Aita Tettauen/Tercera parte/V
Tercera parte - Capítulo V
[editar]¡Loor al Grande, al Justo! Sean contigo la misericordia y las gracias.
Transcurridos cuatro días gratos en compañía del bendito Requena, mina de excelencias, salí en averiguación de lo que pasaba, pues desde las inmediaciones de Samsa oíamos cañonazos y el granear de la fusilería. Bajé a campo traviesa, y pasando junto al cementerio mosaico, me encontré a mi criado Ibrahim, que volvía del campamento, y me contó las peleas de moros y cristianos en los días de mi ausencia. Sin precisar fechas, pues era mi hombre bastante torpe en el conocimiento del Almanaque, me informó de que los españoles habían rechazado a los creyentes siempre que estos quisieron estorbar sus obras de fortificación; que el día tantos llegaron al campo nuestro las tropas que manda el Príncipe Sidi Ahmet, ocho mil hombres bien armados: se les saludó con salvas y juego de pólvora. El día tal, que debía de ser día cual en el Calendario de ellos, visitó el campamento cristiano el Gobernador de Gibraltar, que no iba más que a curiosear. En todo metió las narices aquel señor, para informar a su Gobierno del armamento del Español y de cómo llevaban la guerra. En Torre Geleli se comentó esta visita como favorable: creíamos que el Inglés había de aconsejar a O'Donnell que se retirara, y no se dejase coger en la trampa que preparada le tenemos. Pero el Español, despedido el Inglés con zalemas, no tiene trazas de retirarse, y bien lo probó al día siguiente y al otro, provocándonos a batallas en que Allah no quiso favorecernos. De nada nos valió echar los facíes por la parte próxima al río, porque la Infantería del Prim no los dejó maniobrar, y entre tanto los batallones ligeros y la Caballería española se nos colaron por la parte alta, al pie de El Dersa. Por fin, otro día, que Ibrahim designó más claramente diciendo el bárah (ayer), los españoles celebraban fiesta de una santa que llaman La Virgen, y no combatieron, sino que se dedicaron al rezo, poniéndose todos a mirar para la azotea de la Aduana, donde estaba el santón vestido de blanco y oro, delante de un altar... Y atentos a los gestos del imam, se arrodillaban o se ponían en pie, y luego tocaron todas las músicas en celebración del sacrificio. Oyó contar Ibrahim que en cuanto concluían los cristianos la ceremonia que llaman Misa, degollaban en aquel altar cien carneros y veinticinco bueyes, que es la ofrenda con que obsequian a su Dios, el cual es un ídolo que gusta de ver correr la sangre en su ara.
Nada contesté a los errores y disparates de Ibrahim acerca de la religión hispana, por parecerme que constituyen un estado moral favorable a nuestra causa, y ordenándole que se fuese a Tetuán para estar al cuidado de mi casa, seguí hasta Torre Geleli, ansioso de ver al Príncipe y de comunicarnos recíprocamente nuestras ideas y observaciones. Encontrele revistando los trabajos de fortificación de su campamento, en el cual unos dos mil hombres trabajaban abriendo fosos, acumulando tierras, hacinando obstáculos en las escarpas, con piedras, matojos, enredijo de pencas de pita, raíces y cuanto hallaban a mano. Trabajaban con fe, riéndose algunos anticipadamente de la cara chasqueada que pondrían los españoles cuando se vieran enredados de pie y pierna en tales laberintos... A Muley El Abbás le observé sereno y grave: oyó mis noticias del estado de la opinión en Tettauen, sin mostrar alarma ni abatimiento, asegurándome que había reforzado la guarnición de la plaza con gente guerrera de la mejor que tenía. Díjome luego que sabía por su espionaje la llegada de un refuerzo de tropas cristianas, llamadas Voluntarios catalanes, y quiso saber por mí qué gente es esta, de dónde viene, y a qué kabila o tribu de españoles pertenece.
