Además del frac/Capítulo VII
Capítulo VII
ABOGADO
Ésta era la gran muestra de oro y cristal que había puesto José de San José en un balcón de la calle Espoz y Mina, y tal era también el texto del anuncio que hacía insertar diariamente en los periódicos.
Pero en las 20.000 circulares que repartió por toda España, detallaba además la índole de los asuntos: consumos, elecciones, gestión y cobro de carpetas, etc.; y fijaba las tarifas.
Él, de levita, dentro del lujoso despacho, y con el botones lindamente vestido de verde a la puerta, echaba cuentas con un lápiz.
La muestra le había costado treinta duros. La chapa de la escalera, siete. Los anuncios, setenta cada mes. Circulares y correo, cuarenta y cinco. Traje del botones, veinte. Sueldo del botones, seis. Alquiler de este despacho, diez y nueve. Contribución, por un trimestre, quince. Pago del título (porque, en verdad, no habíalo sacado allá en Sevilla), trescientos trece. Amueblado del despacho y la antesala, cuatrocientos. Libros de legislación y de consulta, ciento diez...
Bueno. Pero esta cuenta la había ya sacado muchas veces. Valdríale más gastar el tiempo en estudiar.
Fue a la excelente estantería, buscó un tomo del Derecho Mercantil, y volvió a la mesa.
No sabía por qué parte empezarlo. Su carrera, ciertamente, habíala hecho a, tropezones. Lo ignoraba todo, pero todo, en absoluto. Por eso trataba ahora de estudiar, y por eso habíase proclamado especialista en aquellas cosas de gestión de Ayuntamientos, que al menos conocía un poco por su práctica política en Torrecilla del Pardal.
-¡Eusebio!... ¡ve, me parece que llaman a la puerta!
Despertóse el chico, que dormitaba en un sillón de la antesala, y volvió diciendo «que no era para allí». En la casa, de una viuda pensionista, había también un profesor con cátedra de inglés y volapuk.
¡Nunca «era para allí»! ¡Nunca venía nadie!... En veinte días no se le había ocurrido entrar a un solo cliente. En veinte días no habían tenido una sola contestación a las profusas circulares.
A ratos se dormían el botones y el letrado. Este, sobre los libros de derecho, y aquél, en el sofá.
En otros ratos, aburrido San José de su tenaz espera por mañana y tarde, «hacía tiempo», antes de subir, en la botica que había en la misma casa. Su amistad con el mancebo había nacido a fuerza de comprarle antipirina para los dolores de cabeza.
Y estos dolores de cabeza acarreábaselos a José de San José su triste situación, su fracaso en los nobles intentos de trabajo, como antes en sus justas aspiraciones amorosas apoyadas sobre la moral y la honradez.
No se acordaba ya de la duquesa más que con un dolor de cosa muerta, de fulguración de brillanteces que le habían lanzado a, la sombra más terrible. Pensó en volverse a Torrecilla del Pardal, y le dio vergüenza su derrota. Su regreso, ya casi consumidas las tres mil pesetas que usurariamente le tenía prestadas Mataburros, suponía la obligación de devolverle a éste cinco mil, de las diez mil que le dio por el magnífico olivar el boticario. O, lo que era igual, el ridículo y la ruina, al hallarse con su capital dilapidado en más de un tercio. Por otra parte, la duquesa y la vida de Madrid, volviéndole imposible toda voluntad de encerrarse nuevamente en una aldea. Pensó, pues, luchar, trabajar, quedarse aquí, en la corte, explotando su carrera...
¡Oh, sí, sí, caro le había costado él dormir con Celia cinco noches!
Ahora, tras los nuevos gastos hechos en su gran esfuerzo estéril de regeneración y de trabajo, habíase reducido su efectivo enormemente.
Pero se obstinaba, tenaz como extremeño: o lograría vivir en Madrid, o no volvería, al menos, a su tierra, sin haber realizado algún negocio que, sin nuevas ventas de las fincas, permitiésele liquidar con Mataburros. A la hermana sosteníala en la creencia de que el matrimonio se aplazaba solamente por querer el duque que el presunto yerno se fijase una situación social como abogado... «Esto es lógico, ya Ves; Matilde: a su título quieren oponerle siquiera el mío profesional...» Y como enviábale a la vez aquellos retratos de frac y de levita que habíase hecho en la época del hotel de Santa Cruz, Matilde, la pobre hermana, según probábanlo las cartas, creíale completamente. ¡Ah, la infeliz! ¡No, no quería San José tampoco defraudarla en sus ensueños de protección y de riqueza!... Antes pegaríase un tiro que volver al pueblo con su vergonzosísima derrota.
