, dando solidez a su incierta posición social.
Claudio conocía al tío de dicho joven, un señor López Rallo del que hablaba mucho Bustamante, apreciándolo como el mayor genio diplomático de la América de habla española. Lo había visto en los salones de don Aristides en Madrid, y una sola vez en Roma, en la Embajada de España. Este personaje ilustre pasaba ahora la mayor parte del año viajando. Su mala salud le hacía ser un alojado continuo de balnearios célebres o de ciertas poblaciones de Suiza y Alemania donde vivían especialistas famosos en su enfermedad.
Bustamante lamentaba la decadencia de .tan eminente amigo. Su silencio diplomático, célebre al otro lado del Océano, se cortaba ahora durante sus visitas con un jadeo acompañado de movimientos aprobativos de cabeza. Hablaba con lentitud, y como muchas veces la otra celebridad diplomática visitada por él era igualmente vieja y tarda en palabras y pensamientos ocurrió que las dos excelencias iban bajando el tono de su voz y acababan por adormecerse, quedando en meditativa inmovilidad, hasta que un estrépito venido de la calle o un ruido en la pieza inmediata los despertaba sobresaltados continuando su pausada conversación.
—Ahora está un poco apagado—había dicho don Arístides a su antiguo pupilo—; pero hay que ver la inmensa obra internacional que lleva hecha este hombre.
La pequeña República representada por él tenía tratados con todas las naciones de la Tierra, comerciales, políticos, hasta de propiedad literaria y artística, no obstante carecer el citado país de producciones de este género necesitadas de que las protegiesen. Y todo lo había hecho teniendo en cuenta la inmortalidad de su nombre, cuidándose bien de colocar al frente de cada uno de los mamotretos el titulo de Tratado López Rallo y ... (aquí el nombre del representante de la otra nación). Los tratados López Rallo y consorte eran tantos, que con ellos había formado ya unos cuantos volúmenes, impresos a costa del país que tenia la dicha de contarlo por suyo.
—En realidad, el célebre tratadista —dijo uno de los amigos de Claudio, en el café—es hombre bueno, y hay que disculpar su manía. Después de ajustar tantos tratados se ve tan pobre como al principio. Su patria paga mediocremente sus esfuerzos, y se mantiene gracias a su esposa, una señora buena, creyente y algo mulata orgullosa de la gloria marital. Ella es la que lo ha traído junto al Papa pues prefiere ser diplomática en el Vaticano a ver cortes y reyes, como en su juventud. Se considera así más cerca del Cielo, ahorrando camino para cuando muera. Y como López Rallo sobrino, no tiene ninguna esperanza de heredar, ni posee otra fortuna que su exagerado chic y sus habilidades indiscutibles de bailarín, busca casarse con esa señora de Pineda, tan rica... No se le presentará mejor ocasión.
La había conocido meses antes en un balneario de moda, siguiendo al eminente tratadista . Claudio adivinaba la historia de estos amores iguales a todos los que atraen y juntan a las gentes frivolas de nuestra época. Primero, la proximidad y la confianza por medio del baile; luego, la cita, precedida de las vacilaciones de una voluntad titubeante.
Sintió el joven español cólera y asombro, como un enamorado que descubre de pronto la infidelidad de la mujer amada. En vano su buen sentido protestó contra tal indignación, encontrándola ilógica. Era él quien había abandonado a Rosaura voluntariamente, desoyendo con tenacidad las palabras de ella, más conocedora de la vida, aconsejándole que se quedase. ¿Qué fantasmas engañadores le habían hecho adoptar esta decisión, moviéndose desde entonces con la incertidumbre de un buque abandonado? ¿De qué le servia la libertad?... Y ella, lógicamente, había seguido nuevos rumbos.
Esto último era lo que no podía admitir Borja. Irritábase su vanidad de hombre ante la idea de que Rosaura le hubiese olvidado completamente. Volvían a su memoria recuerdos íntimos, guardados en púdico secreto, cuya evocación parecía caldear su sangre. Rosaura seguía amándolo; estaba seguro de ello. Nadie podía conocer lo que había sido para él en el misterio de sus voluptuosidades. Resultaba imposible que utro hombre pudiera sustituirlo hasta el punto de borrar por entero su recuerdo ¡Quién sabe si le tenía presente en su imaginación á todas horas y por orgullo se sacrificaba, fingiendo ignorar su existencia!