Acudí a ilustrar al Príncipe diciéndole que esta tropa viene de un territorio hispano que se llama La Catalonia, país de hombres valientes, industriosos y comerciantes; país que está todo poblado de talleres donde labran variedad de cosas útiles, papel, telas, herramientas, vidrio y loza. Como expresara extrañeza de que los catalonios dejaran sus telares, alfarerías y fraguas para venir a una guerra en que morirían como moscas, le respondí que allí sobra gente para todo, y que los trabajadores pacíficos no temen interrumpir su faena para ayudar a los fogosos militares, pues los pueblos de Europa saben por experiencia que después de la guerra es más fecunda la paz, y mayor el bienestar de las naciones... Dije esto dejándome llevar de una sandia pedantería, que aprendí no sé dónde ni cómo, y el Príncipe, risueño y burlón, me cortó la palabra con los movimientos dubitativos de su hermosa cabeza casi negra.
Siguiendo por el campamento atrincherado, vi los cañones en su sitio y todo dispuesto para el combate. No pude ocultar mi satisfacción: las robustas piezas me parecieron de terrible hermosura, y los artilleros que habían de servirlas eran a mis ojos los primeros del mundo. Oyó el Príncipe mis ponderativos aspavientos, y con modestia melancólica me dijo: «Ellos traen cañones gruesos de sitio, y otros ligeros que llevan fácilmente de un lado para otro. Pero sobre el bronce está la voluntad de Allah... A los débiles hace fuertes, y a los fuertes débiles. Ya habrán visto los españoles que los moros van aprendiendo de sus enemigos, con rápida instrucción, el arte de pelear en campo abierto. ¡Ah!, ¡qué sería de los cristianos si no tuvieran de General a ese O'Donnell, hombre sereno que en los puntos y momentos de la confusión da sus órdenes con la calma del que sabe el cómo y el por qué de mover una pieza! Todo lo tiene previsto; nada se le escapa... Las faltas que cometen los muy arrebatados avanzando más de lo preciso, las enmienda con los pasos medidos de los más prudentes... Así es que siempre le sale la idea suya... Te digo con toda el alma que para el Mogreb quisiera yo un hombre así, tan sabio y tan entendido en el mover de tropas... Pero ahora y siempre, sobre todo la voluntad de Allah». Terminó manifestando que las pérdidas en el día 7 de Rayab (31 de Enero), habían sido muchas por una y otra parte. En efecto: yo había visto sin fin de heridos arrastrándose o llevados a hombros por las veredas de Samsa, y en todo el campo gran número de muertos que aún no habían sido enterrados... ¡Lleva sus almas, oh Perfecto, a los jardines de perdurables delicias!
El gozo me inundó contemplando la actividad de la muchedumbre guerrera en el campo. En los ojos de aquellos hombres, resplandecía el fuego de la fe... Confiaban en Allah y en sí mismos. Recorrí de grupo en grupo todo el terreno ocupado por los defensores del Mogreb; vi miles de miles de musulmanes de distintas castas y familias, y en ningún rostro noté señales de desaliento. Hablaban con animación, reían, y entre las faenas obligatorias y los pasatiempos gimnásticos, ello es que tenían en continuo ejercicio sus músculos de acero. Cuando la batalla no les enardecía, jugaban a vencer o morir.
Allí estaba el Mogreb: todo lo vivo y sano de esta tierra de bendición que Allah tiene por suya. Contar los hombres que pisaban el suelo desde las alturas medias de El Darsa a la vaga corriente de Guad El Gelú, habría sido tan difícil como sacar cuenta exacta de las estrellas del Cielo. En el enjambre bullicioso distinguí las rudas facciones del bereber, de ojos encendidos y ágiles movimientos; vi los negros del Sus, de expresión triste y dulce mirar; los muladís, o mestizos de sudanés y bereber, veloces en la carrera y astutos en la intención; vi el árabe de Oriente, cuyo rostro, de belleza descarnada, trae a la memoria la imagen del Profeta, y el árabe español o granadino, de fina tez, fácilmente reconocido por su compostura aristocrática. ¡Y qué variedad de trajes y atavíos! ¡Cuánto más pintoresca nuestra tropa que la de España, en que los soldados van igualmente vestidos, como frailes o alumnos de una escuela eclesiástica! No son personas, sino muñecos fabricados conforme a un vulgar patrón de la industria de sastres. Aquí veo la rica variedad de colores que me dice los gustos de cada tribu y de cada país. Los montañeses del Riff traen sus pardas chilabas terrosas, para que el color les ayude a confundirse con los tonos del suelo; los más pudientes las adornan con caireles y flecos de risueños colores. Ved allí los talebes, de blanca vestidura, y los bereberes de Semmur, gustosos de que los vivos matices de sus trajes ofrezcan blanco seguro al enemigo. De esta otra parte aparecen los ricos árabes tetuaníes y facíes, con el blanco albornoz que ennoblece la figura; los negros bukaras ostentan el rojo de sus gorros puntiagudos; los del Sus visten caftanes listados de blanco y rojo, y los beni-argas y tsuliés combinan el negro y blanco... ¡Qué armonía en esta variedad, y qué hermoso espectáculo el de tanta gente que trae a la guerra la unidad de su fe, manteniéndose cada cual en la forma y colorines que la tradición de su tribu le impone!
