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A prueba/Capítulo 3

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Capítulo 3

Lisboa parecía el bello lugar de descanso elegido al fin por las damas. Junto a una quinta real, al otro lado del Tajo, frente al puerto, habían tomado en alquiler otra quinta. Era un viejo palacio de piedra, poéticamente obscurecido por das hiedras, por los musgos, por el mar. Hundíale en su verdor un bosque de araucarias. El parque, descendiendo en suavísimas colinas de palmas y de helechos, llevaba los muros de entrada hasta el río, donde un gran blasón de mármol pregonaba estirpes lusitanas.

Luis Augusto vivía perdido en la ciudad que se espaciaba enfrente. Alojado en el Palace-Hotel, de la Avenida, allí pasaba las noches; y las mañanas y las tardes, con su novia.

¡Para verla, cruzaba la ancha ría en un falucho. Y en él iba esta tarde -habiendo ya aprendido el nombre del patrón, que usaba faja roja y barretina: Ramahlo Raul d'Acosta.

«¡Mañana tendrá usted una sorpresa!» -había anunciado el día antes Carlota, que era la que siempre tomaba iniciativas en nombre de la hija y novia arcángel.

Llegó, desembarcó, y al cruzar el parque, en un macizo de arboleda, sintió el encanto de una cítara. Fue, casi de puntillas, como quien teme ahuyentar a una nereida, y descubrió que Josefina era la tañedora perezosa. Bajo la umbría de selva, la vio medio tendida en un ribazo. Vestía de blanco. Frisaban delicadamente su falda los miosotis, y el extremo rizoso y negro de su trenza deshacíase entre amapolas.

Ella, cantaba.

Él, tomado por el hechizo de la voz de oro, detúvose tras las ramas de un laurel.

Lo que cantaba ella eran canciones bohemias, en dialectos italianos. Pícaras -y más que por la letra, que Luis Augusto no lograba comprender enteramente, lo adivinaba por el gesto y por la profunda intención del frasear de Josefina.

Canto, a media voz, para recreo de la gentil, de la... intuitiva, de la bebé-mujer soberbia, que en su misma vida de inocencia y de esplendor tenía los gritos todos de todas las pasiones.

«Así -pensó el filósofo -están en los capullos, latentes, ignorados; los faustos de las rosas».

Resuelto, él se había afeitado el bigote. Esto, sabía muy bien Augusto (porque decíanselo largamente los espejos), que habíale rejuvenecido hasta acercarle algo a aquel encanto de su novia. Además, aquí sola, ella, con su propia alma en silencio, con su propio ser de bravo capullo de amorosa en el verde ensueño de la música y del bosque, representaban sus diez y seis años lo menos veinte, veintiuno, veintidós.

A no ser por el peinado, nadie la creyese ahora tan chiquilla, y menos por el arranque de la pierna. Calzaba botas de lona, sin tacón, de garganta baja; y el ligero desorden de su falda dejaba ver la seda blanca y calada de las medias. Esbeltísima opulencia de carne rosa, tras de los calados -que cobraban un matiz indefinible de fondos de flor o de fondos de nieve tintada por la aurora.

¿Qué fugitivos tonos de aurora, o de celeste violeta, hay en la rosa carne muy blanca de las blancas?


Venne, ca'o notte e dolce
'o cielo ch'é nu manto;
tu duorme e i'te canto
'a nouna affianco a te.


Sí, esto se lo había oído Augusto a Tita Ruffo.

Sonreíase la cantora, expresándolo, y una luz diabla asomábase a sus ojos.

Al mismo tiempo, el novio estaba viéndola las piernas un poco más que cuando ella jugaba al tennis. Y con el ansia, sin tocarla, así, angélica, la habría querido desnudar completamente. Era su obsesión. Decir que él hubiera de haberse enamorado de la cara de ella nada más, fuese sandez... y puesto que la amaba toda, no quería amarla en el enigma, en el desconocimiento casi completo de su cuerpo, que habría de ser para el amor no menos principal.

