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Alféizar

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Alféizar
de César Vallejo

Estoy cárdeno. Mientras me peino, al espejo advierto que mis ojeras se han amoratado aún más, y que sobre los angulosos cobres de mi rostro rasurado se ictericia la tez acerbadamente.

Estoy viejo. Me paso la toalla por la frente, y un rayado horizontal en resaltos de menudos pliegues, acentúase en ella, como pauta de una música fúnebre, implacable... Estoy muerto.

Mi compañero de celda liase levantado temprano y está preparando el té cargado que solemos tomar cada mañana, con el pan duro de un nuevo sol sin esperanza.

Nos sentamos después a la desnuda mesita, donde el desayuno humea melancólico, dentro de dos porcelanas sin plato. Y estas tazas a pie, blanquísimas ellas y tan limpias, este pan aún tibio sobre el breve y arrollado mantel de damasco, todo este aroma matinal y doméstico, me recuerda mi paterna casa, mi niñez santiaguina, aquellos desayunos de ocho y diez hermanos de mayor a menor, como los carrizos de una antara, entre ellos yo, el último de todos, parado junto a la mesa del comedor, engomado y chorreando el cabello que acababa de peinar a la fuerza una de las hermanitas; en la izquierda mano un bizcocho entero ¡había de ser entero! y con la derecha de rosadas falangitas, hurtando a escondidas el azúcar de granito en granito...

¡Ay!, el pequeño que así tomaba el azúcar a la buena madre, quien, luego de sorprenderle, se ponía a acariciarle, alisándole los repulgados golfos frontales:

–Pobrecito mi hijo. Algún día acaso no tendrá a quién hurtarle azúcar, cuando él sea grande, y haya muerto su madre.

Y acababa el primer yantar del día, con dos ardientes lágrimas de madre, que empapaban mis trenzas nazarenas.


Tomado de: Escalas (Escalas melografiadas), Talleres Tipográficos de la Penitenciaría, Lima, 1923.