Cayó la noche sobre esta muchedumbre de creyentes guerreros. La oración suspiró en muchas bocas, y en la mente de todos hubo un pensamiento que salió y subió en busca del Dios Misericordioso. El bullicio se fue apagando, y la movilidad resolviéndose en quietud apacible. Unos en las tiendas, otros al raso, requerían el descanso. Yo me uní a un grupo de amigos que, arrimados a las formidables trincheras de la Casa de Assach, se prepararon a pasar la noche. En aquel grupo había soldados de indomable ferocidad y creyentes de gran virtud: uno de estos, Bu Haman, camellero que largo tiempo estuvo a mi servicio, me guardaba fidelidad y adhesión cariñosa. La noche pasamos hablando más que durmiendo, exponiendo cada cual sus pensamientos con libre franqueza. Entre las mil peregrinas cosas que oí, recuerdo una observación interesante del camellero: dijo que la noche anterior, de centinela junto al río, frente al llano de Benimadan, había visto que todos los perros de Tettauen pasaban por una y otra orilla en dirección del campo de los españoles. Sólo dos o tres se detuvieron en el campo moro. Hizo constar uno que los canes olfatean el buen comer y nunca se equivocan. Otro puso en duda la decantada fidelidad de aquellos animales, y yo, sin decir nada, pensé que el desfile de perros hacia el campamento cristiano era un hecho de malísimo augurio... Mi mente se llena de dudas. Para desvanecerlas, mi memoria revuelve el Korán... que habla de todo lo divino y lo humano..., pero no dice nada del talento de los perros.
La noche fue desapacible, por el vientecillo helado que venía del Norte. A la madrugada cayó alguna nieve, obligándonos a buscar el abrigo de una tienda. Al amanecer, el viento cambió a Levante, y la nieve en llovizna fastidiosa. Se presentaba un día de temporal, desfavorable para la guerra. Por fortuna o por desgracia, a poco de amanecer, corrió el viento a la otra banda, y el Poniente trajo sequedad y despejo del cielo... El ¿qué pasará hoy? a todos nos tenía en gran inquietud, y el temor y la esperanza, unidos del brazo, eran huéspedes de todos los corazones marroquíes. Apenas fue de día, nuestro campo recobró la actividad de la víspera: los que tenían algo que comer, se prevenían contra el ayuno forzoso de las horas de pelea. Otros, comidos o sin comer, tanteaban sus armas y se surtían de balas y pólvora... Recorrí todo el espacio entre la Casa de Assach y Torre Geleli, rodeando trincheras, sorteando obstáculos y metiéndome por entre las manadas de hombres afanados, inquietos. Vi a Muley El Abbás hablando sucesivamente con este y el otro Chej, con el Kaid et tabyia, jefe de los artilleros, con los diferentes kaides y bajaes de la caballería regular (Jaiali), de los Bukaris (Guardia negra), y de las irregulares masas de tropa (harca) que componían aquella inmensa grey. El Príncipe Ahmet salió a caballo con lucida escolta de jinetes árabes, y fue a inspeccionar la gente que acampaba al pie de la montaña... Luego volvió a Casa de Assach. El sol se desembarazó de nubes; sus rayos hacían brillar las armas, y con suave picor, hiriendo la piel de los hombres, los llevaba de la ansiedad a la confianza.