¡Oh, sí!... no obstante esta faz suya de sportsman y de un poco cansado gustador de los placeres, ya muy arreglada sin bigote, los espejos del Palace Hotel decíanle también, a las horas de bañarse, cómo al fin su estatua atlética de Apolo era perfecta, y cómo era su ser entero una armonía. Pues... bien; desde tres noches atrás le constituyó un gran miedo en el amor de Josefina la duda, la terrible duda de que pudiera no formarle ella en la totalidad de su ser otra armonía; y fue que en el teatro de San Carlos había encontrado, para pasar la noche, a una joven austríaca, elegantísima, irreprochable de rostro y de líneas, a través de los vestidos... ¡Ay! lo que no estorbó que al despojarla apareciese con el pecho nada firme y las rodillas hacia dentro... ¿Quién lo habría creído, a juzgar por el escote y el tobillo?... Pues... bien; esto, para un diletante de la estética, podía pasar en fugaces amores de alquiler, despedida ella al fin por la mañana... mas, ¿cómo arreglarlo si «la cocota» que metiera en casa fuese nada menos que la propia famosa esposa del lazo indisoluble?... Pues... bien; a pesar del candor de Josefina, a pesar de todo, él debía saber a qué atenerse, antes de casarse.

Y tan impetuoso había sido el sentimiento, que entreabrió las ramas del laurel, y avanzó hacia Josefina.

-¡Oh! -hizo ésta, dejando súbita la cítara, para incorporarse y componerse el vuelo del vestido.

-Pues... bien, ¡sí! ¡vidita mía! -díjola él en reto de franqueza. -¡Estaba mirándote las piernas, yo!

-¡Aaah! -tornó a exclamar la candorosa, con un indefinible sonreír que aun se dijese el de su canto.

Él se sentó y la cogió una mano. La tendió su otro brazo por el hombro... y entonces Josefina huyó un poco la cabeza y le miró:

Contempláronse un momento, en ansia y susto; y luego él, le dijo a la asustada, a la extrañada:

-Dime, Josefina... ¿eres tan irreprochablemente bella como es tu cara... toda tú?

¡Ah, la niña... y su sonrisa... su sonrisa muerta en un asombro de rubores!... Rápida se levantó. Huyó. Por vez primera habíala hablado Augusto así. Él la vio tan blanca desaparecer en los laureles... ¡Le había entendido, cuando menos!

Tomó él la cítara, y partió detrás. Había perdido unos instantes. No la halló. Iba pensando que... acababa acaso de agraviar hondamente a su inocencia. La había tratado siempre como a niña... la mano entre las manos, con amor y con respeto... en las noches de luna sobre el mar. Pero, hacíale falta verla desnuda enteramente... y recordó, confiándole al recuerdo su designio, la gran ductilidad condescendiente de la niña y de la madre. Cosmopolitas, puras de intención, porque él lo quiso fueron en Suez una noche, desde un templo cristiano, donde ambas rezaron de rodillas, a un music-hall, donde serenamente vieron danzar a las lúbricas bayaderas punto menos que en pelota. Limpieza y castidad de corazón que defendíalas las serenidades de los ojos. -«Dicen que son como las sacerdotisas de esta religión» -dijo luego Josefina por breve comentario. Y el sensual, el libertino, confirmóla: -¡«Sí, las bayaderas!» -«¡Vaya, vaya!» -exclamó únicamente la mamá.

Llegó al palacio. Dorotea, la doncella de Coimbra, le llevó al salón-estufa. Grandes sedas se tendían desde el techo hasta las palmas. Entre el ramaje erguíanse las estatuas; y las vidrieras de color daban tonos vivos a las venus. Carlota esperábale, leyendo en el Corriere della Sera un crimen de Millano y sentada a la mesa de té junto a un cersis. Josefina apareció con timidez por otra puerta... y sonreía -bajos los ojos.

Sentáronse los novios. El té transparentó sus oros en el fondo dorado de las tazas. Augusto le miraba a Josefina los tobillos... y ella recogió los pies.

¡Ah, nunca! Vio que constantemente los pudores saldríanle al encuentro a su designio... y, sin embargo, no se casaría, no se podría casar, absolutamente no debía casarse sin verla en cueros. En nombre del arte, harto desnudas tenía aquí mujeres de mármol delante de los ojos. Bien merecía la venus de carne ser vista desnuda en nombre del amor.

¡Oh, si un verdadero amateur fuese a adquirir una escultura, y se la diesen con falda y con levita y con boa, a salga luego, dentro, lo que salga!!...

Había acabado el té.

Carlota se levantó, y le hizo una señal de inteligencia a Josefina.

-Luis Augusto -dijo -¿espera?... Es nuestra sorpresa.

Fuéronse las dos. A fin de entretenerle dejáronle La Vie au grand air y un anillo persa de seis aros -rompecabezas, esto, dificilísimo de armar.

Tardaban. Tardaron. -No mucho, sin embargo, para la transfiguración de maravilla que al fin vio Augusto.

