Además del frac/Capítulo III
Capítulo III
«¡Guau!, ¡guau!, ¡guau!»
¿Eh?
«¡Guau!, ¡guau!»
Debía de ser un perro el que ladraba.
Bueno, ¡claro!, un perro. Pero, además, él quería decir un perro perteneciente a la jauría.
-¡Señora duquesa, me parece que ahí están!
-¿Quiénes?
-Los perros. La jauría.
-¡Ah!
José de San José... ¡qué diablo!, era analista. Este «¡Ah!» de la joven señora duquesa, no le pareció, verdaderamente, ni un «¡Ah!» de regocijo ni un «¡Ah!», siquiera, de satisfacción. Más bien un «¡Ah!» de frialdad y de contrariedad porque reuníanse con la gente.
Refrenó su jaca torda, que tropezó en unas taramas, y corno quedábase detrás, pudo observar en su caballo a la duquesa. Era una amazona o un demonio. La luna, en las soledades de este monte, la prestaba nueva seducción. Llevaba un sombrero-petaca gris, con pluma de faisán. Los ojos negros. El pelo negro. ¿Cuántos años tendría esta hermosa criatura de duquesa? ¿Veinte? ¿Veintiséis?
¡Coile! ¡Hacíase un lío!... No sabía qué opinar de ella José de San José. Con menos, con bastante mucho menos, si ella fuese simplemente una pastora o una artesanilla del pueblo... y no una duquesa de Madrid, habríala dado un revolcón.
¡Ya lo creo! ¡Con bastante mucho menos! ¡Él... que no se paraba en barras con las nenas de su alma!... Pero... una duquesa... una gran dama como reina de Madrid...¿haría todas estas cosas... por simple educación de altísima duquesa que le tomase a él por un patán?
-Señora duquesa, por ahí. A ese lado encontraríamos los barrancos.
-¿Por aquí?
Para guiarla mejor, picó la jaca y se puso a su lado San José.
Callaba ella. Él... reflexionaba.
¿Qué concho de niña era esta y qué coile de padres de la niña eran aquellos duques de Adamés... que ella cazaba sola entre hombres, como un macho, y no sólo liebres y perdices, sino en ronda de jabalíes, como esta noche?... Los papás durmiendo a pierna suelta allá en la casa. ¡La niña de Dios sola con él entre los montes!..
¡Concho!
«¡Guau! ¡Guau!»
-Los perros, señora duquesa, ¿no oye usted?
-Sí, sí, hombre, ya los oigo. ¡Qué manía!
Esta vez le contestó indudablemente displicente y disgustada. Tal que hubiese podido contestarle a un edecán.
Luego...
Luego no debía forjarse ilusiones José de San José.
Luego las «confianzas» que habíale concedido esta espléndida mujer de ensueño, esta magnífica mujer de cuento de hadas y de príncipes... no pasaban del desdén que emplearía ella con sirvientes, con criados... Él, príncipe de su pueblo, verdadero emperador-don Juan entre las pobres muchachas de la aldea, no representaba para esta morena mujer de maravilla sino algo... como un poste.
Resumió, oyendo los perros más cerca cada vez. En los seis días que llevaba con los duques en la dehesa (porque le mandaron llamar, en clase de experto cazador que... «hubiese de divertir a los señores»- ¡oh, sí, sí! ¡Así llamaron también a Mataburros y al Chápiro Velarde, reteniéndolos a sueldo!...), en los seis días, y ya que a él, cacique y rico, no pudieron contratarle, «pagábanle» con una especie de campestre amistad, alojándole en una excelente habitación del palacio de la finca y haciéndole comer con ellos a la mesa. Y en la mesa, como en los automóviles, el pie y aun la rodilla de esta... recontra de duquesa, solían tocar los suyos con máximo descuido; y en los puestos de perdiz, ya en dos tardes, le había llamado al suyo esta... recontra de duquesa, a pretexto de que cantaba poco su reclamo, teniéndole en la estrechez del suelo con un muslo materialmente encima de su muslo. ¿Era, efectivamente, la estrechez... o era que... buscaba la... recontra de duquesa...?
¡Oh!
¡Problema! ¡Gran problema, y grave, para el pobre San José!... Otra noche le llevó a su cuarto y le estuvo enseñando media hora cosas y retratos de París, sentada encima de la cama. Y al mismo tiempo enseñábale una pierna hasta muy cerca de la liga. Mas... toda la aldeana y estudiantescamente sevillana experiencia mujeriega de José de San José, que no era poca, no bastaba ante lo tan inesperado y nuevo que venía a constituirle una, hermosísima duquesa; para saber si... habríala enamorado... o si fuese que le trataba ella con la despreciativa confianza que a un criado, que a un poste del telégrafo, ante el cual le importase un pito a una mujer lucir sus pantorrillas...
Seguían con los caballos, en silencio, guiándose por el ladrar y el latir de los podencos, y cada vez complicábasele más a José de San José su conflicto de... ridículo.
¡Ah, sí!... Habérsele desbocado a esta mujer el caballo o haber hecho ella que se le desbocase... para que la siguiese él; haberla tenido a tres kilómetros de todos los demás en aquellos pinos, a la luna... y no haber osado... ni aun ante las provocaciones de ella... ¡qué barbaridad!
Jamás había tratado él a una mujer que oliese a título siquiera. No las entendía. No se las explicaba, por lo tanto... y no quería meter la pata.
¡Oh, pero... con cuánto bastante menos, a ser una paisana, le habría sobrado para darla un revolcón!...
