Además del frac/Capítulo VIII
Capítulo VIII
«Bien. Hoy me pego un tiro» -acabó de resolver, mirando en aquel escaparate los revólvers y pistolas.
Entró y compró un revólver. Excelente. Quince duros. ¿Por qué, si había tirado tanto en lujos de idiotez y de boticas, no gastarse esto en el lujo de su muerte?
Tomó inmediatamente un coche y se hizo llevar a la Moncloa. Allí lo despidió y se sentó en un banco de la profundidad de los jardines.
Triste, lúgubre, con una horrenda visión clara del pasado, como todos los suicidas, se puso a hacer su última justificación de lo fatal. Veía, adivinaba el pueblo, hundido en las distancias, sencillo e inocente con su dulcísirno crepúsculo en esta bella tarde de Febrero. Él, con disparates y mentiras, se había restado del mundo y de Torrecilla del Pardal. Nunca habría pensado que le fuesen tan funestos aquellos automóviles que espantaron a los burros de la loza. Cadena de sandeces sus amores, su bufete, su farmacia. Esta, al mes justo, habían tenido, que cerrarla. No entraban en ella más que algunos desdichados. Error de Ruiz, el buen hombre, que también andaba ahora sin destino. Y menos mal, que anteayer pudo traspasarlo todo en tres mil pesetas, pagando con seiscientas ciertos créditos pendientes...
«¡Bien, sí! ¡Me pego un tiro!»
Empuñaba ya el revólver, en el bolsillo interior de la americana, y sintió un contacto suave de billetes. Los sacó. Era un suicida original. Un suicida por pobreza, por miseria... que, no obstante, iba a dejarse más de quinientos duros encima del cadáver. Además, en el Crédito Lionés quedábanle intactos los dos mil duros.
Le cruzó una idea. Puesto a morir... ¿qué más le daba este momento, que otro?... Ya que había gastado en estupideces su caudal, justo era que lo acabase de consumir en sus placeres. Quince días o un mes a derrochar, a divertirse a todo trapo... con este seguro y consolador final de su revólver. ¡Una grata despedida de la vida!
Salió de los jardines. Tomó otro coche, por horas esta vez, y le mandó dirigirse a la calle de Alcalá. Iba a buscar a Buenaventura, la florista.
La halló vendiéndoles claveles a dos cocotas, por una ventana de la Maisón Dorée, y sin bajar del coche le paralizó una reflexión comparativa. Buenaventurita, chica y medio pitañosa, no valía un comino al lado de aquellas damas de sombrero. ¡Caramba, si quisiera alguna de estas de sombrero! ¡Si no llevasen mucho!...
Y sonrió de su extraña simpleza de tacaño, llevada hasta el borde del sepulcro. Si él iba a morir, ¿a qué pararse en que le durase su dinero cuatro días o veinte?... ¡Erale lo mismo! ¡Estaba en situación, pues, de derrochar propiamente como un duque!
Cosas de la vida ante la muerte. Además, le animó una mefistofélica delicia de venganza. Faltaban todavía tres meses para que se cumpliera el plazo del pago a Mataburros, al cual, por consecuencia, pertenecíale casi la mitad de lo que le restaba. ¡Que se amolase, por haberse propuesto tal robo de usurero!
Llamó a Buenaventura. Empezó por darla, a cambio de un clavel, cinco pesetas. La informó de que esta vez no se trataba de ella, sino de las otras, y la hizo ir a decirle a una, «¡a la rubia y alta! ¿sabes?», si quería aceptar su compañía. Cumplido el encargo, Buenaventura volvió a comunicarle que ésta era Lilianne, bailarina de danzas bíblicas en el Royal Kursaal, a donde tendría que encontrarse antes de las seis, y que «llevaba treinta duros». De aceptar, debía ser después de la función. ¡Bravo! El suicida se bajó del coche y se acercó a la mesa de ellas, por pagarlas el vermut. Hablaban español, aunque chapucero. Volvió Buenaventura a darlas flores, y él, como «para hacerlas boca» y deslumbrar a las francesas, le dio a la floristilla cinco duros.
