Aita Tettauen/Tercera parte/X
Tercera parte - Capítulo X
[editar]La claridad del día reanimó mi espíritu abatido, infundiéndome la esperanza de salir airoso de tantas calamidades. Propuse a Ibrahim que fuéramos a la casa de la Junta, donde yo encontraría un Korán que leer, y él mejor acomodo para su enfermedad. No me respondió, porque otra vez había ido a su negocio... Le esperé, y enlazándonos del brazo para darnos apoyo recíproco, nos dirigimos a casa de Abeir, la cual por fortuna no estaba lejos... Diversa gente encontramos por el camino, en su mayoría judíos pobres y moros pordioseros, y más de cuatro nos preguntaron: «¿Entran ya los españoles?... ¿Traerán comida?». Respondíamos afirmativamente, y observábamos que nuestra respuesta ponía el júbilo en todos los semblantes. Al verme entrar en su patio, el buen Abeir me dijo con la más honrada convicción: «Allah te lo premie. Ya sé que has pasado la noche apaciguando a los exaltados y consolando a los menesterosos. En tu casa has dado albergue a los que perdieron el suyo. Dios Benigno aumentará tus bienes, El Nasiry». Con una reverencia grave asentí, no atreviéndome a responder de otro modo, por no mentir con palabras, que es el verdadero mentir. Dije que a su casa iba en busca de sosiego para el rezo y las abluciones, así como para prestar auxilio a mi servidor en su enfadosa dolencia. Risueño y afable me franqueó Abeir su vivienda grata. Antes de media hora, ya los diligentes esclavos cuidaban de Ibrahim, y yo me entregaba al piadoso rezo en el Libro Santo, comenzando la serie de lecturas que habían de producir el desate de los fatídicos nudos del sortilegio.
Pero he aquí que cuando me hallaba yo en el tercer nudo, o sea en la lectura y meditación correspondientes, un gran ruido de la calle me apartó de mi espiritual ejercicio. Fui llamado con apremiantes voces. Corrí... Abeir se había lanzado afuera con otros compañeros. Los demás y El Gazel, a quien Allah confunda, tiraron de mí. ¿Qué ocurría? ¿Qué terremoto estremecía la ciudad en sus cimientos? ¿Qué tempestad disparaba en los aires exclamaciones de ira y de muerte? Pues nada: sucedía que por una parte los españoles, levantado su campo, marchaban hacia la ciudad, mientras los descontentos musulmanes del Ejército vencido se aproximaban por la otra, amenazando con pasar a cuchillo al vecindario si abría las puertas al perro cristiano. De modo que la blanca paloma, cogida entre dos fuegos y entre dos iras, no tendría ya salvación. El peligro me infundió valor. Quiso Allah que el corruptor de mi virtud, Torres El Gazel, se hallase al lado mío en aquellas difíciles circunstancias. ¿Qué había de hacer yo más que seguirle y obrar con él mancomunadamente, pues se trataba de asuntos políticos y no de cosa pertinente a las buenas costumbres?...
Corría la medrosa multitud hacia las puertas por donde presumía que los españoles harían su entrada. Grupos de riffeños procedentes de la Alcazaba intentaban ocupar los baluartes artillados próximos a dichas puertas. El Gazel, más sereno que yo, me dijo que no debíamos acudir a Bab-el-aokla, sino a Bab-el-echijaf, pues él sabía que O'Donnell intentaba entrar por esta parte. En medio del tumulto, supimos que Ahmed Abeir y otros compañeros Principales se habían ido a Puerta de Fez, por donde querían entrar los insensatos partidarios de la resistencia. ¿Lograrían atajarles? Más fácilmente les atajaría el General Prim, que con los catalonios, según allí dijeron, se encaramaba por los muros exteriores de la Alcazaba, con la diabólica idea de ocupar aquella posición eminente y no dejar allí títere con cabeza. Tomada la fortaleza, ¿qué podían hacer los levantiscos montañeses más que ponerse en salvo, como los ratones a la vista y olor del gato que ha de comérselos?
