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Aita Tettauen/Cuarta parte/I

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Cuarta parte - Capítulo I

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Tetuán, Enero-Febrero de 1860



No siendo cosa segura que el descarado profeta Yahia escriba el relato de sus aventuras pacificantes, conviene utilizar aquí datos y noticias de la propia Mazaltob, para llenar el vacío biográfico de Santiuste desde que abandonó a los españoles hasta que los encontró victoriosos dentro de los muros blancos de Ojos de Manantiales.

Transportado, como se ha dicho, en el asno de Esdras, entró el profeta con sus bienhechoras por Bab-et-tsuts sin ningún tropiezo, y con la misma felicidad llegaron todos a la casa de la hechicera en el Mellah. Compadecidas del herido y admiradas de su mansedumbre, Mazaltob y Simi (que era una de las que cogían hierbas en el verde prado), se aplicaron a curarle la contusión que tenía detrás de la oreja, lo que no fue difícil. Con la quietud y el alimento, este no muy del gusto del enfermo, pero eficaz para repararle, la contusión quedó remediada; pero el estado total de Juanito no era satisfactorio, pues a más del decaimiento y de la fiebrecilla que no quería remitir, se hallaba privado en absoluto del uso de la palabra. La idea de fingirse mudo había obrado en su organismo con demasiada intensidad... Diole Mazaltob caldos de ranas, que aseguró eran eficacísimos para estimular las facultades oratorias, y no obteniendo el resultado que se esperaba, discurrió Simi aplicarle un remedio cabalístico llamado el Abracadabra, palabra mágica de origen caldeo, que, según el médico famosísimo Sereno Sammónico, tiene la virtud de despertar en la humana laringe el apetito de la conversación. Sabía Simi la forma y manera de la aplicación del Abracadabra, que consistía en escribir el mágico vocablo en un papel, desarrollando sus letras en triángulo; este papel se doblaba de modo que no se vieran las letras, y se ajustaba a la garganta del individuo atacado de mudez. Hecho esto, se encomendaba el caso con oraciones, haciendo constar en ellas que Abracadabra fue la primera palabra que oyó Adán de boca del Padre Eterno, cuando este creyó conveniente hablar con su criatura... Tuviese o no virtud efectiva este divino talismán, ello es que, al día y medio de tenerlo aplicado a su nuez, salió Santiuste echando cada discurso que daba gloria oírlo.

En tono familiar exento de pedantería el poeta y trovador hablaba de la paz, y era elocuente por lo mismo que no se curaba del efecto oratorio. Su gracia persuasiva se manifestaba desde que abría la boca, y el puro lenguaje castellano, adornado de bellas imágenes, la pronunciación castiza y musical, eran el encanto de su auditorio, hecho al desabrido acento judiego-español. Además, su éxito era mayor por hablar a convencidos. Los hebreos, raza mercantil esencialmente pacífica, sin hogar propio, privada en absoluto de arrogancias militares, ni amaba ni entendía la guerra. La espada de Josué desde luengos siglos había sido vendida como hierro viejo. Por su carácter dulce y su fácil y sugestiva palabra, Satiuste fue bien quisto en la Judería y su arrabal de Meca, así como en el que llaman El Prado. Vistió Mazaltob a su huésped con un balandrán viejo, que no venía mal al cuerpo del español; le puso la faja encarnada y el bonete negro, y le mandó a que viera la ciudad y la corriese por todo el misterioso enredijo de sus calles. En el Mellah y fuera de él, los que no le oían hablar teníanle por un sephardim que había venido de Salónica o de Jerusalén a negocios comerciales.

Rodando por Tetuán, pudo apreciar el aventurero que si moros y judíos se peleaban por cuestiones de ochavos, nunca lo hacían por motivos religiosos: sinagogas y mezquitas funcionaban con absoluta independencia y recíproco respeto de sus venerados ritos. Observó también que los sacerdotes hebreos, así como los musulmanes que sin carácter eclesiástico prestan servicio en los templos del Islam, eran casados, o disfrutaban la posesión de mujeres con más o menos amplitud. De esto quizás provenía la tolerancia, porque, a juicio de Santiuste, el celibato forzoso es como amputación que trae el desarrollo de los instintos contrarios al amor: el egoísmo y la crueldad. Observó asimismo que la falta de libertades políticas y el desconocimiento absoluto de las constituciones producían en el Mogreb una sencillez legislativa y jurídica que facilitaba la existencia. Érale grato el país en que había caído; la dignidad y el flemático determinismo de los musulmanes le encantaban. Si alguno de estos, con conocimiento del castellano, le caía por delante, Juan le hablaba de la guerra, naturalmente para condenarla. Decía entonces el moro que ellos no habían declarado la guerra, sino que era el Español quien traía la muerte al santo territorio del Mogreb. A los cristianos, que no a los moros, debía el sujeto predicador de paz endilgar sus amenos discursos.