-¡Aire! ¡y déjanos en paz!
Abrieron ojo las francesas. Un hombre que, para que le dejasen en paz, así lanzaba los billetes. ¡Laere nom de Dieu!
A las seis fuese San José a tomar un refrigerio y a vestirse su frac, aquel tan desdichado y elegante frac que de nada le sirvió con la duquesa. A las ocho tenía en el Kursaal un palco para él solo, que en seguida se llenó de kursalistas obsequiadas. Claro es que había pedido a la cochera un landó de dos caballos. Ideal Room, desde la una, con las dos francesas y a todo gasto de burdeos y de champaña. Últimarnente, soledad con Lilianne, en el mismo lindo gabinete de ella, hotel Inglés.
Lo primero que hizo José de San José al otro día, una vez bañado y cambiado en su cuarto de la calle de la Paz el frac por la levita, fue mudarse... al hotel Victoria, nada menos. Se enteró de que por quince días hubiera de costarle mil pesetas un magnífico automóvil... y largó las mil pesetas. «¡Que lo traigan!» Pedido por teléfono, estuvo a su disposición en diez minutos. Lo tomó, y fuese al Crédito Lionés. Sacó los dos mil duros.
Tarde hermosa. Recogió a la bailarina y paseó en la Castellana. Llamaban la atención. Ella con su traje exótico y su cara. Él, con su ademán de perfecto cortesano.
La experiencia de Madrid, efectivamente, habíale hecho desterrar ridiculeces. Desde tiempo atrás, recortábase el bigote, a la alta moda, y se aplanchaba con raya al medio la cabeza. De los calcetines, no hay ni que decir que se los ponía por encima del calzoncillo y estirándoselos con ligas... ¡Nada! ¡Un goma, un gentleman... con sólo haber resucitado su frac y su levita fastuosos!
Comieron en Tournié, por indicación de Liliana. Luego, palco en el Kursaal, por verla aquellos bailes sagrados y hacerse envidiar luciéndola en los entreactos junto a él, y una verdadera pelea de kursalistas disputándosele.
Pero le fue fiel otros tres días. Al cuarto mejoró, llevando a María Luz, la célebre ex querida de Cordón, a un gran baile en la Comedia. Máscaras. Estaba allí lo más alegre y distinguido de Madrid. El palco de ellos, abundantemente abastecido de champaña, se fue llenando poco a poco de amigas de ella. Luego, borracho todo el mundo, tras de las amigas iban los amigos, y estableció rumbosas amistades José de San José. Sin saberse cómo, a las cuatro de la mañana se encontró en los Burgaleses, cenando, con el conde de Castuera, con un diplomático italiano, con Merás, sportsman, y con otras dos preciosas pecadoras, además de María Luz. A todos los había transportado su automóvil. Y aun menos sin saberse de qué modo, a la una del siguiente día se despertó con María Luz en una alcoba fastuosa que le hizo preguntar: «¿Qué es esto, nena? ¿Dónde estamos?» Pues en el gran hotel de Recoletos, propiedad del conde de Castuera, hombre rico, solo, que vivía en constante bacanal. Bañáronse, púsose él ropas del conde, y pasaron tres días de borrachera sin salir de aquel palacio.
Esto consolidó y extendió sus amistades. A las horas de almorzar iba allí de gente igual que a un jubileo. Las damas andaban desnudas, con una oblea pegada en el ombligo, como adorno. La mesa servíala una gorda cocinera, en cueros, montada en una burra. Una noche enjabonaron a la bella María Luz y a, otras cinco, y corrieron tras de ellas. Escapaban. Se les resbalaban de los brazos, como peces. Era un modo de jugar al esconder, por el palacio, y con opción a todo con aquella que atrapasen. Si no que hubo que lamentar un incidente. A última hora aparecieron Álvaro Fillol y Gómez Turza, también borrachos. Eran los amigos del marqués de Pobladet, que en unión de éste se habían burlado de San José, en el Ideal Room, aquella noche, y al reconocerle fatigado y medio dormido en un sofá, intentaron reanudar sus chanzas y burletas. José de San José se levantó, cogió a Fillol por el pescuezo y lo tiró contra el piano; pilló por la entrepierna a Turza y lo quería tirar por un balcón. Fillol resultó con fractura de un tobillo; y a Turza que protegido tras del dueño de la casa en un rincón, gritaba que quería batirse inmediatamente a pistola, le aconsejó el conde, de lástima: «¡No, seas tonto! Este San José le pega diez balazos seguidos a una mosca. Ayer estuvimos tirando al blanco en mi jardín, y no fallaba.» Y era verdad. Un gran tirador de carabina, cuando menos.
