Aita Tettauen/Tercera parte/IV
Tercera parte - Capítulo IV
[editar]¡Loor al Dios Único!
La paz sea contigo, y la Misericordia de Allah con bendiciones.
Volví, como decía, a la morada de Simuel Riomesta, que es uno de los hebreos más ricos de esta ciudad, amigo de los que bien pagan, prestador de dinero con grande seguridad, acechante de los engañadores y perseguidor inexorable de tramposos. Conmigo tuvo siempre miramiento grande, acudiendo solícito a facilitarme plata y oro cuando mis negocios me ponían en algún compromiso transitorio y urgente. Su opinión de mí y su confianza en mi crédito corresponden a mi puntualidad: nunca hemos tenido la menor cuestión. Añado que si es Simuel el hombre de más formalidad y rigor en los negocios de préstamos, no hay otro más rezador y cumplidor de los preceptos de su ley. Según me han dicho, es el primero que entra en la Sinagoga los viernes por la tarde y sábados por la mañana, y el último que sale: tiene permiso para pronunciar lección en fiestas señaladas. En los días de Kypur sale descalzo, conforme marca la ley, y practica el ayuno con verdadero fervor, que parece un deleite. En Ros-Ashanah, en las Vigilias de Purim, Taanit, Schabuot, la observancia del culto y la práctica de todos los ritos le aleja de sus negocios más de lo preciso, y en el Sucot, o fiesta de Las Cabañas, arma en su azotea las frágiles chozas para dormir en ellas, y salir tempranito a mirar al Oriente, esperando la aparición del Mesías.
Al entrar en el patio de su casa, me sorprendió el rumor de ásperos rezos que de la estancia salía, y dije a la blanca Yohar, que me recibió muy risueña: «¿Pero a tu padre, después de pasarse medio día en la Sinagoga, aún le quedan ganas de rezar?».
-No se harta de oración el padre -me respondió la del color de las azucenas (que Allah le conserve)-, para que el Dio de Dioses nos desaparte guerras y calamidades.
No pude contenerme, y llegándome a la puerta por donde salía la salmodia, vi a Simuel, con otros dos usureros, uno por cada lado, berreando devotamente. Libro en mano, llevaba mi amigo la voz principal de una recitación judaica, al modo de letanía, y a cada frase que él pronunciaba, respondían los otros con bronca voz: Bedil vayahabor. Sonaba en mis oídos este estribillo como si me dieran con un hierro en la cabeza... Interrumpí sin reparo el rezo, gritando a Simuel desde la puerta: «¡Eh! Riomesta, que estoy aquí. No es cortés recibir a los amigos con esos graznidos lúgubres... Parecéis aves de agüero malo. ¡Con doscientos y el portero, vuestra cancamurria da dolor de cabeza! Suspende la matraca y ven acá un momento». Con la mano hízome señal de que esperase, y siguió echando los fragmentos del salmo, a que contestaban los otros con el machacante Bedil vayahabor.
Salió al cabo de un rato mi amigo, y mirándome por encima de sus antiparras, que resbalaban por el caballete de su nariz, me dijo: «¿Qué quieres, mi señor?». Y yo: «No te necesito para un solo fin, Simuel; pero empiezo por el primero: has de darme doscientos duros en oro».
-¿Cuándo?... y la paz sea contigo.
-Ahora mismo, y tu paz te sea dada.
-Siempre vienes premoroso. Para servirte, heme quitado otros días el pan de la boca, y agora me quito el rezo santo.
-Bastante has graznado ya, y bien segura tienes el alma contra el fuego eterno. Sabrás que no me voy de aquí sin los doscientos de oro...
-Oye de mí, Yohar: toma la llave, sube y cuéntale a El Nasiry doscientos de oro, en el entre que acabamos el cántico. Y tú, cuando bajes, me harás el recibo.
