Además del frac/Capítulo VI
Capítulo VI
Cuatro días después cobraba un giro de tres mil pesetas, prestadas por Mataburros a condición de que le devolvieran cinco mil a los seis meses.
Cinco días después tenía un giro de diez mil, del olivar, malvendido a su ex futuro suegro el boticario.
Y al otro día, el sastre le mandaba el terno inglés, el traje de levita y el gabán.
¡Al pelo!
Acababa de almorzar. Eran las dos. Púsose, sin perder momento, la levita y fue al Congreso. Tuvo suerte. Al cuarto de hora vio bajar al duque de un coche.
-¡Señor duque, señor duque!... ¡tanto honor!
El duque tardó en reconocerle, con aquella indumentaria.
-¡Calla, sí! ¡De Torrecilla del Pardal! -dijo por fin.
Y frunciendo el ceño le dio la mano en despedida:
-¡Mucho gusto!
Atónito, José de San José, volvió a quedarse detrás de la mampara.
-Pero... ¡señor duque! ¡señor duque!
¡Nada! El duque se debió de acordar de los anónimos. Su oposición era indudable. Volvióse a pie calle arriba el defraudado, con su chistera y su gabán, y reconstituía tenazmente sus proyectos. Tendrían a Celia prisionera. Era ella a quien debiese ver; y, si no, a su prometido. Mas... ¿cómo?... Aparecíasele inútil, por lo pronto, todo nuevo intento de hacerse recibir en el palacio.
-Pero... ¡me caso Reus... o me caso con ella o los reviento!
Iba hacia el Lyon d'Or. Se le ocurrió tomar un coche y apostarse en la esquina del palacio. No logró esta tarde sino pagar tres duros de coche, hasta las seis. Y volvió en otro coche, por la noche, de frac, a la hora del teatro, con igual mala fortuna. Su designio, era abordarla, en el teatro o el paseo, así que la viese sola con la madre. Por cuanto a escribirle, de nada serviría, puesto que ya Celia en aquella su única carta triste a Torrecilla del Pardal, le había advertido que su padre le interceptaría la correspondencia.
En seis días más de esta terca vigilancia, dos tardes tuvo la suerte de ver a Celia en automóvil; sólo que ya salía el automóvil, con ella y con la madre, desde dentro de las verjas, y... a buen paso la iba a seguir, con un jamelgo!
Tres noches la vio también salir para el teatro... o para bailes, puesto que no la encontraba luego en la Princesa ni el Real, tras de haberse gastado él su dinero en las butacas.
Por fin... ¡oh, sí, gran Dios!... otra noche, a cosa de la una, reconoció parado su automóvil, y justamente a tres metros de la fonda. Estaba en la puerta del Ideal Room, y ella, por lo tanto, dentro. Asomóse al torno, para mirar por los pequeños cristalitos. La descubrió con otra dama que no era su mamá, y con tres señores.
¡Ah, qué fortuna! Se quitó el gabán y se lo puso al brazo, para lucir los rasos de su forro, a la vez que el frac elegantísimo. Hizo girar el torno, y se coló... y como no había nadie en la sala más que ellos, Celia le vio inmediatamente. Turbóse ella un poco: en seguida sonrió, en tanto él se acercaba.
Llegó al grupo San José, chistera en mano. Saludó a Celia, que le correspondía con la misma afable sencillez que si se hubiesen separado una hora antes, y fue por ella presentado a la joven dama y los señores:
-Lulú Vidal, el marqués de Pobladet, Álvaro Fillol y Gómez Turza.
San José se había sentado, aunque nada le dijeron; y como nadie le invitaba a tomar los sorbetes y cervezas que tomaban los demás, nada pidió. Ellas y ellos siguieron entre ellos con sus risas y sus bromas. Él, mirando a Celia, se callaba, en violenta situación.
¡Maravilloso, todo esto! ¿Dónde estaban el pudor y la emoción de aquella enamorada, de... aquella deshonrada? ¿Y no era, además, este rubio marqués de Pobladet, que aquí charlaba y se reía con Celia preferentemente a ratos, el mismo que iba solo con ella una noche en automóvil?
No comprendía absolutamente nada San José. No le dejaba Celia ocasión de decir una palabra. Admiraba únicamente su descaro, su descoco. Hablaban de no se sabía qué juerga de amigos y coristas, que acabó en la prevención. Al fin se levantaron, despidiéndose con total frivolidad de él y del nombrado Gómez Turza.
En torbellino alegre de sus risas desaparecieron por el torno, y el automóvil sonó su bocina calle abajo.
José de San José, pasmado, estaba frente a frente de aquel otro señor, que fumábase su puro muy tumbado en la butaca.
-Oiga -se atrevió luego a preguntarle-: ese joven marqués que acompaña a Celia, ¿quién es?
-El marqués de Pobladet.
-¿Es su pariente?
-Sí, su pariente.
-Y... ¿novio suyo?
El otro vaciló, miró a José de San José con sorpresa, y respondió:
-Sí, novio suyo.
-Y... ¿la señora? ¿Novia del otro, o su mujer... y algo de Celia?
-Sí, novia del otro. De Celia, nada.
Hubo un silencio, y volvió a preguntarle San José:
-¿Dónde vive ese marqués de Pobladet, me hace usted el favor?
-Lo ignoro.
-¡Cómo! Pues ¿no es usted su amigo?
-Sí -repuso ya cansado Gómez Turza, y levantándose-, mas no sé dónde vive; nos vemos aquí todas las noches. ¡Adiós, señor!
Se fue.
José de San José no tardó mucho en imitarle.
