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Amadeo I/XIV

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XIV

No sé cómo escapamos de aquel antro, que tal me parecía... Salimos oyendo la voz lejana de don Hilario que decía: «No, no; nunca». En la calle nos encontramos Mariclío y yo, y apenas tomamos la dirección que ella indicara, noté que su persona se iba despojando de la dignidad señoril, y su vestimenta desluciéndose hasta tomar las apariencias humildísimas con que la vi en la gruta de Graziella. Pero a medida que envejecía y se vulgarizaba, era mayor su agilidad, y su paso tan vivo que no podía yo seguirla sin sofocarme. Yo me preguntaba: «¿Cómo ha podido cambiar tan pronto de traje y facha?... ¿Y dónde demonios lleva escondidos los zapatos de medio lujo?... ¿Y cómo salimos de Palacio sin pasar por ninguna de sus puertas?... ¿Y qué se le habrá perdido a esta buena señora en la Fuente de la Teja?».

Por Caballerizas, Cuesta y Puerta de San Vicente, Puente del Manzanares llegamos al popular sitio de recreo. Hormigueaba en él la descuidada plebe; sonaban en estridente algarabía los organillos, los pregones y el gozoso runrún de los merenderos. Por entre la turbamulta paseamos; Mariclío habló con dos aguadoras, yo con un mendigo lisiado a quien llevaban en un carrito... Llegamos a donde militares y muchachas habían armado el incansable bailoteo. Daba gusto ver el entusiasmo con que ellas zarandeaban sus cuerpos en aquel ejercicio, agarrándose al hombre o brincando frente a frente y haciendo graciosas figuras. «El baile -me dijo mi compañera de paseo- es la primitiva manifestación del arte y del amor. En su ritmo verás el aleteo con que la especie humana dice: 'No quiero morir, sino vivir y reproducirme'».

Contemplando los enardecidos grupos danzantes, y luego las parejas que entre los espesos olmos se alejaban buscando la soledad, Mariclío, con lenguaje que sólo entendíamos el viento y yo, les decía: «Divertíos en la edad gozosa... Soldaditos y criadas, chicos y chicas que comenzáis la vida en la sana esclavitud de las obligaciones, no os detengáis, y de estos devaneos inocentes pasad a mayores devaneos... Casados o sin casar, cread españoles, traednos ciudadanos, que es menester venga nueva generación a enmendar a esta, desvaída y decadente. Traed acá nuevos hombres de quienes yo pueda referir acciones altas y nobles».

Seguimos andando... Yo era un autómata... En la Virgen del Puerto y la Puente Segoviana, nos cruzábamos con parejas a quienes Mariclío hacía la misma recomendación de aumentar a toda prisa el censo de España... «Nueva gente... y pronto, pronto... Hombres que traigan cerebros machos, corazones grandes y ternillas a la medida de los corazones...». Pasamos luego por la Tela, donde vimos enorme caterva de chiquillos jugando a la tropa con palos, banderitas y morriones de papel. Los más audaces se disputaban el mando: Yo soy Plim, chillaba uno, y otro gritaba: Pues yo Napolión. Límpiate... Un tercero venía dando zancajos y vociferando así: Quitaos, gallinas, que yo soy mi abuelo, y mi abuelo se llamaba el Tío Pecinado... Formaban batallones; batían marcha imitando con la boca el rataplán de los tambores; disparaban tiros, se acometían al arma blanca, tomaban la fortaleza de un montón de piedras... Mariclío se metió entre ellos y fogosa les decía: «No desmayéis, valientes chicos. Creced y dadme tela para que yo corte a vuestra patria un vestido espléndido, y dadme materia para que ese vestido salga recamado con estrellas de oro... Mandaos los unos a los otros, recompensaos, castigaos, para que aprendáis la justicia. Sed guerreros chiquitos para que de grandes seáis buenos ciudadanos».

