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A prueba/Capítulo 4

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Capítulo 4

Sentó a Carlota en un versallesco sofá de mármol, de la rotonda, y él dijo, sentándose al extremo, y muy cortés -para cuyo mayor efecto se había quitado la gorra y se había puesto el monóculo:

-Señora, voy a hablarla a usted en un lenguaje que no es quizá de país alguno, por su giro de conceptos, pero que es del mundo; pero, que es... del espíritu de una civilización del fondo del corazón y de la conciencia misma de la Europa, caído a él desde la práctica intuición del vivir refinadísimo del gran París, del gran Berlín, del grande Londres... Y discúlpeme que tome la cuestión por las alturas de la perennemente humana y más transcendental filosofía. ¡En primer lugar, soy un filósofo, soy un reflexivo!

Se quedó mirándola al través de la limpia lente transparente, y le hizo sonreír la sensación de su dominio sobre la criatura de ignorancia y de inocencia. Sin embargo, precisamente por estas cualidades, veía menos fácil la empresa de formular su petición. No empezaba mal, aturdiéndola con aquella filosofía que ni él mismo había entendido.

¡Diplomacia, qué caramba!

-Señora -repitió con el mismo tono galantesco, afirmándose el monóculo y guardando en el asiento perfecta compostura -ruego a usted que vea en mí, aquí, en este parque de Lisboa, en este delicioso extremo del más culto continente de la tierra, al hombre que ha viajado mucho, que ha pulsado y rectificado todos los sociales valores, y que se debe expresar, por consecuencia, con una sinceridad cosmopolita... ¡cosmopolita, sí, sí, esa es la palabra!... ¡cosmopolita... y absurda si se trata de medirla por la norma limitada de una moral portuguesa, española, inglesa o alemana... de una moral, en fin, con apellido; pero absolutamente natural y noble con respecto a la moral inmensa de la vida! Tras este ruego, ¿me concedería usted autorización para considerarla como a una culta dama de enorme comprensión, que a más de poseer el positivista espíritu del tiempo, por haber vivido en Londres, ha recorrido la tierra igual que yo, domando sus prejuicios de moral delante de los desnudos árabes de oriente, aquellos beduinos, por ejemplo, que en Aden abordaron el vapor, y delante de las lúbricas y bellas bayaderas de la India?

Guardó silencio. Esperaba la respuesta, y no la obtuvo. Todo confusión, en el ansia de Carlota. La pobre figurábase quizás que Luis Augusto iba a lanzarla una declaración de amor personalísima.

-¡No le comprendo! -suspiró.

-Pues... las bayaderas... ¡aquellas de Suez! ¿Eh, Carlota?

-Ah, sí... las... de la danza de vientre, sí. Las bayaderas... ¡Vaya, vaya!

-¿Eh?... Voilá! -marcó el sportsman satisfecho.

Sin embargo, más que la desorientación de la dama, le preocupó un momento su frase de memorativa aclaración... «las de la danza de vientre»! -¿Cómo diablos sabría el nombre de guerra de tal danza?...

Bueno. Se acercó en el banco versallesco, la pidió permiso para encender un jugoso habano y prosiguió:

-Carlota, ¿ha leído usted a D'Annunzio?... Bien, pues habré de memorarle que un bravo y noble personaje romancesco de ese escritor, que es el exquisito novelista de nosotros, los sportsmen, de nosotros, las mentales gentes distinguidas en un libro delicado, El Inocente, duda de que un tierno hijo de su mujer lo sea suyo: lo coge, aprovechando en la alta noche la ausencia de la infiel, le quita delicadamente las ropitas, y lo expone al frío horrible de un balcón, hasta hacerle tomar la pulmonía que haya de matarle. ¿Eh? ¡voilá!... la moral ultramoderna... el positivismo selecto y elegante que les deja a las bárbaras plebes miserables los aun para ellas tan precisos lazos de la ley. ¿Eh, Carlota?... Pues, yo, con usted, y con referencia a su bella hija, a mi adorada Josefina, no trato ni siquiera de transgredir ninguna ley penal, en nombre del honor y del buen tono; sino simplemente una costumbre imbécil, ciega y peligrosa, en nombre del amor... que es al fin perfectamente humano y lo único que hace hermosa la existencia.