Presentándose de pronto ante ella, todo cambiaría en un moment". Viéndole renacería en su memoria ei misterioso pasado. Sólo se ama una vez con honda pasión, que hace llevadera la esclavitud y gratas las abdicaciones de la dignidad.
Sentía además una fiereza sexual, comparable a la petulancia orgullosa que muestran los machos entre los seres irracionales. Esta mujer había sido suya, y al verla de otro, cegábale la cólera egoísta del que defiende su propiedad.
Lamentó no llevar un puñal al cinto, como César Borgia. Las costumbres modernas le parecieron despreciables con su dulzura de vivir y las cobardías que ésta impone. Juzgó preferible aquella época del Renacimiento, en la que no se respetaba otra ley que el propio deseo, muriendo todos jóvenes y hartos.
Dos veces llegó, al atardecer frente al gran hotel donde estaba alojada Rosaura. Podía verla en el dancing. Era su hora. Pero acabó por huir, sintiéndose poco después avergonzado de su indecisión.
Otro día, en vez de quedarse titubeando ante la portada del lujoso hotel, entró decididamente llegando al salón, donde bailaban numerosas parejas.
Empezaba a marcharse el público, y tuvo que atravesar la corriente adversa de damas, que se envolvían en sus abrigos para salir o conversaban entre ellas, caminando con lentitud en busca de sus vehículos.
Siguió avanzando hasta los amplios corredores casi desiertos inmediatos al gran salón. Sonaba la música irás intensamente al haber bajado de tono el susurro de las conversaciones, aumentándose la sonoridad de techos y muros.
En pie, junto a una de las puertas, paseó Borja su mirada por todo el centro del salón. Hecho extraordinario para él: vio a Rosaura, sin conseguir reconocerla en el primer momento. Bailaba con un joven más alto que ella, de palidez exótica los cabellos negros y lacios echados atrás, un tipo de mestizo esbelto llevando un monóculo en su ojo izquierdo. Este hombre fué quien se la hizo conocer. Luego sus ojos se familiarizaron con la adorada imagen, hasta el punto de no ver más al que bailaba con ella.
Ahora la conocía demasiado; la iba desnudando con sus ojos; la contemplaba en su imaginación lo mismo que muchas noches en aquel dormitorio de la Costa Azul, junto al Mediterráneo oscuro, partido por el reguero triangular de plata viva desprendido de la luna, viendo el ébano de sus sombras enlazadas y casi desnudas proyectándose sobre el mosaico de la terraza inmediata con barandas de flores.
La argentina no adivinó su presencia. Sólo tenía ojos para su danzarín y para las otras gentes, a las que saludaba con su sonrisa, por encontrarlas todas las tardes en aquel mismo lugar.
No existía entre los dos la menor relación telepática. En otros tiempos, aunque estuviese vuelta de espaldas, adivinaba Rosaura inmediatamente su proximidad. Ahora, los envíos misteriosos de su voluntad y de su recuerdo caian inertes a pocos pasos de él, como proyectiles faltos de impulso.
Le pareció el ambiente de una, engañosa fluidez: sólido, duro, impenetrable y, al mismo tiempo, claro como una masa de cristales. Tales fueron su decepción y su desaliento que Claudio sintió deseos de huir, como en las tardes anteriores, cuando llegaba hasta la puerta del hotel. Su pasado estaba muerto y bien muerto. El lo había suprimido voluntariamente. ¿A qué insistir buscando una resurrección imposible?...
Calló la música, y este accidente sin importancia pareció clavar sus pies en el suelo. Tuvo vergüenza de marcharse, como si sólo pudiera hacerlo aprovechando el baile de ella, cuando ignoraba aún su presencia. Si huía, este danzarín del monóculo iba a enterarse tal vez de su fuga. Necesitaba seguir allí.
A pesar de que López, al cesar el baile, se alejaba de la señora de Pineda, saliendo del salón por otra puerta, Claudio no pensó en moverse. Iba a volver muy pronto: lo había adivinado en su gesto. Luego sintió inquietud, casi pavor, al ver que Rosaura venía hacia él.