Otras estupendas cosas les dijo, y ellos, exaltados por tan sonoras palabras, no vieron mejor modo de expresarnos su conformidad que apedreándonos. Las peladillas silbaban en nuestros oídos... Era un disparar impetuoso y graneado que no nos hizo daño alguno. Mariclío se descuajaba de risa, y sin miedo a la pedrea les enardecía de este modo: «Bien, hijos: no importa que me ofendáis ahora si mañana os portáis como dignos y valientes. Seguid, seguid jugando...». Embocábamos la calle de Segovia, cuando mi brava compañera me habló así: «Tito mío, estas diabluras de los rapaces y el embeleso de las parejas de enamorados, me consuelan de la mísera vida que arrastro en esta tu decaída tierra. Veo que abres tus ojazos, admirándome sin conocerme, deseando que te diga quién soy y te explique por qué vine al mundo, y cuáles son mi abolengo y familia. Sentémonos en este sillar que aquí está como preparado para nuestro descanso». Nos sentamos, y he aquí lo que me contó:

«Somos nueve hermanas... No te diré cuál es más joven o más vieja, pues nacimos juntas de un mismo vientre... Nuestro padre nos dedicó a diferentes artes. Cada cual escogió la más de su gusto. Una de mis hermanas se dedicó a bailarina, y ha venido muy a menos; es más desgraciada que yo, y hoy nadie le hace caso. Dos fueron cómicas: la una se dedicó a la tragedia, la otra a la comedia. Andan hoy regular; consideradas sí, pero muy discutidas...; que si eres, que si no eres... La que estudió para oradora brilla y aparenta, mas con poca substancia. La que se aplicó a la tarea de componer versos heroicos, está por los suelos, más que yo quizás; la que hace versos alegres va viviendo..., da qué hablar, y los desocupados la festejan. La que actúa de observadora del cielo y del curso armónico de los astros, goza de gran predicamento. Pero la que ha subido más en el aprecio de las gentes y más éxitos alcanza es la que eligió el arte de la música, del dulce canto y tañer de concertados instrumentos. A mí ya me ves. No valgo para nada, por falta de materia con que pueda dar al mundo muestra y señales de mi grandeza... Las nueve hermanas nos vemos y nos visitamos a menudo para comunicarnos nuestras glorias y desdichas...».

Cuando esto decía, ya no estábamos en la calle de Segovia, sino internados en las calles más bulliciosas de Madrid. Mi interesante compañera se detuvo en un punto, donde oíamos dulcísimos acentos de violines y de humanas voces melodiosas, y despidiéndose me dijo así: «Aquí me quedo, que siento la voz de mi hermana, la que rige y gobierna los reinos de la Música, y subiré a pasar un ratito en su compañía... Vete a descansar, que bien lo necesitas... Haz por dormirte; olvida lo que conmigo has hablado y visto, que todo es figuración y embuste de tu cerebro enardecido y no muy sano...».

Dejé de verla a mi lado... Mi camino seguí claudicante y haciendo eses... Esto de las eses que yo hacía me puso en gran cuidado, pues no recordaba yo haber bebido ni una gota de licor espirituoso. Alguna cuchufleta oí referente a mis eses...; la cabeza me pesaba como si en ella se me hubiera metido todo el azogue de las minas de Almadén... No puedo asegurar cómo y en qué postura llegué a mi casa; pero es indudable que en ella y en mi cama me encontré por la mañana, como quien despierta, o más bien resucita... Apenas puse mis huesos de punta, me lié con Ido del Sagrario en agria disputa. Empezamos por sostener, yo que las Musas eran diez, y él me contradijo con burlas diciendo que no eran más que nueve, quizás ocho no más, pues una de ellas, la de la Historia, se había dado de baja por no tener ya cosa bella o grande que contar... Estallé yo en cólera; quise pegarle, y habríamos tenido en casa una tragedia si no entrara Nicanora con zorros y una estaca para restablecer la paz. ¡Cómo estaría yo en aquellos días, que no hablaba con ningún amigo sin que acabáramos poniéndonos de vuelta y media! Con Mateo Nuevo reñí tan ásperamente que faltó poco para enredarnos a pescozones. Por una palabra, por una sonrisa, desafié a Luis Blanc y a Roberto Robert. A Ramón Cala, por haberme recomendado moderación en la bebida (yo no lo cataba), le mandé los padrinos, que fueron Ido del Sagrario y Roque Barcia.

Divagando solo, examinaba lo que bien puedo llamar mi conciencia mental, y sentía que alguna pieza del aparato pensante no se hallaba en perfecto engranaje con las demás. Yo quería pensar una cosa y me salía otra. ¿Cómo restablecer la ordenada función de mi cerebro? Consulté el caso con Ido, muy práctico en tales achaques, y me dijo que tomase mucha tila y no leyera más libro que Las Tardes de la Granja, obra muy distraída, o la Vida de Santa María Egipciaca, que a él le había probado muy bien. En esta situación de espíritu, llegaban a mí ecos zumbantes del estruendo político en las Cortes y en la Prensa. A Sagasta y Romero Robledo, el gallo de Cameros y el pollo de Antequera, les traían locos por la transferencia de dos millones, que la gente maleante dio en llamar Los dos apóstoles. Traviesos eran Sagasta y Romerito, y no reparaban en pelillos para engrasar la máquina electoral. Y aun así no pudieron impedir que trajeran acta treinta y cinco carlistas. Estos se preparaban en el Norte para obsequiarnos con otra guerra civil... ¡Bueno se iba poniendo esto...!