No tomaba Juan en serio la misión de profeta que Mazaltob y Simi querían ver en él. El espíritu del exaltado mozo se había serenado desde que le llevaron aquellas buenas mujeres a la sosegada, aunque no muy limpia, existencia del Mellah. Profeta de paz no podía ser con los hebreos, que ya desde siglos remotos abominaban de la guerra, ni con los moros, que sólo peleaban a la defensiva, ni con los españoles, que jamás se quitarían de la cabeza el delirio deslumbrador de las empresas militares. Pero no creyéndose llamado a catequizar directamente a las tres razas afines, sentía dentro de sí un vago prurito de manifestar sus ideas, no por los discursos, sino por la acción... más claro: creíase llamado a ser apóstol de la paz, no sermoneándola, sino haciéndola. Ni él mismo se daba explicación del punto de partida de este anhelo en su alma exaltada, ni del fin a que se dirigía con fuerza más instintiva que voluntaria... Pero él, cuando en los camastros de Mazaltob se reponía de sus caminatas callejeras, pensaba: «¿No será vano el artista que predique los principios de la escultura y no sepa labrar una estatua? ¡Ah!, no seré yo ese artista estéril y baldío. A un lado las retóricas que enseñan reglas infecundas, jamás comprendidas del oyente, y hagamos, aunque sea en barro tosco, la estatua de la Paz».

Estas ideas le rondaban la mente cuando fue visitado por El Nasiry, en quien, por la pureza del lenguaje, se le reveló un español musulmanizado, y por las líneas y la expresión del rostro, el fugitivo hermano de Lucila, que supo cambiar de religión, de patria y de costumbres con flexibilidad inaudita. No podía Juan asegurar que el arrogante moro que le visitó fuera Gonzalo Ansúrez; pero sus sospechas vehementes casi tocaban en la certidumbre. Hablando de esto con Mazaltob, la maga le dijo que El Nasiry era de la casta árabe granadina, y que se distinguía por su nobleza y generosidad. Hablaba español por haber vivido largas temporadas en Málaga y Algeciras; no pensaba ella que fuese renegado, aunque algunos había en Marruecos circuncisos en toda regla, y tan perfectos en su transformación de lengua y costumbres, que el mismo ángel justiciante, el día del Juicio Final, no sabría si ponerlos entre los moríos o entre los del Andalús. Despertó esto más la curiosidad de Juan y sus ganas de tratar a El Nasiry, para echarle la sonda y ver si en él se repetía el extraordinario ejemplo de Alí Bey El Abassi. Pero pasaban días, y el moro, disgustado por las diabluras proféticas de Mazaltob, no volvió a parecer por el Mellah... Siguió en tanto el joven español haciendo conocimientos, y entre estos fue muy interesante el del rabino Baruc Nehama, varón provecto, de relativa ilustración y de cierta templanza en su fanatismo, el cual, creyéndole hombre desamparado y errante, y apreciando además su peregrino talento, quiso atraerle al rebaño judaico. Mas a las primeras insinuaciones vio el levita que se las había con un cristiano inexpugnable, y que su sermón catequista era como echar jarros de agua en los arenales del desierto.