Después de haber deseado tanto este encuentro, la vio aproximarse cada vez más grande, como si hubiese crecido monstruosamente en un año de ausencia. De nuevo quiso huir; pero le inmovilizó la triste certeza de que esta mujer avanzaba sin reconocerlo como si fuese uno de los muchos curiosos o huéspedes que se situaban en la galería principal, entre el vestíbulo y el salón.
Pasó sin mirarlo, sin la menor inquietud nerviosa que le hiciese adivinar su persona. Iba, sin duda a dar alguna orden a los empleados que estaban en el vestíbulo o a la oficina directora del hotel.
Siguió adelante, serena, con el andar gallardo de siempre, y únicamente se estremeció al sonar a sus espaldas la voz de Borja:
— ¡ Rosaura!... - También ella vaciló un poco antes de reconocerlo; pero su duda fue más corta.
Palideció, e inmediatamente aquella sonrisa que tanto conocía Claudio, la sonrisa amable e hipócrita para las amistades, así como su voz, que él había comparado muchas veces a las vibraciones del cristal golpeado por una perla, parecieron esparcir por su rostro un arrebol de amanecer alegre.
—Borja... ¡ Es usted!... ¡Qué sorpresa! ¿Cómo le va?
Y le tendió una mano afable v blanda, como a cualquier amigo falto de interés para ella.
Usaba el usted, a pesar de que estaban solos, acogiéndolo cual si se hubiesen visto semanas antes en otra ciudad. Un encuentro de hotel, ni más ni menos.
El la tuteó suprimiendo el pasado, como si sólo los separasen unos días de su vida común en la Costa Azul: lo mismo que dos amantes después de una divergencia pasajera, cuando se buscan para la reconciliación.
Al evocar Claudio en los días siguientes este encuentro, le era imposible reconstruir con exactitud lo que había dicho. Sólo conseguía acordarse de que ella le escuchaba en silencio, mirándolo fijamente, con gesto de extrañeza, apreciando sus palabras como algo inesperado, molesto e inquietante.
Callaba Rosaura, adivinando la conveniencia de no oponer ninguna respuesta capaz de enardecerlo. Era mejor dejar libre el curso de su catarata verbal, que sonaba con una continuidad sorda de confesión y arrepentimiento. De este modo se agotaría, esparciéndose sobre una llanura silenciosa, limpia de obstáculos.
Lo único que recordaba Borja era su tono de enamorado humilde que vuelve e implora perdón. Se cumplían las amenzas de la Venus de la Costa Azul, cuando él le había pedido que le dejase partir. Tornaba como un pordiosero. Le era imposible continuar existiendo sin la limosna de su amor. Estaba arrepentido de su locura... De no encontrarse los dos en una galería del hotel, se hubiese arrodillado a sus pies.
—Di que me perdonas... Mírame con ojos misericordiosos. Tómame orra vez. Ahora me doy cuenta de que estoy solo en el mundo. Te necesito como amante, como amiga, como hermana. Al verte comprendo lo que he perdido. Lo veo mejor que hace media hora... Di que me perdonas. ¡Habla!... Insúltame si te place..., pero no calles, no sonrías... ¡Ay tu silencio!
Y ella habló, al fin, con frases entrecortadas, alzando los hombros, sin dejar de sonreír.
—¿Qué puedo decirle, Borja? Usted se fue..., usted lo quiso. No iba yo a esperar toda mi vida la hora en que se le ocurriese volver. Creí que me había olvidado para siempre. Los hombres corno usted se aburren de todo..., ¡hasta de la felicidad!
—Yo te he escrito muchas veces...—dijo él apasionadamente, intentando coger sus manos—. Luego, un sentimiento inexplicable de vergüenza me hacia romper mis cartas.
Ella contestó, repeliendo aquehas manos audaces y cálidas:
—También yo he rotó, tal vez, muchas cartas... Pero esto debió de ser al principio, cuando aún me dolía la separación... Afortunadamente, tenemos en nosotros dos fuerzas que nos ayudan a vivir: el olvido y la esperanza; lo que necesitamos para suprimir el ayer y para hermosear el mañana... Lo pasado ya es irremediable. ¿Por qué se empeña, Borja, en resucitar lo que mató usted mismo?... Siga su camino y sea feliz.