Un Kaid de los facíes me ofreció caballo y armas; pero no acepté, pues no me sentía con las necesarias aptitudes de agilidad y resistencia para seguir a la Caballería en sus atrevidas carreras. No pudiendo permanecer ocioso, mi puesto no debía ser otro que las trincheras de Torre Geleli o la Casa de Assach. Acompañé al Kaid hasta las alturas que hay pasado el arroyo de Virgech: desde allí vimos que los españoles habían levantado su campamento, y marchaban ordenadamente hacia nuestras posiciones, en dos grandes masas que debían de ser los Cuerpos Segundo y Tercero. La verdad, era un espectáculo imponente ver marchar tan gran número de hombres formando líneas, que de lejos parecían trazadas sobre el papel. Avanzaban con paso tranquilo en dos enormes conjuntos de diez mil hombres cada uno. Detrás, junto al fuerte de la Estrella, quedaba otro golpe de gente, que debía de ser la Reserva. Todo lo que vi suspendió mi ánimo: era como la perplejidad calmosa con que la Naturaleza anuncia las tempestades. ¿Hasta dónde llegarían aquellos hombres, que yo veía como nube parda arrastrándose por la tierra, y que llevaba dentro de sí el rayo y la destrucción?... Pasaron los españoles el Alcántara, sin duda por puentes que les habían construido sus ingenieros, y seguían adelante con grave marcha de gigantes, esquivando los terrenos pantanosos, pero sin perder su orden ni sus alineaciones admirables.
Desde las lomas donde dejé a los facíes, bajé rápidamente, y pasando el arroyo Virgech me volví a las trincheras que en extensa línea, con entrantes y salientes, conforme a las ondulaciones del terreno, serpenteaban de Norte a Sur, cortando el camino de Tettauen... Seguían los españoles su marcha pavorosa, y los dos Cuerpos de Ejército se separaban más conforme iban ganando terreno. Entre ellos distinguí otro bloque rastrero y movible, más bien azul que pardo, que me pareció la Artillería montada. Detrás, a larga distancia de los dos Cuerpos, venía la Caballería en abierta y descomunal falange, dos inmensas filas que parecían trazadas con regla... En nuestro campo, a medida que a las trincheras me aproximaba, advertí, más que silencio, un susurro, bajo el cual vibraba un escalofrío. Pude creer que el oído aplicaban todos queriendo escuchar el estremecimiento del suelo por las pisadas de los españoles con mesurada cadencia. Duró este susurro, a mi parecer, cerca de una hora. Los cañones de una y otra parte callaban lúgubremente... El primer tiro lo disparó, según oí, una cañonera que subía por el Río Martín para impedir que las partidas de moros derramadas por la orilla izquierda hostilizaran a los españoles... El avance de estos era constante, como el tormento de una idea fija... Al segundo disparo de la cañonera, nuestras baterías rompieron el fuego contra los dos Cuerpos españoles que venían de frente. La Artillería de ellos seguía callada; la nuestra, demasiado impaciente quizás, empezó a mandar balas; pero iban tan mal dirigidas que casi todas caían en los claros de los batallones, los cuales continuaban su marcha lenta, de aterradora pesadilla, sin hacer caso de nuestra temprana furia.
Mas llegó un momento en que los españoles se detuvieron. Hallábanse en el punto preciso que su sabio General les había marcado. Amenazaban el extremo derecho de nuestra línea de trincheras. Ya les veíamos a distancia como de un cuarto de legua, o menos. De su Artillería avanzaron diez y seis cañones, que rompieron el fuego sobre nuestros parapetos. ¡Allah Grande y Justo, asiste a los tuyos! El horrible estruendo de tantos cañones de una y otra parte no puede ser expresado por ninguna voz humana... Tan formidable sonido no parecía cosa de la tierra, sino del Cielo. En medio del fragoroso sacudimiento del suelo y vibración de los aires, vino a mi mente lo que está escrito en el Libro Santo: «El Trueno canta las alabanzas del Excelso. Los Ángeles, poseídos de terror, le glorifican. Allah lanza el rayo; ruedan las Nubes; las Tempestades repiten que Allah es inmenso en su furor».