De Miguel de Unamuno a Ángel Ganivet - 1
Espero no haya usted dado a completo olvido, amigo y compañero Ganivet, aquellas para mi felices tardes de junio de 1891, en que trabamos unas relaciones demasiado pronto interrumpidas, mucho antes, sin duda, de que llegásemos a conocernos uno a otro más por dentro. Débole por mi parte confesar que, al volver al cabo de los años a saber de usted y al conocerle de nuevo en sus escritos, me he encontrado con un hombre para mi nuevo, y de veras nuevo, un hombre nuevo, como los que tanta falta nos hacen en esta pobre España, ansiosa de renovación espiritual.
Su Idearium español, ha sido una verdadera revelación para mí. Al leerle, me decía: "Torpe de mi, que no le conocí entonces... éste, éste es aquél que tales cosas me dijo de los gitanos una tarde en el café, en libre charla".
Esa libre y ondulante meditación del Idearium, merece, en verdad, no haber despertado en España ni los entusiasmos ni las polémicas que obra análoga hubiese provocado en otro país más dichoso, y lo merece as! por la misma merced, por la que mereció abandonar la vida sin haber recibido el premio a que se había hecho acreedor aquel Agatón Tinoco, cuya muerte tan hermosamente usted nos narra. Vale más que su obra haya entrado a paso tan quedo que no el que hubiese hecho rebrotar a su cuenta el centón de sandeces y simplezas aquí de rigor en casos tales.
El Idearium se me presenta como alta roca a cuya cima orean vientos puros, destacándose del pantano de nuestra actual literatura, charca de aguas muertas y estancadas de donde se desprenden los miasmas que tienen sumidos en fiebre palúdica espiritual a nuestros jóvenes intelectuales. No es, por desgracia, ni la insubordinación ni la anarquía lo que, como usted insinúa, domina en nuestras letras; es la ramplonería y la insignificancia que brotan como de manantial de nuestra infilosofía y nuestra irreligión, es el triunfo de todo género que no haga pensar.
En tal estado de cosas, al contacto espiritual con obras tales como su Idearium, se fortifica en el ánimo el santo impulso de la sinceridad, tan cohibida y avergonzada como anda por acá la pobre. Porque entre tantos prestigios de que según dicen necesitamos con urgencia, nadie se acuerda del prestigio de la verdad, ni nadie se para tampoco a reflexionar en que nunca es una verdad más oportuna que cuando menos lo parezca serlo a los que de prudentes se precian y se pasan. En este sentido no conozco en España hombre más oportuno que el señor Pí y Margall. Espera a que la muela le duela para recomendar su extracción.
Oportunísimo es ahora ese su libro de honrada sinceridad, ese valiente Idearium en que afirma usted que "en presencia de la ruina espiritual de España hay que ponerse una piedra en el sitio donde está el corazón y hay que arrojar aunque sea un millón de españoles a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los puercos".
Sí, como usted dice muy bien, España, como Segismundo, fue arrancada de su caverna y lanzada al foco de la vida europea, y "después de muchos y extraordinarios sucesos, que parecen más fantásticos que reales, volvemos a la razón en nuestra antigua caverna, en la que nos hallamos al presente encadenados por nuestra miseria y nuestra pobreza, y preguntamos si toda esa historia fue realidad o fue sueño". Sueño, sueño y nada más que sueño ha sido mucho de eso, tan sueño como la batalla aquella de Villalar, de que usted habla, y que según parece no ha pasado de sueño, y si la hubo, no fue en todo caso más batalla que la de Cavite, que de tal no ha tenido nada.
No está mal que soñemos pero acordándonos, como Segismundo, de que hemos de despertar de este gusto al mejor tiempo, atengámonos a obrar bien.
el hacer bien ni aun en sueños".
Hay otro hermoso símbolo de nuestra España, moribunda, según Salisbury, y es aquel honrado hidalgo manchego Alonso Quijano, que mereció el sobrenombre de Bueno, y que al morir se preparó a nueva vida renunciando a sus locuras y a la vanidad de sus hazañosas empresas, volviendo así su muerte en su provecho lo que había sido en su daño.