Corrió la noticia del suceso. Llegó, sobre todo, a oídos del marqués de Pobladet, que era con quien quería repetir la función el bravo y rico provinciano. Y como a éste habíale presentado Castuera en la Peña, a donde también iba Pobladet, el pobre Pobladet (que aunque no cobarde, huía de un desventajoso pugilato con el Hércules), no se atrevía a entrar en la sala de juego de dos a cinco de la tarde. Allí, en efecto a esas horas, estaba José de San José jugando a la ruleta, y con tales bríos y fortuna el hombre, que en poco más de una semana ganaba seis mil duros.
¡Caracoles! De modo que... Sí, sí, tratados bien pronto, se dio cuenta de que, salvo la buena educación, estas gentes de Madrid eran igual que Pangolín, que Mataburros, que Badillo... Le tenían por archimillonario.
Graciosos inclusive, algunos de estos elegantes vividores. María Luz le había enterado de que un viejo, don Carlos Vera del Rincón, acostado con ella una noche, se echó a gemir, oyéndola en un rato hablarle de su madre. «¡Cómo, niña, pero ¿la hija tú de Cruz Montilla, que no te tuvo más que a ti?... ¡Ah, hija, hija mía, entonces, también... puesto que yo fui el padre de aquella niña de tu madre!...» Y desde aquella hora, aparte de que, naturalmente, María Luz no la cobró, en la duda de que fuese cierto, le estaba manteniendo, y a solas llamábale papá, de lo cual mostrábase él enternecido.
En suma, que porque se lo propusieron una tarde, José de San José no tuvo inconveniente en asociarse con seis mil duros en la sociedad de la ruleta. A partir de entonces, disfrutó de una diaria renta, de dos mil, de cuatro mil pesetas...?Y ánimo y a gozar, mecachi en Reus!...
¡Ah, las historias que en el rato de desfilar de carruajes pudo aprender en su automóvil o desde aquellas mágicas ventanas!
Y ninguna tan inesperada, tan cruel... tan cruel para sus recuerdos de ilusión, como la que determinó una noche el paso veloz de un automóvil.
-¿Eh?... ¡Celia Adamés y la Lulú! -oyó que le decían-. ¡Qué poca vergüenza!
-¡Cómo Celia! ¿La duquesa? ¿Con qué Lulú?
-Con la ex corista. Lulú Vidal. Querida de ella, dicen, y querida al mismo tiempo del amigo del querido.
-Pero, ¡Celia! ¿La duquesa de Adamés? ¿Querida de...?
-Sí, a pluma y pelo, según cuentan. ¿Usted creía que le daba sólo por los hombres?
Asombrado. Loco, San José. Enteráronle. Celia vivía, como su madre, como el duque, su papá, poniéndose el mundo por montera. Tenía veinticinco años, y desde hacía ocho... iba a todas partes. Mudábase de amantes igual que de camisas, cuya siempre vasta y rica colección conocía medio Madrid y aun media España. Había hecho famosos los lunares que se pintaba, queriéndolos hacer pasar por naturales, en sus grandes pechos, ya algo ajados, de guerrera. Era una especialidad en conquistas. Hacía el amor como un don Juan. A tiempos le daba por chulos y toreros. Salía, buscaba, y, corriendo a ser preciso con los gastos, llevábase al cautivo a las Ventas, a la Viña P., al Habanero... si no valía la pena de llevarlo a su femenina garçonière de la calle Fuencarral.