Fuerte en su doctrina y dotado de brillante palabra para exponerla, Santiuste rebatía las opiniones del viejo Baruc apenas salían de su boca por entre las aborrascadas barbas, que le daban aspecto de profeta bíblico. Y ante el reposo y serenidad del cristiano para combatir la rancia doctrina, el hebreo se incomodaba, perdía el grave continente, y sacaba, no digamos el Cristo, sino las tablas de la Ley, como vicario del amigo Moisés en la tierra... Pero estas exaltaciones del sacerdote de Jehovah pasaban como nubecilla, y el razonar manso de Santiuste llevaba la controversia al terreno escolástico y de esgrima intelectual, descartada toda idea de catequismo. Respetuoso con antagonista de tanto poder, Baruc oía el elocuente panegírico de la Fe Cristiana y de su prodigiosa difusión en todo el mundo. Con algo que recordaba de su maestro Emilio Castelar, y lo que él de su propia cosecha ponía, trazaba el poeta de la Paz cuadros admirables ante los cuales el moderno Aarón permanecía cejijunto, enredando sus amarillos dedos en la luenga barba. Por fin, no sabía el Rabino cómo y por dónde meter una opinión entre el follaje espléndido de la oratoria del joven Yahia; se reconocía inferior, aunque por dignidad de sus funciones sacerdotales y talmúdicas se guardaba muy bien de dar a torcer su brazo. En él resplandecía el orgullo de los que afectan poseer la única verdad, y antes mueren que soltar el signo autoritario con que guían, custodian y apalean a su dócil rebaño.

Hizo Santiuste la apología del Cristianismo en variedad de tonos, descendiendo del sublime al patético; ensalzó la intensa ternura de la predicación de Cristo, por la cual este penetró en las entrañas de la Humanidad, conquistándola y haciéndola suya para siempre; marcó luego la obra inmensa de los apóstoles, para afianzar la doctrina del Redentor sobre las ruinas del Imperio, y la siguiente labor de los Padres para fijar en dogmas inmutables todo el organismo de la Hermandad Cristiana; describió la tenaz gestación de la Iglesia para formarse, para edificar su imperio militante y docente, y sostenerlo con robusta trabazón arquitectónica en el curso de los siglos. ¿Cuándo había visto la Humanidad obra tan grande y sintética, ni organización tan poderosa? La doctrina de Cristo había venido a ser la única normalidad espiritual de los pueblos civilizados. Todo lo demás era fetichismo, o bien residuos deshechos de una teogonía bárbara y sin calor. Declaró Santiuste con emoción y solemnidad que de las confesiones cristianas, prefería la católica, porque en ella había nacido y porque era la más bella, la más latina, en el sentido etnográfico, y la que a su parecer responde mejor a los fines humanos. Todo lo que la Iglesia Católica enseña con riguroso método escolar a los pueblos sometidos a su espiritual magisterio, él lo encontraba de perlas: en un solo punto disentía, y era la durísima abstención que llamamos celibato eclesiástico. He aquí el nudo negro. Todo lo encontraba muy bien, menos el negro y apretado nudo. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que deben poner mano en este negocio, si no quieren que se les venga encima un cisma que será de los más agitados y calientes que amenicen la Historia de las disensiones religiosas. Y en este punto, declaraba tenazmente el poeta su intención cismática, porque él sentía en sí un vigoroso temperamento sacerdotal: amaba los interesantes ritos, la dulce comunión del alma con Dios, la penitencia confesional, la propaganda evangélica; en fin, todo le placía y encantaba. Pero al propio tiempo sentía irresistible atracción hacia la bella mitad del género humano que Dios formó de una costilla de Adán; hacia la que, acabadita de crear, embelleció con sus gracias el Paraíso y todo el Universo.

Dijo esto el poeta con delicadeza exquisita; y como el Rabino le indicase que el amor de mujer no está vedado a los sacerdotes en ninguna de las religiones, fuera de la papista o católica, declaró Santiuste que esta, siendo la mejor y casi la perfecta, aún tenía que dar el paso que le faltaba para ser la misma perfección, celebrando eternas paces entre la Fe y la Naturaleza. A esto contestó Baruc Nehama sacando a colación con cierto orgullo un texto litúrgico de su Ley, que dice: «Dio gracioso y piadoso, luengo de iras y grande de mercedes, hartarme he de ver tus faces... Bendice simiente de hombres tuyos adorantes, y al templo tráenos chiquitos de tu semejanza. Veamos crecer generancio tras generancio...». Quería decir esto que Dios bendice toda unión de mujer y hombre conforme a su Ley, sin exceptuar los enlaces o casamientos de sacerdotes. Agregó el venerable levita esta sagaz observación: «Si el tener mujer los oficiantes del templo es bueno y saludable por los bienes que produce, lo es más, pero mucho más, amigo Juan, por los males que evita».