De fuera de la ciudad venía un rumor de cornetas que hacía temblar de emoción a los que, hambrientos y sin hogar, habían perdido toda noción de patriotismo. «Ya están ahí», me dijo El Gazel con una expresión de júbilo picaresco que nunca podré olvidar, y corrió hacia Bab-el-alcabar. No fui tras él, porque en aquel instante se reprodujo en mí el extraño sentimiento que paralizó mi acción en la batalla, el terror del rostro de los españoles, a que no podía sobreponerme. Como niño asustado, llegué a creer que tapándome mi cara, no podían las suyas inspirarme tan singular confusión y azoramiento... Mas he aquí que en esto veo venir una banda de riffeños procaces, que clamaban en roncas voces contra España, y de paso arrojaban al suelo a desdichados ancianos judíos y a infelices mujeres. Me cegué; tiré de yatagán y les acometí con fiereza, desembarazándome al instante del que más próximo tenía. Dos moros de buen pelo se pusieron a mi lado, y con garrotazos bien dirigidos me ayudaron a la dispersión de la chusma... Envalentonados por mi pronta defensa, los judíos corrieron hacia Bab el-alcabar dando vivas a España y a su Reina... Pero estaba de Allah que yo no saliera en bien de aquellas aventuras, porque al volverme hacia los dos moros de buena traza que me habían auxiliado, no vi más que a uno, y el que vi... pareciome sueño... era el maldecido y execrado profeta español, ladrón de la blanca Yohar.
Dudé un momento que fuera Yahia quien frente a mí tenía, porque su elegante porte y fina vestidura desdecían del empaque pobrísimo con que le vi en casa de Mazaltob. Pero él mismo disipó aquella sombra de duda, diciéndome: «Yo soy, yo soy Juan, no Yahia, como tú me llamas, y harás bien en declararte mi amigo, pues yo te tengo ley, no sólo por lo que eres y lo que vales, sino por memoria de tu familia». Fue mi primer impulso echarle mano al pescuezo; pero la dulzura de sus expresiones afables me alivió del coraje que sentí. «No hallarás en mí benevolencia -le dije-, sino un terrible castigo, como no me expliques al instante qué has hecho de Yohar, cuya piel obscurece la blancura de las azucenas».
-Pues la dulce Yohar, cuyo corazón de miel labraron las abejas del cielo, está buena y sana, en lugar seguro. En su nombre, sabiendo yo lo que te estima, te deseo la paz... Pero si quieres más informes, apartémonos al abrigo de aquel caserón derruido, que allí veo unos gandules que a mi parecer están en actitud de apedrearnos. Vente acá, El Nasiry, y con explicaciones te demostraré que debes ser mi amigo.
Dejeme llevar a donde él quiso, moviéndome a ello, no sólo la curiosidad, sino el deseo de hallar en sus explicaciones motivo, más que de afianzar amistades, de desatar furores. Nos hallábamos muy cerca de Bab-el-echijaf, cuyos aproches y baluartes invadía la multitud. Al amparo de unas ruinas, prosiguió Yahia de este modo: «Me alegro de verte en esta ocasión, que es de grande alegría para todos. Yo celebro la entrada de los españoles en Tetuán, porque esto significa la paz próxima, beneficio para nosotros, y más aún para el Mogreb. La paz es mi sola idea, El Nasiry; la paz es mi aliento. Odio la guerra, y deseo que todos los pueblos vivan en perpetua concordia, con amplia libertad de sus costumbres y de sus religiones. Echar a pelear a Dios contra Allah, o a este contra Jehovah, es algo semejante a las riñas de gallos, con sus viles apuestas entre los jugadores. Pero la paz no sería buena y fecunda sin el amor, que es el aumento de las generaciones, y la continuación de la obra divina. Dios no dijo Menguad y dividíos, sino Creced y multiplicaos. Luego Dios bendijo el amor, y condenó las estúpidas guerras. A mí, trayéndome a este pueblo por extraños caminos y con evidente cariño tutelar, me ha dado aquí el amor, pues si yo quedé prendado de la hija de Riomesta en cuanto la vi, ella me mostró desde el primer instante una inclinación ciega. ¡Paz y amor! ¿Qué más pude soñar?».