¡Aaaah! ¡Demonio!... Pero... disimuló José de San José y se limitó a este comentario:
-Sí, yo me acosté con ella en su finca Los Cimbrales. Por eso, por algo de eso le pegué a Fillol y a Gómez Turza, y por lo mismo le tengo gana a Pobladet.
-¡Hombre -le dijeron-, pues ya ve usted que no merece una cuestión esa mujer!
San José repuso, quitándola importancia:
-No, efectivamente...; Pobladet no me inspira ya rencor alguno.
Gran noticia para Pobladet. Al otro día fueron presentados uno a otro y corrieron una juerga. Cinco automóviles y diez mujeres de lo más galante de Madrid. Iba Lulú Vidal. Almorzaron en Segovia, comieron en La Granja, y proyectaban pasar el día siguiente en Sevilla.
Mas alguien recordó que era en Madrid, aquella noche, en el Real, el baile de Bellas Artes, y los automóviles volvían hacia Madrid en cuanto el sol se puso. En uno de ellos conversaban Aurora la Chalana, Lulú Vidal, el marqués de Pobladet y José de San José.
Pobladet contaba que sólo tuvo amores con Celia quince días. Enamorado actualmente de Lulú, hacíala confesar que no había habido jamás nada entre Celia y ella. La borrachera volvíale tierno y celoso; y contestábale Lulú afirmando que, ya, la tenía más cuenta otro cualquiera. Celia se arruinaba y hablase, vuelto miserable. Además, queda casarse, casarse con cualquiera, por justificar un embarazo de dos meses.
-¿De quién?
-¡Ve tú a saberlo!
-Y, ¿por qué no... lo desbarata?
-¡No! Le tiene miedo, porque... en otro desbarate estuvo si las lía. Aparte de que la he oído decir que no quiere pasar por «solterona» cuando sus padres se le mueran.
-Pues, hija... ¡héroe habrá que llamar a ese marido, si lo caza!
José de San José vibró a la frase.
-¿Se arruina Celia? -inquirió bajo el terror retrospectivo de haber podido casarse él con tal pendón sin cuatro reales.
-Sí. Debe un caudal -dijo Pobladet-. El día que le falten sus padres, le caerán los acreedores, y estoy cierto que no le dejan ni dos millones de pesetas.
Se mordió los labios San José. ¡Atiza! ¡Dos millones de pesetas!... Y a esto le llaman arruinarse. ¡Estarían creyéndose estas gentes que, él tenía lo menos cien millones de pesetas!
De pronto, en una bifurcación de la carretera, donde había un paso a nivel, con las cadenas echadas, acercóse la guardesa. Noticiaba que una señora, en otro automóvil, acababa de cruzar y preguntarla por estos cinco automóviles. Pedía perdón. «Como los había visto pasar por la mañana hacia Segovia, endilgó en tal dirección a la viajera.»
-¿Era alta, morenota, bien metida en carnes?
-Sí.
-Pues... ¡Celia, que me busca! -exclamó Lula entre con rabia y con orgullo.
-Pues... ¡dejémosla viajar a mi primita! -clamó Pobladet-. ¡A ti no te me quita esta noche ni el Nuncio!
Cruzó un expreso. Siguieron ellos. Y, a la una, disfrazados previamente, hicieron su entrada en el baile.
Había gran lleno, hasta el punto de ser imposible bailar ni dar un paso por la sala, y los veinte excursionistas se fueron dispersando y refugiando en palcos de amigos, acá y allá.
Gritos. Paquetazos de confeti. A las tres descalabraron a un señor.
A las cinco, San José había perdido a su pareja, en un tumulto de apretones; y al buscarla, dio en el ambigú... Hacia un rincón, descubrió al marqués de Pobladet y al conde de Castuera, con cuatro o cinco máscaras. Cantaban y bebían; pero una, de largo y negro dominó, guardaba trágica actitud de reserva y de silencio. José de San José, obstinado en encontrar a la Chalana, con ansia ya de llevársela del baile, después de tanta gana de ella en todo el día, sentóse a descansar.