Subí con Yohar a un aposento en que está el arca del dinero, entre las estancias donde duermen el padre y la hija. ¡Loor a Allah, el Indulgente y Bondadoso! Me agradaba lo indecible verme solo junto a la mujer cuya blancura me enamoraba; blancor de rostro y manos, albor visible en el cabo de pierna y en los pies medio escondidos en las rojas babuchas bordadas de oro. El tilín del dinero que Yohar contaba, y la blancura de esta, que a la de los jazmines eclipsaría, me llenaban de gozo. Recordé las santas palabras: «Allah es quien hace germinar los seres en el seno de las madres. Él ha colgado las estrellas en el Cielo, para que os guíen en la obscuridad. Él ha creado las flores, las palmeras y mil frutas delicadas. Es el Sutil y el Instruido». El arrobamiento a que me llevaron el tilín del oro y la belleza nítida de Yohar, era turbado por el rezongar de los ancianos, que desde la planta baja subía. En mis orejas seguía zumbando el insufrible Bedil vayahabor.
«Gentil Yohar -dije a la moza-, ¿cuándo te casas? Oí que has desechado a muchos pretendientes... Acabarás por fugarte con un pelagatos, con un cristiano español... o conmigo».
-Contigo no, El Nasiry -respondió con voz blanda-. Eres casado. Cuatro mujeres y cuatro esclavas son tuyas por merced de tu Dios... Toma el dinero, y no me apellizques el brazo con melindre, que esta carne no es para tu sabor.
-Ya sé que será para el sabor de los ángeles... ¡Loor al Glorioso!... De veras siento que seas judía. Toda tu blancura se desleirá en la mugre de Israel.
-No blasfemes. Si mi padre te oye, no te hablará en son de amigo.
-Más que por sus riquezas debe tu padre mirar por ti, si la guerra sigue. Corre tanto peligro como el oro tu blancura. La codician los españoles que vienen hambrientos de mujeres.
-Ni mi padre ni yo tememos a los del Andalús, que son caballeros valientes, y barraganes muy cumplidos.
-Los del Andalús quemaron en España a tus abuelos, y aquí te derretirán a ti, como alba cera, en el fuego que traen. Vente conmigo a Fez y te salvarás de la quema.
-Vete a Fez tú y tu generación, y déjame a mí, que bien está en el peral la pera; cada cosa en su puesto, y la masa en el Pesah...
Bajábamos, y nada más pudimos hablar, porque salió a nuestro encuentro Simuel, presuroso de que le extendiese y firmase el pagaré, como lo hice en la estancia donde él y los otros rezaban. En cuanto examinó el papel, quitose las antiparras sacándolas por la nariz adelante: tan sólo usa los vidrios para poner aumento y claridad en la letra de los libros de devoción o de los documentos de crédito. Luego, respondiendo a mis exhortaciones para mantener la fidelidad al Mogreb y la confianza en su fuerza, me dijo que los judíos, o no tienen ninguna patria, o tienen dos, la que ahora les alberga y la tradicional: esta es España. De allá provienen él y los suyos: su antecesor Abraham Riomesta había sido Recabdador de las Alcabalas y Tercias reales en la Aljama de Talavera. Verdad que de allí se les echó, y algunos de su propia familia fueron quemados públicamente, otros quedaron en Castilla con el nombre de conversos o marranos... Pero de entonces acá, ya no había en España inquisidores ni tostamiento de personas. Onde que por ello ya no tenían los hebreos rabia contra españoles, ni miraban como enemiga dañante la potestanía de España. Añadió que en Ceuta, habiendo pasado meses largos con su hijo Rubén, avecindado en aquella plaza, tuvo ocasión de tratar con gran cuenta de españoles, y en todos ellos encontró amistades, cortesía y fina voluntad. Militares y civiles conoció, muy cumplidos y barraganes. A muchos prestó dinero, y ellos, que de España venían necesitados, por ser aquella la tierra de la necesidad, no se asustaban por cuantía de réditos, y en el pago eran liberales, dando ganancias sin que hubiera precisión de andar en perjudizios... Ainda, su hijo Rubén le ha escrito cartas diciéndole que Echagüe y O'Donnell ordenaban a sus tropas el respeto de las religiones islamita y mosaica, amenazando castigar a los que hicieran daño en mezquitas y sinagogas, y ambos Generales, lo mismo que Prim y Zabala, prometido habían amparar vidas y haciendas de moros y hebreos.