-Usted dirá -pidió en la breve pausa la confundidísima señora.

Y él, imperturbable, siguiendo en su discurso la ruta tomada de improviso, aun le aumentó su gran curiosidad con nuevas incidencias.

-Yo digo, Carlota, que en el Nilo, que en Suez, ante aquellos cazadores de caimanes y ante aquellas bayaderas, la vi a usted con tranquila complacencia fijarse los impertinentes para mirar la desnudez... Usted y Josefina pudieron contemplar estéticamente el espectáculo, ¿no es eso?... ¡Bravo! Luego, la desnudez, la humana desnudez, puede ser un casto e importante elemento de la estética.

Fumó Augusto, ajustándose el monóculo; iba a escupir... pero no escupió, dándose cuenta de la incorrección delante de una dama; y dijo:

-Carlota, es para mí tan esencial en el desnudo humano la línea de belleza, la belleza llevada hasta su misma perfección, la divina belleza irreprochable, intachable, insuperable... que... que... que siempre he conceptuado como el más alto ideal de mi ambición el poseer... el poseer... el... ¡Bueno!... que siempre he conceptuado que... que...

Se le turbó la claridad en el discurso, se le amontonaron las razones, perdiendo toda sutileza, y ante el gesto apremiante de Carlota, hubo de atajar, completamete atropellado:

-Que... que, en fin, Carlota -que no me casaré si no veo antes desnuda, enteramente desnuda, a Josefina!

-¡¡Caballero!! -clamó ella en gesto de trágica sorpresa, medio levantándose.

Él la contuvo con la súplica de un gesto, gentilmente.

-Señora... esa es la consecuencia a que quería llegar con mis filosofías, y precisamente por ser un poco extraña he procurado desprenderla de un modo gradual. Fuerte, no lo niego; mas había que decirla, y ya está dicha. Ahora, escuche mis razones; y ante todo, ruégola que considere que no se trata para con su hija, por mi parte, de ningún proyecto irreverente, sino de mi boda!

-¡Por Dios, Augusto, de su boda! ¡Una indecencia tal, y... de su boda! ¡Quién hubiese de esperarlo!

-¡Justo, de mi boda!... Nada de indecencia. Y celebro muchísimo, Carlota, el sesgo de la conversación, puesto que él nos permitirá expresarnos francamente. Fíjese: en primer lugar, la prueba de que quiero casarme es que deseo ver desnuda a Josefina. ¿Por qué?... Porque aspiro a conocerla... a aquella de quien yendo a ser toda mía, apenas si conozco más que la cara, las manos y los pies... ¿Es que mi amor no tiene el derecho a la evidencia total de su belleza?

-¡Augusto! ¡Luis Augusto! ¡Por favor!

-¡Señora, por favor también la pido que me atienda y que me entienda. ¡Va en ello mi felicidad, y la felicidad y el porvenir de la adoradísima criatura. Hombre de mi siglo, de mi tiempo, y educado en un estético rigor que ha recaído principalmente en las mujeres, la sensación y el sentimiento son las bases de mi vida. En esto soy intransigente. Como al mismísimo D'Annunzio, la fealdad me constituye un tormento insoportable. Mi más grande desventura habría de ser el no encontrarle a mi mujer, en un cuerpo de beldad, un alma de amorosa!

-¡Ah! -suspiró ella, esta vez menos esquiva, tocada en sus orgullos de madre y de mujer -¿y por qué pensar, por qué temer que mi hija no sea bella?