Pero de esto y de la necesaria muerte de toda nación en cuanto tal, y de su más probable transformación futura, diré lo que me ocurra en otro capítulo.
Para él dejo la tarea de exponer con entera sinceridad las reflexiones que a su preñado Idearium me ha sugerido acerca del porvenir de los pueblos apremiados en naciones y estados y acerca del porvenir de nuestra España sobre todo. Empezaré por D. Quijote.
Don Quijote y su escudero Sancho son en el dualismo armónico que manteniéndolos distintos los unía, símbolo eterno de la humanidad en general y de nuestro pueblo español muy especial. Por lo común, desconociendo el idealismo sancho-pancesco, el alto idealismo del hombre sencillo que quedando cuerdo sigue al loco, y a quien la fe en el loco le da esperanza de ínsula, solemos fijarnos en Don Quijote y rendir culto al quijotismo, sin perjuicio de escarnecerlo cuando por culpa de él nos vemos quebrantados y molidos.
Una enfermedad es trastorno del funcionamiento fisiológico normal, pero rarísima vez destrucción de éste.
La locura, que es trastorno del juicio, lo perturba, pero no lo destruye. Cada loco es loco de su cordura, y sobre el fondo de ésta disparata, conservando al perder el juicio su indestructible carácter y su fondo moral.
Así conservó Don Quijote, bajo los desatinos de su fantasía descarriada por los condenados libros, la sanidad moral de Alonso el Bueno, y esta sanidad es lo que hay que buscar en él. Ella le inspiró su hermoso razonamiento a los cabreros; ella le dictó aquellas razones de alta justicia, como usted muy bien indica, amigo Ganivet, en que basó la liberación de los Galeotes.
Pero sucede, por mal de nuestros pecados, que cuando se invoca en España a Don Quijote es siempre que se acomete a molinos de viento, o cuando la trabajamos con pacíficos frailes de San Benito, o para acometer sin razón ni sentido a algún nuevo caballero vizcaíno. Conviene, pues, ver el fondo inmoral de la quijotesca locura.
Las empecatadas lecturas de los mentirosos libros de caballerías, última escoria de aquel híbrido monstruo de paganismo real y cristianismo aparente que se llamó ideal caballeresco; tales lecturas despertaron en el honrado hidalgo la vanidad y la soberbia que duerme en el pozo de toda alma humana. Preocupábase de pasar a la historia y dar qué cantar a los romances; creíase uno de los "ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia", y de tal modo le engañó el enemigo que bajo sombra de justicia fue a imponer a los demás su espíritu y a erigirse en árbitro de los hombres. Cuando Vivaldo le argulló el que no se acordasen los caballeros andantes antes de Dios que de su dama, esquivó la definitiva respuesta.
Me llevaría muy lejos el disertar acerca de lo profundamente anti-cristiano e inhumano, por lo tanto, al fin y al cabo, que resultan el ideal caballeresco, el pundonor del duelista, la tan decantada hidalguía y todo heroísmo que olvida el evangélico "no resistáis al mal". Nunca me he convencido de lo religioso del llamado derecho de defensa, como de ninguno de los males, supuestos necesarios, como es la guerra misma. Si el fin del cristianismo no fuese libertarnos de esas necesidades, nada tendría de sobre-humano. A lo imposible hay que tender, que es lo que Jesús nos pidió al decirnos que fuésemos perfectos como su Padre.
Y volviendo a nuestro Quijote, creo yo que las más de las desdichas del español son fruto de sus pecados, como las de todos los pueblos. Nuestro pecado capital fue y sigue siendo el carácter impositivo y un absurdo sentido de la unidad. Mientras otros pueblos se acercaron a éstos 6 aquéllos para explotarlos, en lo que sin duda cabe beneficio a la vez que explotación mutuas, nos empeñamos nosotros en imponer nuestro espíritu, creencias e ideales, a gentes de una estructura espiritual muy diferente a la nuestra. En Europa misma combatimos a éstos o a aquéllos porque tenían sobre tal o cual punto tal idea, cuando resulta, en fin de cuenta, que nosotros no teníamos ninguna.