A estas razones contesté yo con otras, infundiéndoles el recelo y desconfianza de los cristianos; mas no se daban a partido: lo que afirmó Riomesta fue apoyado por uno de los vejetes que le acompañaban en sus rezos, Ahron Fresco, el cual se dejó decir que había recibido recaditos de españoles solicitando préstamos, que se harían efectivos al ocupar la plaza. Comprendí que nada podía con aquella gente sin fuego de patria en el corazón. Les dejé con desprecio y repugnancia. Al salir, despedido en la puerta por la blanca Yohar, oí de nuevo los rezos lúgubres, y recordé las palabras del Profeta: «Escrito está que sus corazones se petrifican en el egoísmo... Está escrito que cuando se hayan quemado en el Infierno, se les pondrá nueva carne y nueva piel para volver a quemarlos».
Al salir vi que a la casa de Riomesta se llegaba la embaidora Mazaltob con un ramo de hierbas aromáticas y medicinales que no dudo serían para Yohar. ¿Estaría en aquellas plantas el secreto de la extremada blancura de la joven hebrea?... Pensé yo que la ciencia llamada Botánica por los infieles ofrece medios de encender el amor en las naturalezas frígidas y aplacadas. ¡Oh, Yohar, guárdate de la hechicera y de sus diabólicas artes! Estos pensamientos me llevaron lejos del Mellah... dirigime hacia la Alcazaba, y en el camino tuve el disgusto de ver que una de mis casas había sido abandonada por el moro inquilino, y que este se había llevado la puerta, arrancándola de sus goznes. Era ya mi casa albergue de mendigos y vagos, que me la llenaban de su inmundicia. Indignado, traté de arrojarlos de allí; mas ningún caso me hicieron. En la Alcazaba vi al Kaid, que en buenas palabras me expresó sus graves apuros para contener a la gente pobre, que se había hecho dueña de la ciudad. El principal cuidado de él era sostener el orden y atender al aprovisionamiento de las tropas de Muley El Abbás.
Allí me encontré al venerable Hach Ahmed Abeir, también con achaque de reclamaciones, que por un oído le entraban al Kaid y por otro le salían. Entristecidos bajamos mi amigo y yo al Zoco, donde vimos turbamulta de montañeses que se quejaban de no tener con qué alimentarse; algunos tetuaníes pedían armas, y con ira ponderaban la voracidad de los cristianos, que todo se lo comían y no dejaban nada para los pobres moros. Había visto recaderos judíos que cargaban de víveres sus burros y los llevaban al Sbañul... No pudimos permanecer allí, porque el vocerío de aquella infeliz gente nos agobiaba. Quiso Ahmed llevarme a visitar las baterías de la plaza y sus cañones y artilleros; pero a ello me resistí, previendo mayor desengaño del que ya ennegrecía mi alma. Despedime del respetable señor, encomendándole a la misericordia de Allah, y me salí solo por Bab Echijaf, para irme a Samsa, donde contaba pasar la noche y aun descansar algunos días en casa de un amigo. Muy necesitado me sentía de respirar aire campestre, y de espaciar mi vista por las hermosuras que prodigó Allah en este rincón del África, sin duda destinado a que en él tuvieran su Paraíso Terrenal los predilectos.