Mis amigos políticos y particulares huían de mí, o me trataban como un caso patológico. La vagorosa Delfina se presentó en mi casa un día, luctuosa y con un negro velo por la cara, y en tono dulzaino y lúgubre, revelándome su doble procedencia confitera y funeraria, me dijo: «Tito de mi alma, tus amigos no hacen más que compadecerte; yo te compadezco y trato de curarte. Ya escribí a tu familia. Tendrás pronto remedio. La vida campestre te probará muy bien. Yo, cuando me quedé viuda, estuve también algo tocada, y con dos meses de andar al zancajo en una dehesa, pastoreando vacas y subiéndome a los alcornoques, sin cuidarme de que los zagales me veían las piernas, me puse buena, y tan fuerte que al volver habría podido levantarte en vilo para darte azotes, como lo hice después... bien lo sabes».

A los tres días de esta visita, hallábame yo recién salido del lecho, sentadito en incómodo sillón de gastados muelles y desiguales pelotes. Trájome Ido mi desayuno, y apenas lo tomé con menos que mediano apetito, me sumergí en hondísimas reflexiones. ¿Adónde iría con mi cuerpo aquel día? Estando en los senos cavernosos de esta meditación, la mirada en el suelo, el dedo en la frente, oí ruido de voces que venían del recibimiento... Alcé los ojos, y en la puerta de mi cuarto vi un bulto, una persona que allí apareció como clavada. Era tan semejante a mí, que creí ver la reproducción de mi figura en un espejo... El sujeto que suspenso me miraba era chiquitín como yo, con mi propia cara más curtida, cabello gris y... Lo diré de una vez. Aquel señor era mi padre.

La inesperada presencia del autor de mis días sacudió todo mi ser, privándome del habla por un mediano rato... Y el pobre señor, más envejecido que viejo, se conmovió intensamente al verme tan alicaído, si bien su pena no tardó en dulcificarse, pues por la carta angustiosa de Delfina, temía encontrarme en un manicomio. Pasada la efusión primera, y dada cuenta de toda la familia, mi padre planteó la cuestión secamente. Había venido por mí. Yo no dije nada; me sentía máquina rota. ¿Y cuándo nos iríamos al pueblo...? Aquella misma tarde. «Bueno... pues vámonos». Así dije, y mi padre dio las órdenes a Ido para que aprontara mi ropa y todo mi bagaje, con excepción de libros, pues no consentía que llevase conmigo las causas de mi desarreglo mental, que eran la vida loca de Madrid, el hervidero de las ideas disolventes, y las lecturas de obras perversas que inducían a la inmoralidad y al crimen... Él no tenía nada que hacer en la Corte, que odiaba y maldecía... «Yo no me separo de ti -me dijo-. Tomaremos un bocado al mediodía...; yo con un caldo me arreglo. Hoy es vigilia de precepto».

Fuimos a visitar a Delfina, y largo rato platicó mi padre con ella, recordándole sus bondades con mi familia. Y entre otras remembranzas de gratitud, sacó de la obscuridad del pasado la siguiente: «Usted, Delfina, ha sido muy buena para nosotros. Cuando vino a Madrid el año 67 mi hermana Bonifacia con su marido, a consultar a los médicos su enfermedad del pecho, estaba usted recién casada. Acompañó a mi hermana en el visiteo de doctores; le regaló una magnífica torta de dulce, y cuando el pobrecito Manuel murió, no quiso usted cobrarle nada por el ataúd y hachones... Esto no lo olvida mi hermana, que ahora vive en Burgos». Con estas y otras finezas nos despedimos, y Delfina me dio un escapulario y una cajita de bombones de chocolate para que me entretuviera por el camino... Dos horas después, estábamos ya en la estación del Norte, con una hora de anticipación a la de la salida del tren, pues mi padre temía que este se le escapara, dejándole un día más en este Madrid, objeto de todo su asco y aversión.