Hizo una pausa, añadiendo poco después, como si intentase consolarlo:
—Me han dicho que, al fin, va usted a casarse con Estela Bustamante. Yo también pienso casarme..., no sé cuándo. Tal vez sea algo repentino, que sorprenderá a la gente.
Volvió Borja a hablar con voz sorda; pero ahora su tono era amenazante... Sólo él podía ser su esposo. Considerábase con mayores derechos que todos los hombres. Hasta aquel Urdaneta, a pesar de su leyenda de bravucón, le había cedido el paso. Y formuló promesas de muerte contra todo el que intentase despojarlo de lo que apreciaba como suyo.
Esta despótica pretensión irritó a Rosaura.
—¡Y yo no cuento para nada!—dijo—. ¿Cree que a mí se me deja y se me toma sin consultar mi voluntad, como hacen en los barrios bajos los galanes de gorra y navaja con sus pobres hembras?... Siempre ha sido usted, Borja, un hombre demasiado original en sus afectos. Eso interesa al principio; luego resulta una calamidad... Reconozco que puede ser usted un amante adorable; pero ¡qué marido!... A su lado es imposible la calma. Nunca se sabe de dónde soplará el viento. Y yo, amigo mío, me voy haciendo vieja. Necesito verme querida por mí misma, sin sufrimientos ni sacrificios para mantener la pasión del otro. Me va gustando tener un esposo, no un amante, y usted, Borja, puede serlo todo, menos marido de una mujer como yo... Con una jovencita que le adore hasta la ceguera y no conozca sus defectos, marchará usted bien. Pero ¡conmigo, que siempre me vi buscada, no tolerando ninguna dominación de mis enamorados!... Usted es el único con quien me mostré un poco blanda. y reconocerá que me fue muy mal.
De toda esta palabrería lo que más irritó a Claudio fue la continua alusión que hizo ella a la posibilidad de casarse. Adivinaba el trabajo envolvente del llamado hombre del monóculo, inculcándole la idea de dar una forma legal a sus amores.
Este danzarín mostraba mayor habilidad que el general-doctor, tal vez por ser más joven que Urdaneta y que el mismo Borja. Las mujeres cercanas a la madurez acogen con irreflexiva supeditación el ascendiente de la juventud.
Mostró Claudio una agresividad helada y cruel al hablar de este hombre que tanto influía ahora en ella; un snob medio indio, medio negro, ignorante, sin otro talento que el de llevar bien un tercer ojo de vidrio y mover rítmicamente los pies. Nunca estaría tranquila a su lado; bailaría con todas.
Se apresuró Rosaura a interrumpirle con acento de seguridad.
—Bailará conmigo nada más—dijo, sonriendo—, o no bailará con nadie cuando nos casemos. Vamos a cambiar de existencia. Usted no se acuerda de que tengo hijos, y debo dedicarme a ellos, diciendo adiós a esta vida de joven que llevo ya demasiado tiempo.
Luego sintió lástima ante la tristeza de su antiguo amante
—¿Y asi puede olvidarse todo un pasado?—preguntó él con voz temblorosa—. ¿Nada de nuestra antigua felicidad perdura entre nosotros?...
Rosaura habló en el mismo tono, melancólicamente:
—Fue un sueño..., un sueño nada más. Olvídelo.
Y con emoción sincera cual si no pudiese mirar de frente los dias ya perdidos, añadió en voz baja como hablándose a sí misma:
—Un sueño nada más..., un sueño hermoso. ¡Ay! ¿Quién no ha soñado?...
Luego miró en torno con azoramiento, adivinando una presencia inquietante, y empezó a balbucir:
—Déjeme, Borja. Otro día conversaremos más despacio... Nos veremos, tal vez, en casa de Enciso. Ahora hay que separarse... La gente se fija en nosotros. ¡Adiós!... ¡Adiós! Hasta la vista.
Hablando maquinalmente, como atolondrada, intentó alejarse hacia el vestíbulo. Pero al irse le había ofrecido una de sus manos, y él la guardaba entre las suyas, impidiendo que se marchase.