-Señora, ser bella, no es bastante. Como sus manos, como su rostro, necesita ser perfectamente bella, desde la frente a los pies. Vuelvo a rogarla a usted que se fije en que, hombre de mi tiempo, rico, como ustedes ricas, y ni Josefina ni yo, pues, necesitados de una boda de descanso o conveniencia, sino todo lo contrario, de amor y de placer, para ella y para mí tendrá que formar la belleza el elemento principal y transcendente. Me dirá usted que todos los novios se casan sin este requisito, sin esta confirmación, sin esta previa seguridad que yo ansío aportarle a mi ventura; yo, aparte la condición original de mi criterio, pudiese contestarla que... así se ven por el mundo las desgracias que se ven. Dícelo el cantar, y parece hecho para el caso. Quién que en la noche de la boda en su mujer descubre un esqueleto, una vez desprovista ella de rellenos y prendidos; quién que se encuentra con un monstruo de gordura, una vez libertada del corsé...; y si es aun verdad que pudieran muchos novios argüirme que sabían a qué atenerse en cuanto a formas, desde mucho antes de casarse, y si tampoco deja de serlo que otros dícense enamorados del alma, del corazón, de las bondades de su esposa, y no de su hermosura, tampoco es menos indudable que los tanteos de aquéllos constituyen una muy grosera e hipócrita traición a los decoros, y que la resignación de éstos consuélase con lindas amantes cuando puede. Pues bien, Carlota, mi amor es tan leal, que ni busca como prólogo las rastreras artes del descuido, ni quiere la posibilidad de consolarse en su derrota con queridas. Noble, caballero, procedo en caballero, me parece... ¡y a ver, si no, a cuál madre de la tierra le ha hablado nunca su presunto yerno así!

«¡Así!» -se repitió interiormente Luis Augusto, satisfecho. Efectivamente, abandonadas las abstrusiones filosóficas, limitándose a los hechos, como cuando iba a comprar un automóvil, él mismo sorprendíase de la precisión de su elocuencia.

¿Comprende ahora -prosiguió, -¿por qué quiero ver desnuda a Josefina? En suma, amiga mía, la conferencia que estarnos celebrando, es la de solemnidad y rigor en cualquier boda; sino que a la moderna, porque es bien natural que habiendo alguna vez de empezar a transformarse las costumbres, en eso, como en todo, para amoldarlas a las justas exigencias de la vida, nosotros, gentes progresivas, seamos los que empecemos la modificación respecto a ésta. Lo tradicional es que las madres, en casos tales, informen a los novios de cuantas cosas de las hijas se refieren a condiciones de carácter, de riqueza, y de tal o cuál grave y más o menos ostensible enfermedad, si la tuviese; y no cabe negar que es eso lo que menos hace falta, por ser lo más sabido de antemano por el novio; así, estando él harto de ver las rarezas del genio de la chica, o, por ejemplo, que cojea, dícele la madre: «debo advertirle, señor mío, que, según el médico, sufre mi hija de histerismo» o «que es coja, a causa de un tumor blanco que padeció cuando pequeña»...; y en cambio, señora, de aquello que, si se cuenta con la corrección del novio y con el verdadero candor de la muchacha, él ignorará, no se le dice una letra; verbigracia: «advierto a usted, puesto que le he notado en los teatros predilección por los bellos senos, o por las rubias, o por tales otras singularidades de belleza, que mi hija, aunque bien armada por fuera, es por dentro algo delgada, o que no es tan rubia o tan blanca como aparenta por su pelo y por su cara, o...» ¿Comprende usted? Ahora bien, insisto en hacerla a usted notar mi estético temperamento, puesto que ello en mi vida y en mi boda es principal, y suplícola encarecidamente que se fije en que si un gran cuadro, considerado en su conjunto como obra de supremo arte por mi artística ambición, me daría el dolor del desengaño al descubrirle trazos o detalles imperfectos, mi decepción y mi infelicidad no tendrían término si impensadamente descubriese imperfecciones en la elegida que haya de formar el amoroso cuadro eterno de mi vida. Yo adoro a Josefina, yo me prendé de ella por la belleza incomparable de su cara y de sus manos, y yo la supuse y la supongo, desde luego, toda la beldad; mas, ¿por qué no cerciorarme a tiempo con mis ojos? ¿Es que voy a concederle menos importancia, señora, menos importancia que a la adquisición de un cuadro, a la viva adquisición de mi ideal?... Ah, sí, señora, esto es de una lógica aplastante y de una, suprema moral, si bien se mira; sin que pueda bastar, por otra parte, que usted me afirme y garantice, ni aun que me describa, los encantos de mi novia. Tal descripción, violenta para usted, si había de ser tan detallada como mis curiosidades exigieran, tampoco llenaría jamás mi aspiración, porque no siendo universal, sino personalísimo, el criterio de belleza, resultaría imposible que en la porme... pormeno... pormenorización de usted, yo quedara satisfecho.