El alma, sobrecogida por los siniestros augurios que en la ciudad oí, y por mi temor de la derrota del Islam, se me ensanchó al contemplar las risueñas colinas próximas, el lejano y majestuoso Djibel Musa, coronado de nieve, y al recibir en mis pulmones el aromoso ambiente que de los montes venía. Ya los almendros empezaban a vestirse de sonrosada blancura; ya el suelo se cubría de menudas florecillas; ya diversas plantas daban señales de la temprana germinación, por la cual África es maestra y precursora de Europa en la labor de la Naturaleza... Nunca me pareció tan bello este suelo de bendición; nunca oí con deleite tan vivo el murmullo de los arroyos que del monte descienden; nunca admiré con tanto fervor la obra de Allah, que creó toda la tierra y los cielos sin el menor cansancio... Todo el camino hasta Samsa lo recorrí en muda contemplación. La obra de Dios no ponía ninguna parte de sí en la guerra que nos asolaba: bosques y peñas, montes y colinas eran indiferentes a los combates entre hombres, y si algo decían, era paz y siempre paz. Mirando las sierras elevadas, que como ningún otro signo expresan la grandeza del Criador, pensé en el Día del Juicio... «En aquel día -dice la Escritura-, Allah dispersará los montes como polvo, para que toda la tierra sea inmensa planicie, por la cual irán avanzando los hombres resucitados. Condúcelos ante el trono del Juez el ángel Israfil... Avanzarán los hombres en falanges, y no se oirá más que el ruido de sus pasos». Ante la majestad del Juicio supremo, ¿qué significa esta guerra, ni cien guerras, ni las riñas y trapisondas en el rebaño de Adán?
En Samsa me hospedó mi grande amigo Mohammed Requena, anciano de luenga barba blanquísima, encorvado ya por el peso de los años, pero con el entendimiento y la mirada fulgurantes de animación, viveza y gracia. Pertenece a la nobleza tetuaní, y en su casa conserva las llaves de la que en Granada ocuparon sus antecesores, hasta que Isabel y Fernando (¡a quienes Allah dé su merecido!) les arrojaron con Boabdil a las playas africanas. Es padre de generaciones: sus hijos y sus nietos y biznietos masculinos no se pueden contar... Es hombre instruido: ha estado dos veces en la Meca; ha viajado por Oriente, y algo también por España y por Italia; habla regularmente el español, y es, como sabéis, buen creyente, de los que interpretan el Korán a gusto de todos. Con él he pasado las mejores horas de mi descanso, y no hay que decir que nuestra conversación ha sido un continuo girar en torno al tema de la guerra.
Debo deciros que Requena no disimula su desconfianza de que el Mogreb se sacuda fácilmente las moscas españolas. Empleó esta frase, que copio fielmente. Y la sinceridad del sutil viejo no se ha recatado para manifestarme cierta simpatía por los españoles. En mucho tiene sus cualidades de valor y de natural despejo para todo. Entre mil cosas, me ha contado que años atrás, hallándose en Ceuta, hizo conocimiento con el General Ros de Olano, Comandante entonces de aquella plaza fuerte, y quedó prendado de su cortesía. Es, según dice, hombre sabio en guerra y en paz; su instrucción abraza hasta el círculo de la religión, de la poesía, y de la historia de los pueblos antiguos, mayormente del que se llamó Roma, que luego vino a perderse como todos los imperios de grandeza desmedida. Entretenía Mohammed Requena dulcemente las horas con el Chej español, y desde aquellos días no ha pasado uno sin que le recuerde. Siente en el alma que la guerra del Mogreb con España le impida hoy bajar al llano para saludar a su amigo con la Paz y la Misericordia de Allah...
En nuestra última conversación me dijo Mohammed Requena estas palabras que jamás podré olvidar: «En toda guerra sale finalmente vencedor el combatiente que sabe más, no sólo de guerra, sino de todas las cosas de humano conocimiento, porque la guerra es un arte que pide la reunión del saber militar y de todos los demás saberes y entenderes. Los españoles, aunque algo alocados, saben o tienen de los diferentes saberes luces incompletas; lucecitas que todas juntas hacen un gran resplandor en las almas, por el cual se guían hacia donde está la victoria... Y no te digo más, hijo. Anda y ve... y tráeme pronto noticias del triunfo de nuestros hermanos... que sobre todo lo que te he dicho está la voluntad del Excelso».