Más de una vez se ha dicho que el español trató de elevar al indio a sí, y esto no es en el fondo más que una imposición de soberanía. El único modo de elevar al prójimo es ayudarle a que sea más él cada vez, a que se depure en su línea propia, no en la nuestra. Vale, sin duda, más un buen guaraní o un tagalo que un mal español.
"Colonizar no es ir al negocio, sino civilizar pueblos y dar expansión a las ideas", dice usted. Y yo digo: ¿a qué ideas? Y, además, el ir al negocio, ¿no puede resultar acaso el medio mejor y más práctico de civilizar pueblos? Con nuestro sistema no hemos conseguido ni aun lo que Pío Cid en el reino de Maya. Yo no sé si como ha habido civilización china, asiría, caldea, judaica, griega, romana, etc., cabrá civilización tagala; pero es el hecho que nada hemos puesto por despertarla, contentándonos con provocar entre los indígenas filipinos el fetichismo pseudocristiano.
"No por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido", gritaba Don Quijote con arrogancia. Así nos sucede a nosotros, tendidos por culpa de los malos gobiernos, después de no haber llevado otro camino que el que quieren éstos, que en ello consiste la fuerza de las aventuras.
Y viendo que no podemos menearnos, acordamos de acogernos a nuestro ordinario remedio, que es pensar en algún paso de nuestros libros de historia, pues todo cuanto pensamos, vemos o imaginamos, nos parece ser hecho y pasar al modo de lo que hemos leído. ¡Esa condenada historia que no nos deja ver lo que hay debajo de ella!
"Hemos tenido, después de períodos sin unidad de carácter, un período hispano-romano, otro hispano-visigótico y otro hispano-árabe; el que les sigue será un período hispano-europeo o hispano-colonial, los primeros de constitución y el último de expansión. Pero no hemos tenido un período español puro, en el cual nuestro espíritu, constituido ya, diere sus frutos en su propio territorio; y por no haberlo tenido, la lógica exige que lo tengamos y que nos esforcemos por ser nosotros los iniciadores".
Esto es pensar con tino, amigo Ganivet. Don Quijote, molido y quebrantado y vencido por el caballero de la Blanca Luna, tiene que volver a su aldea; y desechando ensueños de hacerse pastorcico y de convertir a España en una Arcadia, prepárase a bien morir, renaciendo en el reposado hidalgo Alonso el Bueno.
"¡Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno!" salió exclamando el cura cuando Don Quijote hizo su última confesión de culpas y de locuras. Es lo que debemos aspirar a que de nosotros se diga. ¿Es que tiene acaso que morir España para volver en su juicio?, exclamará alguien. Tiene, sí, que morir Don Quijote para renacer a nueva vida en el sosegado hidalgo que cuide de su lugar, de su propia hacienda. Y si se me arguye que el mismo hidalgo Alonso murió en cuanto volvió a su juicio, diré que creo firmemente que el fin de las naciones en cuanto tales está más próximo de lo que pudiera creerse -que no en vano el socialismo trabaja- y que conviene se prepare cada cual de ellas a aportar al común acervo de los pueblos lo más puro, es decir, lo más cristiano de cada una. De la perfecta cristianización de nuestro pueblo es de lo que se trata.
"Duele decirlo, pero hay que decirlo, porque es verdad; después de diez y nueve siglos de apostolado, la idea cristiana pura no ha imperado un sólo día en el mundo." Ni imperará, amigo Ganivet, mientras haya naciones y con ellas guerras, ni tampoco imperará en España mientras no nos libertemos del pagano moralismo senequista, cuya exterior semejanza con la corteza del cristianismo hasta a usted mismo ha engañado.
La nación, como categoría histórica transitoria, es lo que más impide que se depure, espiritualice y cristianice el sentimiento patriótico, desligándose de las cadenas del terruño, y dando lugar al sentimiento de la patria espiritual.