-¡Máscara, qué fúnebre estás! -le dijo a la de negro.
-¿No ves qué fúnebre, Pepito? -le contestó la máscara con voz fingida
-Ah, ¿me conoces? ¿Quién eres?
Los arrollaron casi, los demás, saliendo de estampía. Pobladet arrastraba a su Lulú. Quedáronse solos la máscara negra y José de San José, frente a las copas y botellas.
-¿De modo, mujer, que... me conoces? ¿Quién eres tú?
-¿Yo?... Pues mira, una que podía a estas horas ser tu esposa.
-¡Magnífico! Pues si eres guapa... ¡aire, vamos a casarnos! ¡Ahí tengo mi automóvil!
-Y yo el mío. Mas, no es eso. Digo que... de haber querido, podría estar siendo tu esposa de verdad.
Tembló José de San José. De un ímpetu le arrancó a la máscara negra la careta.
-¡¡Celia!! -dijo.
Y Celia... sonreía. Y Celia se levantó, invitándole:
-¡Ven! ¿Quieres? ¡Vámonos los dos!
Cogió del brazo al atónito José de San José, y cuando él creía que iba a conducirle hacia el salón le llevó hacia el guardarropa, y en seguida a su automóvil.
Al partir éste, Celia volvió a quitarse la careta que se había puesto para cruzar por los pasillos. Miró al aturdido San José, y le dio un beso. Después dijo, poniéndole una mano en las rodillas:
-¡Qué cambiado, estás! ¡Qué guapo!
Él la respondió, no sabía si con pena o alborozo:
-¡Oh, sí! ¡Y qué cambiada tú también!
-¡No, hijo; yo... la misma!
-¡Cambiada... para mi!... que llegué a pensar... ¡Y vamos, menos mal que... a falta de otra, me llevas a tu bella garçonière!
-¡Hola! ¿Lo sabías?... ¡Bien! Mas ¿cómo a falta de otra?... ¿Qué quieres decir?
-¡¡Que tú buscabas esta noche... a otra; que tú, Celia, tras otra fuiste esta tarde y has vuelto de La Granja!!
-¿Por la Lulú?... ¡Eso sí que no... yo te lo juro! Fui... ¡por ti!... ¿Lo ha dicho ella, tal vez, la mentecata?... Pues harías mal creyéndola y creyendo que te tomo esta noche por recurso.
Le dio un beso. Él se lo aceptó; mas no pudo menos de decirla:
-¡Oh, Celia! ¡Por mí! ¡y ni siquiera me hiciste caso en el Ideal Room aquella noche!
-Pero, hijo; ¡si estabas que daba risa verte con el frac y con tu bigote aquel y aquel peinado! ¡Si parecías un prestidigitador de esos que salen por los pueblos!... ¡Ahora tienes distinción, chic, cachet, y casi fama!... ¡Ahora se puede una presentar contigo en todas partes!
Volvió a morderle largamente los labios con un beso.
El automóvil volaba por la calle Fuencarral.
Llegaron. Subieron.
Un primor. Retratos, muchos retratos dedicados, de hombres y mujeres, y alfombras y sedas y divanes. Al fondo, entre columnas, un lecho para diosas.
Él se despojó del sombrero y del gabán y fue a tumbarse frente al grande espejo de un armario. Ella, despojada del negro dominó, se puso a sacudirse de todas partes el confeti: de la cabeza, del pecho, del pantalón y de las ligas... según se iba desnudando.
-Mira, mira... ¡oh, cómo me han puesto!
Y él, mirándola y mirándose al espejo con su frac..., sin saber aún a punto fijo por qué, iba pensando que todo triunfo en Madrid supone algo, algo..., además del frac...; algo que en su caso pudiera ser muy bien una dosis regular de osadía y poca vergüenza... ¡Oh, Celia! ¡Oh, duquesa de Adamés! ¡Oh, palacio y regia posesión de Los Cimbrales! ¡Oh, espléndida arruinada, embarazada... con dos millones de pesetas!...