Alejandro Dumas hijo: 05
« Hay tres grandes principios que sirven de eje á las sociedades, dice el Sr. de Bryon á la bella María en La Novela de una mujer, del mismo Dumas hijo: Dios, los reyes y los pueblos. En 1793, el pueblo, el pueblo francés, que no podemos dejar de tomar por ejemplo, puesto que siempre ha sido el pueblo de la iniciativa y de la acción por excelencia, quiso negar dos de esos grandes principios, porque creyó bastarse á si sólo. Abolió la Monarquía, y decapitó á su Rey. Abolió su Dios y decapitó á sus Ministros. Había habido abuso arriba, y lo hubo también abajo. Sin embargo; ya que ha pasado podemos y debemos decirlo: aquella revolución fué una gran cosa, y era necesaria. Dios, empero, principio y fin eternos, se reconstituyó, porque la mano de los hombres era impotente contra El; pero el trono se hundió irremediablemente. Por eso después del 93, á cada paso que la Monarquía ha osado dar de nuevo, de nuevo ha vacilado. El pueblo la amenaza sin cesar, porque ya no le corroe, como en el pasado, la ignorancia, y sabe pedir cuenta diaria de su miseria y de su abandono. Podemos, pues, decir que comienza en aquel hecho trascendental la política moderna. Algunos de los que en ella actúan, se esfuerzan en recomendar al mismo pueblo la paciencia y en aconsejar á los Reyes afectuosamente; otros tratan de que prosiga siempre el naufragio de los tronos en el océano popular, y de establecer en vez del principio monárquico el principio de todas las igualdades. ¿Quiénes entre ellos tienen razón? Los que quieren que el pueblo tenga un amo que le dirija, como los niños un padre, ó los que creen al pueblo capaz y único merecedor de su propia dirección? Los pueblos son como los hombres. Bien raro es hallar un hombre que sepa usar con inteligencia de su heredado patrimonio, y emplear útilmente la libertad de sus veintiún años. Cuando el pueblo hace sus revoluciones, es que se cree mayor de edad; y por eso, después del desahogo de sus locuras se ve obligado á volver á un Rey, es decir, á buscar una unidad, una dirección que, mientras más absoluta sea, más dichoso le hará. La revolución, que siempre se anuncia en nombre de las ideas, siempre ha sido sólo cuestión de estómago. El pueblo tiene hambre: el pueblo se bate. Haced que el pueblo, el obrero tenga siempre con que vivir él y su familia; introducid á la vez en su inteligencia los conocimientos que le son necesarios, y las tradiciones revolucionarias se perderán. El pueblo no quiere más á un Gobierno que á otro; lo que pide á todos es la libertad de pensar, de trabajar y de vivir; y lo que sólo ansia es un jefe leal que le ame. En cuanto á la República, esa utopia que algunos locos explotan aún en Francia, es tan imposible para el porvenir como lo ha sido para el pasado. Antes de llegar al bienestar que anhela, nuestro pais ensayará acaso de nuevo esa forma de gobierno, como un enfermo ensaya todos los remedios que se le aconsejan. Pero él mismo la rechazará al cabo, cuando caiga en las manos de ambiciosos ignorantes que lo aparten de la senda que deba seguir. »
¿Ha encontrado el lector en las anteriores enfáticas reflexiones filosófico-politicas, más contradicciones que palabras y más sofismas que contradicciones? Pues desde luego convenimos en ello. ¿Y no ha encontrado también el lector en ese pretendido discursito una profesión de fe del cesarismo más á outrance? Pues en ello tenemos la explicación de la presencia de Dumas hijo en Tullerias. Alejandro Dumas, segundo, es cesarista hasta la médula de los huesos; cesarista hasta un punto que su edad y su talento hacen increíble; cesarista hasta ser uno de los escritores mimados de la Corte Imperial, que lo ha condecorado, que lo llama, que lo cultiva, que lo agasaja, y que lo exhibe como una de sus más brillantes conquistas.