La nación, y la historia con ella, es el capullo que protege la vida del patriotismo en larva; pero si ha de convertirse en mariposa espiritual que se bañe en luz y sea fecunda, tiene que romper y abandonar el capullo.
El desarrollo de esto me llevaría muy lejos y tampoco quiero extractar aquí lo que antes de ahora he escrito acerca de la crisis del patriotismo. Lo que sí haré es tomar nota de la mención que al final de su obra hace usted de Robinsón, el héroe típico de la raza anglosajona.
Con tener, como usted dice, Robinsón su semitismo opaco, no hace sino ganar mucho, y en lo de que carezca su alma de expresión no concuerdo con usted, porque ni es la palabra, ni siquiera la idea, la única expresión del alma. "Los ingleses -dice Carlyle- son un pueblo mudo, pueden llevar a cabo grandes hechos, pero no describirlos". De los griegos en cambio tal vez quepa decir la inversa; toda la grandeza de Aquiles es de Homero.
Don Quijote se creó un mundo ideal que le hizo andar a tajos y mandobles con el real y efectivo y trastornar cuanto tocaba sin enderezar de verdad tuerto alguno, y Robinsón reconstruyó un mundo real y tangible sacándolo de la naturaleza que le rodeaba, allí donde el caballero manchego, sin las alforjas de Sancho se hubiese muerto de hambre, a pesar de jactarse de conocer las yerbas.
Un pueblo nuevo tenemos que hacer nos sacándolo de nuestro propio fondo, Robinsones del espíritu, y ese pueblo hemos de irlo a buscar a nuestra roca viva en el fondo popular que con tanto ahinco explora D. Joaquín Costa, investigador, a la vez que del derecho consuetudinario, de la antigüedad ibérica. No creo un absurdo aquello de la instauración de las costumbres celtibéricas, anteriores a los tiempos de la dominación romana, en que soñaba Pérez Pujol, pero lo que creo más vital es la completa despaganización de España. De los árabes no quiero decir nada, les profeso una profunda antipatía, apenas creo en eso que llaman civilización arábiga y considero su paso por España como la mayor calamidad que hemos padecido.
No ahínca usted en su libro en la concepción religiosa española ni en la obra de su cristianización, y aun me parece que en esto no ha llegado usted a aclarar sus conceptos. Sólo así me explico lo que en la página 23 dice usted de la Reforma, juzgándola con notoria injusticia y a mi entender con algún desconocimiento de su última esencia, así como del "verdadero sentido del cristianismo", que ha de hallarse en la fe que permanece bajo las disputas de los hombres. Así me explico también que al principiar su libro confunda usted el dogma de la Concepción Inmaculada con el de la virginidad de la madre de Jesús.
Es una lástima el que los espíritus más geniales, más vigorosos, más sinceros y más elevados de nuestra patria no hayan trabajado lo debido sus concepciones y sentimientos religiosos, y que en este país, que se precia de muy católico, sea general la semi-ignorancia en cuanto al catolicismo y su esencia, aun entre los teólogos. La llamada fe implícita ha tomado un des arrollo que debe espantar a toda alma sinceramente cristiana.
Es menester que nos penetremos de que no hay reino de Dios y justicia sino en la paz, en la paz a todo trance y en todo caso, y que sólo removiendo todo lo que pudiere dar ocasión a guerra es como buscaremos el reino de Dios y su justicia, y se nos dará todo lo demás de añadidura.
Y no prosigo ni despliego por ahora las ideas que acabo de apuntar, por que espero hacerlo con mayor sosiego, Ya sé que se las tachará de pura utopía.
¡Utopías! ¡Utopías! Es lo que más falta nos hace, utopías y utopistas. Las utopías son la sal de la vida del espíritu, y los utopistas, como los caballos de carrera, mantienen, por el cruce espiritual, pura la casta de los utilísimos pensadores de silla, de tiro o de noria. Por ver en usted, amigo Ganivet, un utopista, le creo uno de esos hombres verdaderamente nuevos que tanta falta nos están haciendo en España.