Quiso Dios que estos paliques sabrosos sobre la compatibilidad de amor y cleriguicio sirvieran de prefacio al encuentro de Juan el Pacificador y la bella Yohar, hija de Riomesta. Acaeció este notable suceso en la puerta misma de la casa rabínica, a la sazón que entraban las dos hijas de Baruc llamadas Rebeca y Alegría, y con ellas la de Riomesta, cuya hermosura eclipsaba la de las otras niñas, como apaga el sol el brillo de las estrellas. Quedó Juan suspenso, y apenas la vio desaparecer tras de la puerta, no sin que la moza echase a la calle una miradita, sintió en su interior un tremendo vaivén, como el de un barco sobre las olas bravas, de lo que le resultó un estado semejante al mareo, terror, ansiedad... Tiró el hombre hacia su domicilio, y encontrándose de manos a boca con la maga, le dijo: «¿Quién es esa divinidad que ahora entraba en casa de señor Rabino? Te aseguro que me ha deslumbrado, como estrella que bajada del cielo anduviese por la tierra vestida de mujer. Bien se ve que es de tu raza, por la blancura y fineza del rostro, y su aire de familia con Esther, Betsabee y otras tales que ilustran vuestras historias». Y Mazaltob le respondió: «Es Yohar, hija de Riomesta, tan rico él, que veinte camellos no podrían cargar todas sus patacas. Tanto como el padre es rico, es ella hermosa, y ainda buena de su natural, amorosa y cargada de virtudes blandas, y con habla de sonido dulce que se te apega en el alma. Aplícate a ella, Yahia, que no podrían encontrar mejor apaño tus partes buenas. Si ella es polida, tú barragán, y ainda sabidor mucho. Háblale como tú sabes, con todo el melindre de tu suavidad, y verás cómo te responde con sonriso... No temas, y la tendrás enternerada, y aina serás camello que cargue a un tiempo la mayor riqueza y la mayor hermosura del Mellah».

Aunque lo de ser camello no fue muy del agrado de Santiuste, abrió sus oídos a las palabras de Mazaltob para que las ideas le entrasen holgadamente en la cabeza. Sintiose cautivado de las gracias de Yohar, sin que la riqueza fuese en él estímulo de su inclinación, pues era hombre absolutamente desinteresado y sin ningún apego a los bienes materiales. Tratando con su patrona del cómo y cuándo de aproximarse a la Perla, se le propuso que podían celebrar sus vistas en casa de Simi, la destiladora, pues esta tenía parentesco con los Riomesta por parte de madre. A menudo la visitaba Yohar por el atractivo de los perfumes, a que era muy aficionada. Su padre, confiado y bondadoso, seguro de la virtud de la bella moza, no la celaba con impertinencia, ni le ponía estorbos para que fuese sola a las viviendas próximas de parientes o amigos.

Pues, Señor, he aquí que al día siguiente de ser Juan deslumbrado por la blancura de la hija de Riomesta, la vio de cerca, la tuvo al alcance de su voz, y mismamente de sus manos, en el taller o laboratorio donde Simi extraía las delicadas esencias de rosas y jazmines. Y Juan habló con palabra turbada: «Yo bien sé, amable Perla, que no soy digno de llegar a tu hermosura y bondad, prendas excelsas en que se esmeró el Criador de cuanto existe. Pero los hombres ambiciosos miran a lo que no pueden alcanzar, y solicitan lo que no merecen. Yo soy de esos, Yohar; ambicioso que no se sacia con nada pequeño, ni con bienes de la tierra; busco y pido los del cielo, que en ti están cifrados. Niégame el amor que te pido, porque así ha de ser, siendo tú tan perfecta y yo tan miserable... Niégamelo y despídeme, que con ser despreciado por ti me contento, si el desprecio trae en sí un poco de misericordia».

Y ella: «Tírate atrás, Yahia o Juan, y no me encariñes el oído. Ya sé que eres decidor fino, y que con tus decires graciosos y mielosos envoluntas a una piedra. Pero conmigo no te vale tu virtud, que so de nieve como ves... Ya ves cómo me río... cómo me río de ti, Yahia». La risa de la linda moza cayó en los oídos del poeta como lluvia de perlas sobre cristal... Esto pensaba; pero al punto rehízo la imagen, diciéndose que el mismo ruidillo gracioso sobre el cristal podía ser producido por garbanzos o granos de maíz.