En marcha el tren, llevando en nuestro departamento de segunda tres compañeros y dos compañeras de camino, mi buen padre, libre ya de la inquietud del regreso, y gozoso de llevarme consigo, me franqueó sus cariñosas intenciones. «Hijo mío, creo que sólo con sacarte del laberinto de ese Madrid arrastrado y disoluto, te curarás de tus murrias y del desvarío de tu cabeza. Te inficionaron los miasmas del vicio y de la corruptela, ¿no entiendes lo que te digo?...; pues corruptela quiere decir el burlarse de las leyes de Dios, el no amarle ni temerle, el andar en el tole tole de libertades, que yo llamo licencias, y el querer meternos a los españoles en un fregado de ideas pestíferas y, como quien dice, republicanas. Te lo diré más claro... En los aires limpios del pueblo soltarás toda esa podredumbre, y serás otro hombre... Echarás de tu cabeza todo el maleficio, dejando que entre poquito a poco, como ave que busca su nido, la paloma del Espíritu Santo».

De esta figura que de su boca salió envuelta en seráfica sonrisa, debió de quedar muy satisfecho el buen señor, pues con ella puso punto final, y apoyando su venerable cabecita en la palma de la mano, se durmió como un ángel. Era mi padre, don Matías Liviano y Pipaón, un hombre bueno y simplísimo, incapaz de hacer daño a una mosca, de ideas petrificadas, patriarcales, resultado del vivir estrecho en pueblos de corto vecindario, sustrayéndose sistemáticamente a todo contacto con el vivir que irradia de las grandes ciudades del reino. Alavés de nacimiento, se estableció desde muy joven en Oña, patria de mi difunta madre, doña Pascuala Zurbano y Calomarde. En Oña, el Cubo y Medina de Pomar poseían mis padres algunas tierrucas y dos o tres casas de mala muerte con que disfrutaban de un pasar modesto, insuficiente para los hijos que aspirábamos a mejor vida. Mis dos hermanas casaron, la una con un bigardo vizcaíno, bien cubierto del riñón, vamos al decir, rico; la otra con un viudo joven de Miranda de Ebro, que traficaba en vinos de Rioja. Yo, el más chico de la familia en edad y estatura, pues a mis hermanas les tocó la talla que a mí me faltaba, anhelé desde niño horizontes más amplios, y cuando pude valerme solo, me fui a Vitoria en busca de alimento con que saciar mi apetito mental. No hallándolo en la capital de Álava, planteme en Madrid, desde donde anudé relaciones con mi padre, ofreciéndole villas y castillos, y pronosticándole mi próxima, indubitable celebridad.

El sueño no quiso apagar mis arrebatados pensamientos. Mi desvelo fue parte a que me fijase en una señora que a mi vera estaba, la cual durmió hasta más allá de Ávila, y poco después, volviéndose a mí, me preguntó que cuánto faltaba para llegar a Bribiesca. Al contestarle que allá iba yo también, vi que era de agradable rostro, lozana y risueña. Al instante reapareció en mi ser el caballero galanteador, sentí mi cabeza despejada, y mi corazón henchido de amor a toda la humanidad femenina. Empecé por acometerla con discretas finuras, sondeando hábilmente su receptividad galante. Mantúvose firme un buen rato, ni admitiendo ni rechazando las varas que yo quería clavarle; mas yo saqué las armas retóricas de mi arsenal persuasivo, y a poco de medirlas con la recatada concisión de la dama, supe que era viuda sin hijos, y que tenía fincas en la Bureba... Poco a poco fue entrando en el nimbo de simpatía que sé formar entre mi persona y una blanda hembra. Desde Medina a Valladolid la dama recompensaba mi rendimiento con sonrisas, y un juego de ojos que fue como si las estrellitas del cielo se colaran en la penumbra del coche. Más animado yo en cada estación, pues por estas contaba yo las etapas de mi aventura, rompí a cantar, cerca de Burgos, la cavatina de mi declaración, con la mala pata de que en los primeros compases despertó mi padre, y estirándose y bostezando exclamó: Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar. Al terminar la frase, hizo la señal de la cruz sobre su boca, y sacando el rosario se puso a rezar... Me había cortado el resuello... ¡Ay, si no fuera mi padre...! Entre dos avemarías, pronunciadas a media voz, me dijo: «Tito, ¿te encuentras bien? ¿Has podido dormir?».

-Sí, padre; he dormido. Estoy tan bien, tan bien, que ya se me han quitado todos los males, y me siento tal y como fui en mis días de fuerte salud, enteramente conmutativo y bilateral». El pobre señor no me entendía, y siguió despachando su tercio de rosario.