-¡Pasa! -había dicho Carlota, apareciendo y levantando en una arcada sederías.

Y entró una dama. Olímpica. Imperial. -Era la niña. Era Josefina vestida de mujer. Augusto vio joyas, bucles, encajes, líneas elegantes y poderosamente acusadas de corsé, por debajo de pálidas y ajustadas granadinas.

-¡De largo! ¡Su novia!... ¡Tal que la quería! -rió Carlota.

-¡Voilá! -pudo asentir simplemente el encantado.

Y ella, púdica y coqueta... ¡bien de largo!, se recogió la cola y fue al piano que escondíase en la frondosidad de tamarindos. Púsose a tocar danzas rusas. Un estanque circular, bordeado por líquenes, orquídeas y orejas del profeta, había dejado entre ella y él, en su pedestal del centro, a la Aphrodita.

El embeleso le duró al griego Luis Augusto unos minutos. Luego se indignó. Filosofaba, con aquella gran filosofía que le había metido en el alma el automóvil. ¡Voilá! El traje, la modista, habíanle repentinamente transformado las castas curvas indecisas de la arcángel, en las bravas curvas de mujer. ¡El traje! ¡la modista!... y ¿qué había en ella, por debajo, de verdad?... Noble y profundamente enamorado como estaba, dispuesto a la boda que parecía esperar apenas esta especie de social sanción de indumentaria, se acordó... de tanto desengaño, del último desengaño aquél de la cocota. ¡Quién pensara por su paso y por su pie que tuviese las rodillas hacia dentro!... Claro, claro, se indignaba, se indignó; francamente se indignó. Había salido Carlota, y fue rápido al piano:

-¡Oh, tú, mi Josefina!

-¡Qué!!! -clamó ésta, imposibilitada de seguir la música, sujeta por el brazo.

-¡Oh, tú!

-¡¡Qué!! ¿No toco?

-¡No! ¡Aquí... la estatua; tú... donde la estatua... como la estatua... y yo, allí... para mirarte!

Era una orden insensata, que marcaba el ademán.

No te comprendo! -dijo la purísima virgen con su sonrisa de misterio en su cara de amapola.

-Mira, oye, Josefina... -prorrumpió violento él. -¡Te adoro!... ¿Te acuerdas de las sagradas danzas de Suez, de... aquellas bayaderas...

Cayó en un desalentado silencio repentino. La explicación, para la novia angélica, era difícil y brutal... como lo sería para un caballo que pudiera entenderle al futuro dueño desconfiar de sus bellezas. A tratarse en Josefina de una experta de salón, de una niña al menos no guardada eternamente por su madre, la investigación pudiera irse realizando en una lenta empresa de feliz galantería... Mas ¡no! ¡He aquí que entraba la mamá!

Estuvo triste Luis el resto de la tarde. Infantilmente pasada en hacerle ver uno por uno los diez trajes que le habían llegado a Josefina como primera remesa de París, los cuales ella se probaba muy contenta, yendo y volviendo veloz al tocador, el de la boda fue el que desoló más al prometido. ¡Bah, sí!... ¡quería decirse que se la tapaba más, que se le hacía aún más problema y enigma de aquel cuerpo, según se iba acercando el día el que lo hubiera de desvelar entero e irremisiblemente suyo para siempre!... Antes, al menos, por debajo de las faldas se le veían perfectamente los tobillos.

Y fue tanta, su zozobra, su inquietud, que en el parque de araucarias, cuando el sol habíase puesto, Carlota, delicada, se informó -aparte ambos un momento:

-¿Qué tiene, Luis Augusto? ¿Le apenan estas cosas de la boda?

-¡Carlota -dijo él parándose junto a ella y tomándola la mano en amistad -¡es solemne la ocasión! ¡Hay algo bien caro en la intimidad del sentimiento, del sentimiento de mi amor, y que yo no me atrevo a decirle a Josefina! ¡Venga usted, me va usted a oír cosas de una humana franqueza formidable... por lo mismo que las respeto a ustedes y que respeto mi felicidad y la de su hija!

Brindado el brazo, condújola principescamente hacia un cenador de pensamientos negros, grandes -en tanto se quedaba Josefina entonando con la cítara sus canciones del colegio:


Oh! j'avais une marguerite;
elle etait pâle comme moi...
Mais, hélas! se pasá bien vite.
Dans mia chambre
il fait si froid!
Je la trouvait
sur la montagne;
je la gardait
comme un tressor.
Petite fleur!
par ta compagne
mon coeur fleurise,
fleurise encore!