Por instinto miró en torno, lo mismo que ella. El hombre del monóculo estaba a pocos pasos, apoyado en una columna, haciendo gestos de impaciencia. Al verse sorprendido por los ojos de Borja, miró a éste con fijeza agresiva.
Claudio sintió una furia algo pueril, ocasionada por el brillo de aquel disco de cristal que juzgaba insolente. Se dio cuenta de que, si no había visto hasta aquella tarde a López Rallo, éste le conocía desde mucho antes, no pudiendo explicarse cuándo ni cómo. Indudablemente, estaba celoso de él. Lo consideraba el único hombre capaz de estorbar su tranquilidad de amante y sus posibilidades de convertirse en mando.
Después de las miradas que se cruzaron entre ambos, creyó Rallo necesario aproximarse con una amabilidad fría, dirigiéndose únicamente a la viuda de Pineda, fingiendo no ver al otro, como si le considerase indigno de su atención.
—Señora, la están esperando. Si usted me permite...
Y le ofreció un brazo, lo mismo que si hubiesen terminado un bailé y la volviera a su asiento.
Intentó Rosaura apoyarse en dicho brazo; pero no pudo conseguirlo. Algo inesperado, bárbaro, al margen de las conveniencias de vida social, cortó su acción.
Claudio había vacilado un poco ante el inesperado avance de este hombre. Luego creyó que estallaban de pronto todas las bombillas de las lámparas inmediatas, esparciendo llamas en el ambiente hasta hacerlo de fuego fluido. ¡Puñal de César Borgia! ¡Apasionada brutalidad de una vida de acción más allá de las cobardías de nuestra existencia civilizada y dulce!... Y sin decir palabra, sin el más leve murmullo de cólera, levantó su diestra abofeteando al hombre que tenía delante.
Su mano realizó el prodigio inútilmente esperado por los admiradores de la estabilidad de aquel monóculo que parecía sujeto con tornillos a la arcada de la ceja. Por primera vez se desprendió el redondel de vidrio de su marco, cayendo al suelo con un retintín que amortiguó el espesor de la alfombra.
Sintióse desarmado su portador. Luego se inclinó para recobrarlo, y. una vez vuelto a su lugar, responder a la agresión, luchando cuerpo a cuerpo. Pero Rosaura se interpuso entre los dos, fijando en Borja unos ojos Iracundos.
Esta mirada abatió instantáneamente su cólera. ¡Ay! ¡Qué interés el suyo por un personaje que parecía grotesco!...
No pudo seguir sus reflexiones. La hermosa viuda tiraba de su futuro esposo, y éste dejábase conducir sin esfuerzo, llevando en la diestra un cartoncito blanco.
Adivinó Claudio que era una tarjeta suya. De no ver el pequeño cartón, no lo habría creído. Tal vez acababa de darla, accediendo a una demanda de su adversario. También podía ser que hubiese repetido inconscientemente una acción tantas veces vista en las situaciones más dramáticas del teatro y el cinematógrafo.
Salió del Palace con aparente tranquilidad. Nadie se había enterado de lo ocurrido. Era la hora anterior a la comida, la más solitaria en todo hotel de lujo, cuando ha cesado el baile y los huéspedes están en sus cuartos cambiando la vestimenta para bajar al comedor.
Comió Claudio en su trattoria con más apetito que otras veces.
«Me he desahogado—musitaba—. Esto hace bien, digan lo que digan.»
Y apreció con cierto orgullo la torpeza de su muñeca, un poco tumefacta, como prueba del vigor de su bofetada.
Aquella misma noche, estando en su tertulia habitual, se presentaron dos señores para hablar con él. Venían de su villino, y el criado italiano conocedor de las costumbres diarias de Gorja, los había enviado al café. Eran los representantes de don Rodolfo López Rallo.
Los presentó Claudio a su amigo el escultor, quedando citado éste .con ellos para la mañana siguiente. Necesitaba buscar en seguida a un amigo suyo y de Borja, militar, agregado a la Embajada española, no a la de don Arístides Bustamante, sino a otra a la acreditada en el Quirinal, cerca del rey de Italia.