Por cuanto al frac, teníalo bien guardado. Su vida era de terquedad, mas también de resignaciones y modestias. Aunque aquí, con vistas al negocio, pagaba bien este despacho y vestía siempre de levita, hospedábase por tres pesetas en una humilde casa de pupilos de la calle de la Paz. Y pasaban días, sin traerle los clientes, y el bueno San José, lleno de amargura, contemplaba su levita y su despacho, teniendo que pensar que estaba equivocado, que no bastan en Madrid las buenas ropas para darle a nadie un triunfo, que hace falta algo, además, sobre tales, apariencias.
Pero... ¿qué algo, gran Dios?... Él no lo sabía.
-¡Oiga, San José, yo creo que usted debía cerrar su bufete! -decíale una mañana el expertísimo mancebo, en la botica, después de haberle oído quejarse de su suerte-. Las ganancias, en Madrid, están en el comercio; en estas cosas de vender y de comprar. Fíjese aquí, por ejemplo: Farmacia: Precios de la militar... y una procesión de gente que le deja al dueño doce mil duros libres anuales... ¿eh?
-¡Sí, sí, caramba! -admiraba el abogado con envidia.
Como que él lo estaba viendo. A cada instante, uno por pomada, por hierro, por clorato. Tres dependientes, y apenas si él podía charlar, seguidos, seis minutos con Ruiz, que era el principal. Un río de plata y calderilla.
-¡Ah, si yo tuviese algún dinero para poder establecer una farmacia... una farmacia modelo, popular, con precios aún de mayor economía!...
-Porque, fíjese: a usted mismo, y eso que ya se le trata como amigo: gramo, de antipirina, un real; pues bien, dado por la mitad, aún se ganaría, porque nos cuesta en fábrica a tres céntimos.
-¡Caramba! Pero... ¿usted es boticario? ¿Cómo se iba a establecer?
-No. ¡Qué importa!... Ya me buscaría a uno de regente. ¡Ah, si tuviese yo siquiera dos mil duros, o un socio!
José de San José, en este día, tras este diálogo, quedóse pensativo. Se fue a almorzar, allá, a su modesta casa de estudiantes, y al dar el paseo de sobrealmuerzo, que ya llevaba encaminándolo tres tardes a la proximidad del Matadero, reflexionó profundamente, no en las contingencias de un negocio de abastecimiento de ganados, ¡siempre peligroso por tratarse con chalanes, sino... en las de aquel proyecto de botica popular!
Citó para aquella noche a Ruiz en un café. Hízole explayarse. Él podría ser el socio del dinero, Ruiz el industrial. En siete noches más, el proyecto se cuajaba. Los catálogos de productos químicos probaron que aún se podía vender con doble economía que en las boticas militares. Plan definido: instalación de lujo en un barrio no excéntrico, pero modesto, populoso; farmacia y droguería de una vez: por regente, un joven que tuviese recién acabada la carrera; pedidos directos a Alemania... y a vivir. Tres mil duros, en suma, con una ganancia asegurada de quince o veinte mil por año. «¡Como que será absorber, matar todas las boticas próximas, amigo mío!...»
«Queridísima Matilde -le escribió a su hermana San José-: Acércase mi boda, y tengo que regalarle a Celia las alhajas y vestidos. Tratándose de una novia millonaria, comprenderás que yo no puedo andarme con miserias. Vende en seguida mis fincas todas. Ahí, sé que hay siempre ansias de comprar. Procura no malbaratarlas. Pero véndelas a escape, cuanto antes.- Tu hermano, que te quiere,
PEPE.»
Veinte días después tenía en sus manos San José cuatro mil duros, que, con el resto que guardaba, le hacían cinco. Se cerró el bufete y despidióse Ruiz de la botica. Vivieron juntos. Empezó para los dos un período de gran actividad. La casa encontráronla en la calle de Toledo, frente a la Cebada. Amplio el local. Trazó el decorador un proyecto modernista. Al mismo tiempo pedíase los botes a París y las drogas a Alemania. Encargaron también jabones, perfumes y una enormidad de tarjetas y prospectos... con cromos, con charadas, con vistas de Madrid y con retratos de bellísimas mujeres... Julia Fons, Trinidad Rosales, Úrsula López, Pepita Sevilla, la Fornarina, la Escribano... Y el 6 de Enero, en fin, con baile y con charanga debajo de la intensa inundación aquella de los focos, se pudo dejar inaugurada la GRAN FARMACIA POPULAR.
El dueño principal, José de San José, estaba loco de contento. Ruiz no había podido demostrar mayor pericia ni honradez. ¡Todo aquello, luces, frascos nuevos, almacenes, anchísimo portal y dos escaparates... que diríase haber costado un ojo de la cara, había salido, sin un real más, de los tres mil duros!... Todavía quedábanle dos mil en el Crédito Lyonés, como reserva.