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Aclaraciones previas

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El porvenir de España: Aclaraciones previas
de Miguel de Unamuno


Conocí a Angel Ganivet en la primavera de 1891 hallándonos ambos en Madrid con el fin de hacer oposiciones a cátedras de griego, yo a esta de Salamanca que profeso, y él a una de Granada. El Tribunal, presidido por mi venerado Maestro D. Marcelino Menéndez y Pelayo, era el mismo para las dos oposiciones, pero los ejercicios eran distintos; primero, los de la cátedra de Salamanca, y después, los de Granada. Ganivet asistió a mis ejercicios todos y yo a los suyos, y todos los días de aquellos alegres y claros de Mayo y Junio, nos reuníamos después de almorzar en el café, y después de haber concluido los ejercicios, a media tarde, nos íbamos a tomar sendos helados -de que, como yo, era goloso- a una horchatería de la Carrera de San Jerónimo y desde allí al Retiro.

Tenía yo entonces veintisiete años aún no cumplidos y era Ganivet algo más que un año más joven que yo. El por aquel tiempo hablaba mucho menos que me han dicho hablaba después, y yo hablaba tanto o más, que he seguido hablando, y era yo, por lo tanto, quien de ordinario llevaba la palabra. Pero sus observaciones e interrupciones eran agudas y sutiles, aunque creo recordar que no siempre congruentes. De lo que más hago memoria es de las cosas que de los gitanos de Granada me contaba, y él escribió más tarde, recordar unas ranas algo antropomórficas que solía dibujar yo en la mesa del café, pues por aquel tiempo me entró el capricho, sugerido por un dibujo japonés, de ilustrar la Batracomiomaquía, para lo que me había provisto de ranas, a las que con una especie de potro, colocaba en posturas humanas, tomando luego apuntes del natural de ellas.

Después de una compañía cotidiana de más de mes y medio, reuniéndonos y conversando día a día, Ganivet y yo nos separamos, yo para venir a mi cátedra de Salamanca, y él, pues no le dieron la de Granada, que se llevó D. José Alemany, muy excelente helenista hoy, para ir a vivir la vida de Pío Cid y a prepararse a oposiciones al Cuerpo consular. Y pasó el tiempo, y yo, justo es decirlo, llegué casi a olvidar a aquel granadino parco en palabras que durante mes y medio me sirvió a diario de ¡oh, amado Teótimo! para ejercer mi instinto de charla.

Algunos años después de esto, hacia 1896, hallándose en ésta de Catedrático de Derecho civil mi muy querido amigo el granadino D. José María Segura, uno de los hombres más simpáticos y de los conversadores más amenos e ingeniosos que he conocido, me dijo si no me acordaba de un cierto Angel Ganivet a quien en Madrid había conocido y me dio unas correspondencias escritas por éste desde Gante a El Defensor de Granada. Las leí y me encontré con otro hombre que el que en nuestras conversaciones se me había mostrado. Le escribí, me contestó y trabamos una nueva relación, ésta epistolar, que no se interrumpió hasta pocos días antes de su misteriosa y tal vez trágica muerte en que me escribió su última carta de nuestra correspondencia, una carta desolada y trágica. Porque yo no sé bien lo que escribiría a otros, pero en las cartas que a mí me escribió, el trágico problema de ultratumba palpitaba siempre.

De ésta nuestra correspondencia, que duró dos años, nació la idea de cambiar cartas abiertas y públicas en El Defensor de Granada en que expusiéramos los dos nuestros respectivos puntos de vista por entonces referentes al porvenir de España, objeto primordial de la preocupación suya y de la mía.

Tal es el origen de estos escritos que hoy publica la Biblioteca Renacimiento.

Como han pasado cerca de catorce años desde que estas cartas abiertas se publicaron y en estos años he cambiado no poco en mi manera de ver y apreciar nuestras cosas yo, por mi parte, habría condenado a no ser jamás reeditada la parte que en este volumen me corresponde, y si he accedido a ello, es sólo para que así resulte más claro y más justificado lo de Ganivet que a lo mío se refiere como lo mío a lo suyo. Quiero, pues, hacer constar que sólo como antecedente o más bien concomitante de una obra de Ganivet dejo que se publique mi parte.