-Farsante, impostor, hilandero de frases galanas con palabras floridas, no pienses que me engañas o que me adormeces con tu hablada música traidora... Dime, dime pronto dónde escondes a Yohar, que quiero rescatarla y devolverla a su padre dolorido. Si no me contestas pronto, te trataré como mereces, y no verás la entrada de los tuyos.
-Veré la entrada de los míos -replicó el maldito Yahia con frío tesón-, porque en mí no hay maldad. ¿Cuándo fue maldad el amor? Yohar es mía, y tú, tú mismo, El Nasiry, vas a decirle al buen Riomesta que me deje a su Perla y no interrumpa nuestra felicidad.
-¿Por ventura estás decidido a comprar la blancura de Yohar con tu abjuración de la fe del Hijo de María?
-Nunca tal pensé, y cristiano he de morir. Aspiro a que ella confiese la religión de Cristo nuestro Redentor... España está ya en Tetuán, y a la sombra de la bandera de O'Donnell, Yohar será cristiana; cristiana como yo... como tú.
Esto de llamarme a mí cristiano, la más grande y mentirosa injuria que en mi vida escuché, debió causarme irritación; pero por la enormidad del disparate sólo sentí desprecio y ganas de echarme a reír. No pudiendo soportar las insolencias de aquel miserable, le agarré por un brazo, y no sé lo que habría hecho con él, si en el instante mismo no resonara un clamor que nos notificó la entrada de Prim en la Alcazaba, escalados los muros de esta por los aguerridos catalonios.
«De tus violencias conmigo -me dijo Yahia-, te arrepentirás pronto, y me concederás tu amistad... No temo revelarte lo que aún ignoras. ¿Me preguntas que dónde está la Perla? Pues en el lugar más seguro de Tetuán; en tu casa, El Nasiry, en tu propia casa... Allí buscamos amparo, acosados y hambrientos. Confiando en tu benevolencia, fuimos a pedirte hospitalidad; no quisieron dárnosla, y la tomamos. Tú habías dicho: «Si no tenéis vinagre para curar sus heridas a Mazaltob, id a buscarlo a mi casa...». Fuiste obedecido, ilustre señor. Tu casa es el refugio de los menesterosos... ¿Por qué te asombras de lo que te cuento? ¿Qué sentimientos expresa tu rostro? ¿Es la ira, es la compasión? A fe que no te entiendo».
Ni yo, en verdad, tampoco me entendía. Ved aquí el motivo, Señor. Sobre el grave murmullo de la multitud apelmazada y ansiosa, se destacaba el son vibrante de cornetas. Los españoles se aproximaban; les precedía la voz metálica de sus músicas guerreras, que rasgaban el aire, o lo cortaban con estridencia, como el diamante corta la plancha de vidrio. El ruido de cornetas renovó en mi espíritu con indecible fuerza el terror que los rostros de españoles me causaron el día de la batalla. Pero en aquel Lunes 6 de Febrero fue tan intensa mi pavura, que ni aun me dejaba fuerzas para huir. Huir era mi anhelo más hondo; pero este hondísimo anhelo me decía: «No te muevas». ¿Verdad que es raro, incomprensible?... Deseaba yo que los españoles entrasen; pero no quería verlos... verlos no.