«Pobladet, el novio, el pariente de su Celia, venía a este Ideal Room todas las noches anotó» Iba como loco. No entendía, a menos de ser aristocrática costumbre, que dos jóvenes fuesen solas con sus novios.
¡Perdida también por Celia la esperanza! No le había hecho ningún caso. No le había siquiera oprimido la mano al acogerle, al despedirle.
Mas... ¿no fuese que disimulaba, que disimulaba delante del marqués? ¿Sería que no le quiso alentar las ilusiones, por saberlas imposibles?
Imponíase hablar con el marqués. Contarle todo.
Y a la otra noche, dejándose del Real y la Princesa, desde las doce estábale esperando. A las doce le vio llegar, pero sin Celia y sin Lulú, con los amigos. No le saludaron, aunque él podría jurar que habíanle visto. Fueron a otra mesa.
¡No, no le saludaron!... Y no sólo no le saludaban, sino que San José adquiría la persuasión de que habíanle conocido y estaban dedicándole sus burlas. Se miraban de reojo, sonreían y comentaban no se supiera qué que les chocase.
San José, con disimulo, observábase a sí mismo. Había otros señores, de frac también, por el salón, y él, apuradísimo ante tales burlas, se obstinaba en encontrarse lo que tuviera de ridículo. ¿Sería el pelo?... Él se peinaba a lo Alfonso, con un rizoso y gran tupé hacia la derecha, como en Torrecilla del Pardal; éstos, no: con raya al medio y las cabezas muy brillantes y aplanchadas. ¿Sería el bigote?... Quizá tuviese más baja una que otra guía, de tanto retorcerlas con los dedos, y estos otros teníanlo recortado, sin guía ninguna.
¡Oh!... al fin se descubrió lo que afeaba su elegancia. Alto el pantalón, por no hacerle rodilleras, las cintas del calzoncillo le caían sobre un zapato... y además, el mismo calzoncillo, y no muy limpio, en bolsa.
Arreglóse como pudo estos detalles, y vio aumentar la risita de los otros.
Bien. Los perdonaba. Durante muchas horas había estado acariciando su noble corazón el gran, servicio que iba a prestarle a Pobladet. Le salvaría del deshonor, al tiempo que Celia y él sus ilusiones. Pensaba realizarlo todo sin violencia, por lealtad y por bondad; y este pobre Pobladet, que ahora se burlaba, tendría que ser su amigo.
Llegó el momento.
-¡Camarero!
-Mande, señor.
-Dígale a ese señor rubio, al marqués de Pobladet, que quiero hablarle; que si tiene la bondad de venir aquí un momento.
Fue el camarero y dio el recado.
-¿A mí? -dijo desde largo Pobladet, mirando al que esperaba.
San José asintió con la cabeza.
Un segundo después estaban juntos. Pobladet habíase sentado airadamente, creyendo que querría pedirle cuenta de las burlas.
-¿Qué?
-Quisiera hablarle de algo grave.
-¿De qué?
-De algo grave. Si usted quisiese, podríamos marcharnos a mi fonda. Vivo al pie.
-Perdón. Diga lo que sea. Yo estoy con mis amigos.
-Bien -dijo San José, abreviando por aquella intimación y aquel mal genio-. ¿Usted es el marqués de Pobladet?
-¡El mismo!
-¿Primo de Celia, de la duquesa, y en amores con ella, además, para casarse?
-¿Amores?
-¡Sí! ¡No me lo niegue! ¡Yo lo sé!
-¡No, si no tengo nada que negar ni afirmar! ¿Le importa a usted algo de Celia ni de mí?
Se levantaba el joven, desdeñando la amabilidad como protectora y fraternal de San José. Este se levantó también, y dijo procurando calmarle con el tono:
-Señor marqués, usted hará, mal en no escucharme algunas cosas acerca de su prima. Yo quiero salvarle. Yo guardo de Celia un gran secreto. ¡Celia me quiere! ¡Celia no se casa con migo por su padre, por usted! Pero... debo decirle que a Celia, cuando estuvo en Torrecilla del Pardal, yo tuve el honor de... de
-¿De qué?
-De... ¡deshonrarla!
Fuerte y cómica la cosa. Incomprensible la vehemencia de simpleza y de candor con que habíala dicho este buen hombre. El marqués, que le hubiese dado un puñetazo a no tratarse de un gigante, prefirió alejarse de él, soltándole esta ruidosa y franca carcajada:
-¡Usted es un completo majadero, señor mío!
Fue lo único del diálogo que oyóse en el salón, y el estupefacto José de San José quedóse siendo objeto de todas las miradas, de todas las sonrisas.
No pudo soportarlo.
Por no empezar a coces a diestro y a siniestro, pagó y se fue.
Al partir, creyó escuchar alguna chunga y algún ruido de platillos.
Una hora más tarde, en el cuarto del hotel, todavía seguía reconviniéndose:
-«¡He debido liarme con todos a trompazos!»
Sino que... era tardo, siempre, para cualesquiera resoluciones acertadas.
Y lo que veía bien claro, por encima de su rabia personal, era el desastre, en los demás, de aquellas tantas cosas que él juzgaba formidables: amor, honor, virtud, escándalo, y ni el ir a tal boda de indecencia tras un tan claro anuncio de deshonra, les tenía perfectamente sin cuidado, por lo visto, a Celia y a su padre y al marqués...
¡Inconcebible!
Un mundo aparte, éste de las gentes aristócratas, donde no valiesen los morales conceptos para nada.
Hasta esta noche no se había sentido tan demás en Madrid, el buen José de San José, como una encina que se hubiese traído de sus sierras.