Ni es cosa tampoco, me parece, de que me ponga ahora aquí a señalar aquellos puntos en que ratificaría y aquellos otros en que rectificaría o refutaría hoy mis opiniones de entonces. La conducta de todo hombre que de veras vive y no es esclavo de una embrutecedora y tiránica consecuencia, es una continuación, ratificación y rectificación de su pasado .Y en un escritor basta seguirle. Además, no tengo ahora a la vista el material de este volumen y ni recuerdo tampoco lo que escribí entonces.

Aunque aquí trato de Ganivet he de tratar también, por fuerza, de mí mismo, y el lector ha de permitirme un desahogo, desahogo que dejo se achaque a ese egotismo que algunos me reprochan.

Es el caso que al hablar de Ganivet algunos le han llamado precursor, y de hecho todos somos precursores de los que nos siguen y continuadores de los que nos preceden, pues la cadena humana no se rompe sino para los locos. Ahora, cuando al llamarle precursor se han referido, entre otros, en alguna ocasión a mí, tiene ello un sentido contra el que quiero protestar. Porque si se llama precursor al que muere antes que otro, como Ganivet murió hace más de trece años, y yo, por la gracia de Dios, aún vivo, claro es que me precurrió en la muerte; pero si se aplica al nacimiento natural, yo nací un año, tres meses y catorce días antes que él, y si al nacimiento espiritual, como publicistas, también empecé a escribir antes que él.

Cuando Ganivet publicó su Idearium español, hacía ya algún tiempo que había publicado yo en La España Moderna, en los números de los meses de febrero a junio de 1895, mis cinco ensayos En torno al casticismo, en los que se encuentran, en germen unas veces y otras desarrolladas, no pocas ideas del Idearium. Lo que podría comprobar con las cartas mismas que Ganivet me escribió. Es decir, y lo digo redondamente y sin ambajes, que si entre Ganivet y yo hubo influencia mutua fue mucha mayor la mía sobre él que la de él sobre mí.

Esto podrá parecer un pretexto para recriminaciones por carambola, y sobre un muerto venerando, que es peor, y de hecho lo es. Porque sí; de Ganivet, de aquel hombre todo pasión y lealtad, nada sino mucho bueno tengo que decir; pero ya estoy harto de oír que niegan haberme conocido y conversado conmigo los que más me deben -aunque yo también les deba algo— y de ser víctima del robo con asesinato.

No me he dedicado nunca a administrador, con mayores o menores emolumentos de administración, de la gloria ajena ni a exhibir las cartas de altos espíritus que a cambio de las muchas que yo he escrito he recibido; pero guardo el culto de los hombres en uno u otro sentido heroicos con los que he tenido la suerte de encontrarme alguna vez e ir un trecho del brazo por el camino de la vida. Y sé que si Ganivet resucitara aprobaría mi anterior desahogo.

Y hechas estas aclaraciones personales, demasiado personales, en exceso humanas acaso, aquí quedan al lector las cartas abiertas de Ganivet y mías, debiendo repetirle una vez más que por lo que hace a éstas, a las mías, quedan invalidadas por cuanto después he escrito sobre los mismos temas y que hoy por hoy sólo en parte respondo de ellas. Aunque en rigor un escrito una vez publicado no es ya del autor, sino de todo el que lo lea, y habrá de seguro quien se encuentre más de acuerdo con lo que escribí hace catorce años que con lo que escribo yo. Pero no seré éste yo, seguramente.

De lo que me felicito es de poder contribuir a que sea mejor conocido aquel hombre de pasión, de pasión más que de idea, aquel gran sentidor, sentidor más que pensador —lo mismo que Joaquín Costa, otro apasionado y sentidor— en esta tierra en que es pasión y sentimiento y entusiasmo más que ideas y doctrinas lo que falta.


Miguel de Unamuno

Salamanca, Febrero 1912


Aclaraciones previas