Cayó mi ser en intensa perplejidad; me sentí pececillo a quien meten dentro de una redoma con su agua correspondiente. En aquel estado, oía las cornetas fatídicas; oía el relato de Yahia, sin poder contestarlo. Y la voz del español, penetrando en mi cerebro con claridad y vibración semejantes a las de los clarines guerreros, me decía: «En tu morada hallamos consuelo los perseguidos. Mazaltob es mujer buena y sin hiel, aunque tú creas lo contrario. Si le salvaste la vida, ¿por qué te asombras de que viera en ti el hombre pío y generoso, y buscara el abrigo de tu casa? Allá fuimos todos, yo con Yohar la blanca, Mazaltob con sus cardenales, y Simi la destiladora de perfumes... Bajo tu techo encontramos seguridad... ¿Qué fue de tus servidores? ¡Huyeron, dejándonos las llaves, hermoso acto de agudeza y discreción, que creímos ordenado por ti mismo!... De estancia en estancia, lo recorrimos todo. El infalible olfato de Mazaltob descubría los manjares guardados en las alacenas. Comida encontramos, y especias, miel y té... En tanto, Simi revolvía la cocina, donde halló carbón y leña, pedernal y yesca para encender lumbre. Nuestras bocas bendecían al sabio, al caritativo Ben Sur El Nasiry. Para que nada faltase, Yohar descubrió los blandos lechos que nos ofrecían dulce descanso... Y no paró aquí el talento de mi Perla, pues revolviendo arcones y armarios, dio con estas elegantes ropas, y mostrándomelas me dijo: «Amado mío, honrarás la casa del señor adornando con sus galas tu mancebía...». Me vestí... reproduje tu persona gallarda.
¡Con doscientos y el portero, y por Allah Gracioso, que no sé, al escribir esto, si debieron moverme a indignación o a risa las manifestaciones de Yahia, original y desvergonzado profeta! Pero en aquel momento, yo era tan incapaz de regocijo como de cólera, por el tristísimo estado de atonía y de inmovilidad en que me puso mi pavor de los rostros hispanos... El estupor me convirtió, no diré que en estatua, sino en muñeco relleno de paja o aserrín... Ya estaban los españoles al pie de los muros; ya la multitud se arremolinaba en la trágica disputa de abrir o no abrir las puertas... Yo, mudo y alelado, miré en el cuerpo de Yahia mi elegante caftán listado de rosa y amarillo, en su cabeza mi turbante tan blanco como el rostro de Yohar, y... lo mismo pude acogotarle que abrirle mis brazos... lo mismo arrancarle el traje que felicitarle por su agudeza. Como el estridor metálico de las cornetas ya próximas, retumbaron en mi cerebro estos dichos de Yahia: «Odio la guerra, y en ella soy todo ineptitud. Pero si no sirvo para combatir, en los pueblos asolados por la guerra sé encontrar pan para los hambrientos y ropa para los desnudos. Créeme, El Nasiry: la guerra deja en cueros a los hombres, y la guerra los viste».
No supe contestarle. Mi turbación ¡ay!, iba en aumento; yo no podía tenerme en pie. Ya estaban allí los españoles; ya se les franqueaba la puerta... Aparté de Yahia mis aterrados ojos, y humillándome en tierra, oculté con las manos mi cara, para que ningún nacido la viera... El grito de ¡Viva España! ¡Viva la Reina de España!, proferido por los hebreos, me dio tal escalofrío, que hoy mismo me estremezco al recordarlo. Oía la voz de Yahia: «Ya estamos en Tetuán; ya Tetuán es nuestra. Alégrate, El Nasiry, y celebremos juntos la victoria de España y la paz...». Seguía yo tapándome cuidadosamente el rostro para que el desvergonzado profeta no viera las lágrimas que de mis ojos a raudales salían... ¡Allah sea conmigo y me libre de los perversos que soplan sobre los nudos!
Punto final pongo a mis cartas, ¡oh sabio y poderoso Cheriff Sidi El Hach Mohammed Ben Jaher El Zébdy!... He cumplido tu encargo. Vencido el Islam, y dueños ya de Tetuán los españoles, hoy Lunes 13 de Rayab de 1276, te pide tu bendición y la venia para no escribirte más de estas cosas tu ferviente amigo y deudo, Sidi El Hach Mohammed Ben Sur El Nasiry.