Además del frac/Capítulo II
Capítulo II
Pero formidable... el golpe que sufrió y seguía sufriendo el prestigio de José de San José en Torrecilla del Pardal. En quince días, desde que los duques arribaron, no le hacían caso ni los perros. Lo llenaban todo aquello duques; aquellos automóviles que no cesaban de cruzar, de paseo hacia la ciudad, por la carretera y por la plaza.
Hablaba él en el casino; sonaban de pronto el ¡taf, taf!... y las sirenas... y ¡aire, sus oyentes! ¡Desbandados!
Salía en su jaca, que habíale costado tres mil reales, y... ¡hala, otros dos o tres magníficos caballos de servidores del duque que venían por cosas a la tienda!
Mandaba por carne, y respondíale a la Tomasa el carnicero que teníala toda destinada a los señores duques; por uvas, por gallinas... y lo mismo.
Quería cazar; pedíale al Colás su perdigón, porque el suyo estaba malo, y ¡música! ¡Se lo había regalado al señor duque! Un perdigón que no quiso vendérselo el Colás por quince duros.
¡Oh, los duques... los dichosos duques!
Un chauffeur o un espolique de ellos cualquiera, tenían polainas de charol, reloj de oro y hasta anillos de brillantes. Las «nenas de mi alma» del Pardal andaban locas con los duques y con estas gentes de los duques, y hasta en el mismísimo Juzgado y el propio Ayuntamiento, ¡quién se lo dijese a San José!, metíase decisiva su influencia.
¡Sí, hasta en el Juzgado y el propio Ayunta miento! Mataburros, instalado en Los Cimbrales desde hacía diez días, cazando, y que tenía sin herraduras a las bestias del lugar, habíase valido del duque para que le alzasen una multa de consumos y le sobreseyeran una causa de elecciones. Órdenes del gobernador y del presidente de la Audiencia, a rajatabla.
Andaba dado al diablo San José, solo, paseando a pie por los caminos. Primero pensó regalarle al duque dos excelentísimos podencos que tenía, congraciarse así con él y cortarle su influencia a Mataburros. Luego, comprendiendo que ni con podencos ni con nada pudiese deslumbrar a aquel magnate, le odió... y odiaba, iba odiando, día por día, cuanto oliese a poder y aristocracia.
Algunas tardes, desde un cerro (porque no podía dejar de acercarse a contemplar, lleno de envidia, aquel palacio), veía correr por las llanuras el tropel de cazadores, a caballo, tras las liebres... con una amazona también, que sería la duquesita... la bella duquesita, a cuyo lado iría, quizá, tan orgulloso Mataburros... Volvíase al pueblo con el alma traspasada de dolor, y al cenar en casa, su hermana y su hermanito le hablaban de los duques: «¡Esos sí que son ricos, qué caray!» «¡Dicen que el automóvil negro vale seis mil duros! ¡Más que nuestras viñas!»
En efecto, su pobreza revelábasele inopinadamente a José de San José junto a aquel brillar de poderosos. Entre los tres hermanos, desde que quedaron huérfanos, poseían, y administraba él, un capital de seis yuntas de labor, o lo que era igual, que llegaría rabiando a quince mil duros. No habiéndolo ni siquiera semejante en Torrecilla del Pardal, ellos habrían podido seguir creyéndose unos Rothschild sin esta llegada de los duques.
La equivocación de San José había sido enorme, por lo tanto. Juzgándose de la estirpe de los privilegiados de la tierra, profesó en política como conservador y rabioso defensor de aristocracias. Ahora bastaba que hubiese llegado un aristócrata, un rico verdadero, para que se le dejase anulado con su fe y se le pospusiera incluso a aquel grosero y tonto Mataburros. Su misma novia, hija del riquete boticario, cuando iba a verla por la reja; su misma pastorcita Florentina, cuando iba a acostarse con ella algunas noches... habíanle perdido la consideración respetuosa de prohombre que antes le tuvieron.
¡Oh, sí, la novia, Estefanía, porque habíase cruzado en el paseo de la carretera, acompañada de su madre, con el duque, y éste habíalas saludado sonriente, defendía que el duque, aunque algo viejo, era aún muy guapo y gentil!
¡El colmo! ¡Que bastaría, quizá, que el duque las llamase, como había llamado a Mataburros, dejándole sin albéitar, para dejarle asimismo sin novia y sin querida!
Odió, pues... odiaba cada vez más la aristocracia... las tiranías, los despotismos. El insomnio, en el final de una noche que pasaba con su ya dormida y regordeta Florentina, llegó hasta hacerle comprender los anarquismos de Badillo. Salía de sus errores lamentables. Pensaba convertirse... charlando con Badillo al día siguiente. En lugar de seguir oponiéndose como un simple a los instintos democráticos de ciertos elementos de su pueblo, para que luego viniese un magnate y le pagase a él con aquel famoso «¡Que te alivies!», valdríale más declararse jefe democrático y ponerse al frente de Torrecilla del Pardal en masa contra todo duque y todo Dios... Mataburros, allá a su tiempo, ya detestado por Badillo en guisa de traidor, sería el primer ejecutado... el primer lanzado de este pueblo tan feliz, donde no habría más que un partido...
Pero... al otro día, cuando disponíase a visitar al esquivo negociante en paja, un criado de aquellos de polainas de charol, sobre un caballo de aquellos de mil duros, detúvose en su puerta:
-¿Don José de San José?
-Yo soy.
-Esta carta, de parte del señor duque.
Leyó él atónito.
El prócer, sabiendo al fin que José de San José era un bravo cazador, le invitaba a pasar una semana en el palacio.
-¡Aaaah! -lanzó el solicitado, con un amplio suspiro que no quería decir precisamente «¡Que te alivies!»
Y aquella tarde, después de haber limpiado por sí propio sus polainas, su jaca torda, su escopeta y sus podencos, partió hacia Los Cimbrales.
Al paso se encontró a Badillo con su jaula de perdices.
No le saludó.
¡Qué iba a ser este Badillo pariente de un marqués!