Descansó del tropezón con el vocablo, y cerró con este sutil avance sus antojos:

-¡Un estético! ¡un crítico, un exigentísimo crítico de arte (todavía una vez) que ansía forjarse la perfecta y artística conciencia de su amor!... Tal es mi caso, Carlota! El arquetipo, yo lo he vislumbrado en Josefina. Me caso, por eso, y nada más... y es, de paso he de decirlo, la razón más bella y noble que le encuentro yo a una boda, por no añadir que la única razón: puesto que sobre las hermosuras físicas, inmutables, irreformables, las condiciones morales de una mujer se pueden adaptar, reformar y mejorar en cuanto sea capaz el que la educa... o si lo quiere usted mejor, el que la ama. Ahora, sí, señora, por lo mismo, y aspirando a una completa moral perfección, en su base, que es lo material, soy implacable. Esto obedece a un criterio de fundamental filosofía que yo he podido inferir al guiar mis automóviles: una bella máquina, solidamente bella, hasta en sus más pequeños muelles y ruedas y palancas, garantiza su función; si es bella y armónica, cumplirá perfectamente el fin para que hubo sido construida. Y ¡voilá!... considere usted a los humanos seres a la luz de este pensar moderno que nos reputa como máquinas de vida... y saque después la consecuencia. A los umbrales del viejo y cerrado alcázar de la moral, llego, pues, en los altos nombres del arte y de la ciencia. Inteligente en uno y otro, sólo con mis ojos podré adquirir la persuasión que espero irreprochable en Josefina. Línea a línea de su vida, de su cuerpo, de su estatua. Es la irremplazable condición para mi boda. Un solo rasgo irregular, no absolutamente bello en su belleza, haríame desistir puesto que yo, viajero de la Europa y gustador fugaz de las más famosas bellezas europeas, justamente por haber creído encontrar en Josefina a la más bella de todas las bellezas, he llegado de ella a enamorarme, al punto al punto de querer consagrarle mi existir. Llevado por este único móvil a mi boda, la decepción sería lamentable para todos. Y ahora, usted vea, señora, si su hija, según pregonan tanto su cara y sus vestidos, es en efecto tan bonita que pueda resistir a la prueba que nos es tan necesaria!

-¡Oh, Augusto! -volvió la dama a suspirar.

Y él, rápido, acosó:

-¿Lo es?... ¿Es que no lo es?... Su sola duda, Carlota, bastaría a hacerme desistir. En tal caso, sólo réstame pedirlas mil perdones, y rogarlas que reconozcan, por lo menos, mi nobilísima franqueza.

-No, no es eso... es que... ¡Mi hija es bella, pero... este trance, Augusto, amigo mío... pero... la forma... su decoro... sus...

-Entendido, ¡sus rubores! ¡la moral!... Usted Carlota, sin embargo, convencida de mis rectas intenciones, haga reflexionar a Josefina estas tres cosas: primera, que nada importa su rubor ante quien irá a ser su marido al poco tiempo: segunda, que el modo, lo dejo enteramente a su elección; y tercera, que suponiendo que por el resultado de mi investigación yo no pudiera casarme, soy un caballero para no decir jamás a nadie que la vi desnuda, sin tocarla más que con los ojos. ¡Les doy a ustedes mi palabra! Por lo demás, me permito recordar a usted que, a fin de decidirla, debe recordarla que en Ostende, en Biarritz, en Troaville, en todas las grandes playas elegantes, las más honestas mujeres van al mar medio desnudas, por delante de los hombres. Y si usted me lo permite, aun acabaré con una consideración de esta filosofía moderna en que vivimos; ¿no serán esas ostentaciones de las playas el paso de los viejos hábitos hipócritas a los novísimos... a la misma franca necesidad que sienten las mujeres de enamorar a sus maridos por una hechicera garantía mayor que las que puedan dar los encantos de sus rostros?... Y adiós, señora; y como tendrían algo de violentas nuestras nuevas entrevista en la duda, parto a Lisboa, y sólo volveré cuando ustedes me escriban avisándome el conforme!

Salió de la glorieta, y pasó por junto al bosque de laurel, en donde seguía cantando Josefina:


«... elle etait pâle
comme moi
Mais, ¡helas! se pasá bien vite...»