Como se lo dio a la Raimundita, la vaquera, porque no estaba su madre en el chozo...; como se lo dio a la Cruz, del juez municipal, aquella noche de la fuente...; como se lo dio a la Matildeta, la hija de su patrona de Sevilla, y quieras que no, grites o no grites, aquella mañanita, antes de la clase de Romano. Es decir, que con gentes de su laya, tenía más que probados los arrestos San José.
Ahora bien... ¡una duquesa!...
De Sevilla también, y cómo argumento de que las duquesas y condesas tienen una especie de suelta educación de marimacho, que les quita la malicia en muchas cosas... (en muchas cosas que en las simples burguesitas significarían horrores), recordaba los encierros de Tablada, en que volvía sola y a caballo una duquesa entre los toros.
-¡Eh!... ¿Qué?...
-¡Plam, pim, plum!
-¡Cuidado, señora duquesa, que viene un jabalí!
Se avisparon los caballos. La duquesa apercibió la carabina.
-¡Pie a tierra! -pidió José de San José.
Bajó veloz, y la ilustre compañera le imitó, sacando igualmente su cuchillo. El tumulto había empezado no lejos, repentino. Era terrible el alboroto de los canes. La fiera, el jabalí, gruñía y bufaba, armando un espantoso estrépito de colmillazos a las jaras. Sonó el lamento doloroso de algún busca destripado, y a la loca algarabía de los podencos se unió pronto el ronco ladrar de los alanos.
-Lo aculan, señora duquesa. ¡Ojo!... ¡Ya está ahí!
San José, valientemente, protegíala con su cuerpo. Pero la joven dama, brava también, no tuvo la paciencia de la espera. Rompió, y a pie lanzóse hacia el tumulto... Su compañero ató a una encina los caballos y volvió a alcanzarla. Crecían la confusión, los gritos, los rugidos. Pero el jabalí debió desentenderse del acoso, porque se le oyó escapar, en sentido opuesto al de la noble cazadora, y se oyó alejarse los ruidos de la jauría y los disparos y bocinas del mayordomo, de los sirvientes, de los cosarios... todos al tendido correr de sus caballos...
-¡Vamos! -gritó animadamente la duquesa.
Volvieron a montar y ella partió como una flecha.
«¡Ésta se mata!» -pensó, siguiéndola, José de San José. Galopaban entre jaras y madroños. Cuesta abajo. Seguían el ruido de los perros y los cuernos. De pronto, perdidos, entre monte alto, sufrieron gran contrariedad... Un pequeño arenal, en un profundo valle, les dejó ver cómo les cortaba el paso el río, hondo y caudaloso, invadeable...
-¡Hala! ¡Al agua! ¡Por aquí!
-¡No, por Dios, señora! -dijo en susto de audacia tanta San José.
-¿Por qué no?
-Porque tendríamos que pasarlo a nado.
-Pues... ¡aire!... ¡A dar la vuelta!
Galopó ella y él detrás. Llevaban la ribera, entre adelfales, buscando un sitio menos hondo. Sólo que el río iba torciéndose con larga curva en sentido opuesto al que habrían ambos deseado, y a los tres minutos no se oía siquiera la récova ni nada... en el diáfano e infinito silencio de la luna y de la noche. Y la curva del río, en fin, doblada bruscamente, dejólos atajados en una praderita semicircular de avenas locas y mastranzos.
-¡Ah, bah! -exclamó la intrépida amazona bajando del caballo-; ¡estoy cansada, y mi pobre Parsifal también, a reventar!
Se tendió en la hierba y soltó la brida.
Parsifal, en efecto, jadeaba. Habían corrido mucho. José de San José, que también echó pie a tierra, ató las dos cabalgaduras al tronco de una adelfa. Luego se sentó, respetuoso, a distancia de la joven.
Ésta sacó un susini y púsoselo en la boca. Fumaba más que un murciélago, la tal recontra de duquesa.
-¿Me da usted fuego? -le dijo a San José.
Él se aproximó para darla una cerilla. Ella le brindó un cigarro y le invitó a sentarse cerca.
-¡Hombre, Pepe -díjole en seguida, tumbándose cara al cielo en el mullido lecho aquel de avena loca-, la verdad es que si reparan esas gentes que usted ha hecho por que nos perdamos esta noche de este modo, vaya a ver qué pensarán!...
-¡Oh, señora duquesa! ¡Yo!...
La joven cruzó una pierna sobre otra, y añadió:
-¡Pensarán que usted ha querido, abusar de mí por estos campos!
-¡Oh, señora duquesa!
-¡Y yo también lo pienso... porque es propio de ustedes, los hombres, abusar!
-¡Ah, señ!... ¡Por Dios, señora duquesa!
-Hombre, déjese de duquesados...; diga Celia, simplemente. ¿No somos amigos?
Y le tendió una mano, en amistad, toda afable y perezosa; y Pepe, al estrecharla, todo en fuego, viendo a la luna, además, aquella media en la pierna por lo alto, pensó...
-¡Celia! -dijo, girándose hacia Celia en brusco modo tal que le soltaba las palabras en los ojos-. ¡Celia!... ¿Y usted me lo consiente... y no se enojaría si yo... abusase... si yo... Celia?...
¡Oh, sí! ¡Cómo la luna le dejó ver que Celia sonreía, que Celia le invitaba, le esperaba!
De tan brusco, el doble beso que estalló puso en susto a los caballos...