Guando el joven acababa de levantarse, al otro día, un automóvil se detuvo ante su casa. Poco después vio entrar a don Manuel Enciso, sorprendiéndole en mitad de los cuidados higiénicos de su persona, sin miramiento alguno, como si un suceso de inmensa importancia hubiese suprimido todos los escrúpulos corteses y las fórmulas de buena educación, de las que vivía esclavo el diplomático.
—Lo sé todo—dijo con voz dramática, Imitando lo que tantas veces había oído desde su palco en parecidas situaciones.
Uno de los padrinos de López Rallo era el nuevo secretario de su Legación que acababa de llegar de Roma, y al que no conocía Borja. Por él se había enterado el plenipotenciario de lo ocurrido.
En el primer momento se opuso a que alguien de su casa interviniese en un duelo, cosa prohibida por las leyes de la Iglesia. Era un diplomático católico y no podía incurrir en tal pecado. Pero el joven hatoía hecho constar los deberes del compañerismo, el apoyo que se deben las gentes de la carrera. Se encontraba en la misma situación que los guardias nobles del Papa, incapaces de dejar impune una ofensa cuando van de uniforme, no obstante ser considerados como militares imbeles. Y Enciso acababa por aceptar las objeciones de su subordinado, un interés novelesco parecía enardecer desde dos horas antes la existencia del diplomático-artista. No contento con permitir que su secretario se mezclase en dicho asunto, interesábase por sus resultados, visitando a los dos adversarios.
López Rallo era sobrino del autor de tantos monumentos del Derecho internacional. A Borja lo apreciaba no menos, a causa de su apellirio y por su antiguo tutor, don Arístides Bustamante, aunque ambos viviesen ahora algo separados.
Consideraba ínúti hacer gestiones de mediador entre ambos contendientes. Había visto al hombre del monóculo. Se mostraba irreducible. Queria matar o que le matasen. Aquella agresión en presencia de la señora de Pineda le hacía intolerable una vida sin venganza.
La frialdad burlona de Claudio al hablar de su rival le convenció igualmente de la ineficacia por esta parte de toda mediación amistosa.
—¡Ah las mujeres!... ¡Qué cosa tan terrible el amor!—dijo con falso acento de protesta.
En el fondo de su ánimo, este padre de familia admiraba las violencias y escándalos que acompañan al amor, y parecía contentísimo de intervenir en un lance de la vida real, semejante a los que había conocido hasta entonces únicamente en los libros.
Consideraba lógico que dos hombres quisieran matarse por aquella hermosa viuda, hacia la cual se volvía su recuerdo muchas veces. Todas las mujares de vida interesante que provocaban batallas entre los hombres o eran motivo de sus lágrimas, heroínas de teatro y de libro, le hacían pensa inmediatamente en la señora de Pineda. Era para él una concreción de cuantas aventuras y caprichos alegran la existencia humana y la amargan a un tiempo, embelleciendo su natural monotonía. El también, de no ser quien era, habría acabado por hacer locuras, lo mismo que estos jóvenes, que le inspiraban una envidia mansa.
—Estoy en relaciones—dijo—con los cuatro testigos que preparan el encuentro. Hasta los he ayudado un poco con mi influencia.
Había conseguido el permiso necesario para que el duelo se efectuase en un jardín, cerca de Roma, propiedad de una princesa austríaca, que ahora tenia embargado el Gobierno de Italia, pero exigiendo a los padrinos la mas absoluta discreción.
—Que nadie sepa nada. Imagínese usted si en el Vaticano llegaran a enterarse de estas cosas... ¡un ministro Plenipotenciario cerca de la Santa Sede!
El encuentro iba a realizarse aquella misma tarde. Como él no había presenciado nunca un duelo, deseaba aprovechar la ocasión.
—Los veré sin que ustedes me vean —siguió diciendo—. Me he preparado un escondrijo de acuerdo con el hombre del jardín. No pasará nada grave, me lo dice el corazón.
Esta tranquilidad permitió al buen Enciso mostrarse algo jactancioso en sus apreciaciones sobre el próximo combate. Hubiese preferido un duelo a espada. Aborrecía las armas modernas. La pólvora, según él, había acabado con la poesía de la Historia.
—Además ya sabe usted, amigo mío, que soy un cardenal del Renacimiento, nacido con cuatro siglos de retraso; uno de aquellos cardenales aseglarados como nuestro don Rodrigo de Borja, que se presentaba en las fiestas con espada al cincto, botas altas y plumas en el gorro. La pistola no me parece de mi época; pero debemos resignar nos a los usos de los tiempos de ahora, ya que en ellos vivimos.
Era López Rallo quien había exigido esta arma, creyéndola más eficaz para suprimir a su enemigo. De un combate con armas blancas podían salir, uno u otro, sin más que un simple rasguño.
—Dicen que es un gran tirador... —continuó Enciso—. A usted también lo creen experto en la pistola y otras armas... Por suerte, tengo la corazonada de que no correrá sangre, y nunca me equivoco en mis presentimientos.
Recibió Claudio con gestos respectivos esta afirmación de la habilidad de su adversario. Le parecía bien la pistola. Recordaba sus ejercicios en Madrid, durante varios años, amaestrándose en el uso de diversas armas.
—Hace tiempo que no tiro—dijo—; pero le aseguro que al primer disparo le partiré de un balazo el monóculo. Téngalo por indudable.
Se alarmó Enciso ante esta afirmación, dicha con una sinceridad que le parecía terrorífica.
—No, amigo mío; usted no hará eso, Usted va a limitarse a tirar sin mala intención, y el otro hará lo mismo. Yo se lo exigiré, y me obedecerá. Deben ustedes salir del paso como buenos caballeros, y luego... ¡ya veremos! Hablaré a esa señora para que resuelva las cosas a gusto de todos .., no sé cómo.
Después de dudar unos segundos, comprendiendo la inutilidad de su última promesa, se apresuró a añadir: |
—Lo importante es lo inmediato, lo que ocurrirá dentro de unas horas.
Tomó cierto aire solemne mientras sacaba de un bolsillo interior de su: chaqué un pequeño sobre de los que sirven para tarjetas.
—Va a prometerme, amigo Borja, que guardará esto en el traje que lleve esta tarde. Es el ruego de un hombre que sabe de la vida más que usted... No me pregunte. Obedezca.
A pesar de su tono de mando, se notaba en don Manuel un deseo vehemente de ser interrogado acerca del misterio del pequeño sobre.
Claudio lo mantuvo en su diestra, preguntando con su mirada antes de guardarlo, y el diplomático se decidió finalmente a revelar su contenido.
Era la mitad de una estampita representando a los Reyes Magos tales como los conservan en la catedral de Colonia. Todo el que llevase este santo papel encima de su cuerpo no podía morir de muerte violenta. Sin duda, en su visita al otro combatiente le había regalado la primera mitad del sacro fetiche.
—No sonría usted, Borja. Un cardenal alemán, muy sabio y gran amigo i mío, me ha hecho conocer infinitos milagros de esta estampa; un varón eminentísimo, incapaz de mentir... No se extrañe de que yo lo crea a pesar de que soy un hombre mundano, «demasiado artista», como dice de mí el tío de su adversario.
Luego adoptó cierto aire pedantesco, para añadir:
—«Existen entre el Cielo y la Tierra muchas cosas misteriosas que los hombres ignoramos...» Ya sabe usted quién dijo esto, mejor que lo digo yo.
Claudio hizo esfuerzos para mantenerse serlo al oír que el gran Enciso citaba a Shakespeare con el deseo de probar la tuerza milagrosa de una media estampa de los supuestos Reyes
Magos de Colonia. Al darse cuenta el diplomático-artista de este asombro de su oyente añadió con modestia, como si se excusase:
—Inútil reírse de mí. Ya le he dicho que soy de otra época: igual a aquellos personajes que creían a la vez en la Virgen María y en Venus, llevaban sobre el pecho un medallón con la Hostia consagrada y se entregaban a la astrología y la magia. Siendo grandes pecadores, no dudaban un momento del poder de Dios y la existencia de la vida eterna... Le repito que soy el último cardenal del Renacimiento, con mujer y cargado de hijos, lo mismo que muchos de ellos..., pero todos hijos legítimos.