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Amadeo I/XV

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XV

A poco de pasar de Burgos, envainó mi padre su rosario suspirando ya por la llegada, y aunque sobraba tiempo, diome prisa para que recogiera nuestros bultos y paquetes. «Por Dios vivo, Tito, no se nos quede algo». La señora guapa se arregló la cabeza y toquilla dirigiéndonos una mirada que me pareció precursora de inteligencia. Sin duda le supo mal el quedarse a media miel cuando el despertar de mi padre cortó bruscamente la volcánica declaración que yo empecé a espetarle. «Hasta que pase Santa Olalla no hay prisa» nos dijo; y en su acento creí notar cierta dulzura que a mí solo dedicaba. Llegamos, y al ponerse en pie la señora para salir vi con espanto que era coja, pero de una cojera de solemnidad, pues tenía una pierna de palo, y se ayudaba de un bastón... En ninguna de mis conquistas, tuve tan mala pata... Hice como que no me enteraba, y extremando mi finura y prodigando las expresiones más corteses, la ayudé a bajar del coche. Los demás viajeros seguían durmiendo profundamente. El frío era intensísimo... De mi brazo pasó la dama coja a los brazos de personas que la esperaban... Mi padre saludó a un cura, y luego al dueño de los coches que llevaban diariamente el correo desde Bribiesca a Medina de Pomar, pasando por Oña, nuestro pueblo... Descansamos; amaneció, y ¡al coche...! Antes de las diez estábamos en la risueña y monacal villa de Oña, donde me crié, y con las primeras travesuras realicé mis primeras infantiles conquistas.

Declaro que me rejuvenecí y me fortifiqué con sólo pisar el suelo de aquella villa guardadora de mis dulces recuerdos. El convento de benedictinos con su iglesia y claustros y frondosas huertas, que conservaban aún a mi parecer la huella de mis zapatitos agujerados a poco de estrenarlos, renovaron en mi espíritu las alegrías de la niñez. Con placer indecible me recreaba en las verdes orillas del río y en los embalses de cristalinas aguas que los frailes tenían para sus recreos de natación y pesca... La menguada población me divertía menos. En el tiempo que yo faltaba de allí, aumentado había el rebaño de curas; la beatería del vecindario era ya un estado epidémico... Para mí, pasar de Madrid a Oña era como saltar de un planeta a otro. Mi padre, que con tanto desprecio y horror hablaba de los miasmas de Madrid, no se daba cuenta del aire espeso de fanatismo que allí respirábamos. Felizmente, corta sería nuestra estancia en Oña, y cobrados unos cuartejos de la renta de dos casuchas y tierras pobres, seguiríamos hasta Durango, donde mi padre, desde su viudez, vivía con mi hermana Trigidia (nombre de una santa oñense), bien casada y establecida.

Con mal tiempo y buen humor, metidos mi padre y yo en vehículos que variaban de lo malo a lo pésimo, emprendimos la peregrinación hacia Frías; de allí por el valle de Tobalina seguimos a Miranda de Ebro, donde nos detuvimos para pasar un día con mi hermana Pascuala. De Miranda seguimos en tren hasta Vitoria, y otra paradita, pues mi padre no pasaba por allí sin visitar a sus parientes los Pipaones y Suredas, todos redomados carcundas. La última etapa fue de Vitoria a Durango, por Ochandiano, paso de la Peña de Amboto... Y heme aquí, lectores que bondadosos me seguís de mazo en calabazo, heme incrustado en una sociedad de sentimientos y pensares tan opuestos a los míos, que me tuve por transportado, no digamos que a otro planeta, sino al más lejano de los mundos siderales. Vivía mi hermana en casa holgona, del tipo más patriarcal. Su marido, Ignacio Zubiri, estaba ausente. Guardábase en la familia cierto misterio, que al fin descifré suponiéndole en la facción. Fruto lozano de este matrimonio eran tres chicos sonrosados y mofletudos. Trigidia se alegró mucho de verme; como mi padre, celebraba que me hubieran traído del infecto ambiente de Madrid a la sanidad de los valles risueños entre montañas. Halagado de la buena vida material, yo simulaba un apego mansurrón a la verde Vasconia.

La verdad, yo comprendía y admiraba las sólidas virtudes de la raza, su contumaz apego a la tradición, cualidad meritoria cuando sirve de punto de partida para el progreso, como acontece en Inglaterra; me agradaba la lealtad de los hombres, la lozanía de las mujeres; los alimentos eran muy de mi gusto: la rica ternera, el pescado que los más de los días traían de Mundaca o Elanchove, las gallinas, patos y abundancia de verduras que mi hermana recibía diariamente de sus caseríos. Las borrajas, las habas, nabitos, y cuanto constituye la nutrición castiza en el país, satisfacía mi paladar y me restauraba el estómago, tan necesitado de vida nueva. Lo que no me entraba ni con escoplo era el habla. Toda mi atención no era bastante para entenderla, y ni el oído ni la mente podían habituarse a tan archiengorrosa cháchara. Mayormente me afligía ver en el vascuence un valladar, un tremendo aislador para todo amoroso intento. Siempre que inicié la conquista de alguna garrida hembra campestre o frescachona criada, el maldito lenguaje me descomponía y me desarmaba, pues ni yo les entendía una palabra, ni ellas a mí más que si les hablara en lengua chinesca.

En aquel pueblo y en ambiente tan apropiado a un espíritu enteco, vivía mi buen padre como si estuviera en las antesalas del Paraíso. Desocupado y con sus cortas necesidades satisfechas, vegetaba y dormitaba como un bendito a la sombra del dogma, que en aquel país es como una bóveda solemne que protege y abriga las almas. En su credulidad candorosa, el pobre don Matías Liviano y Pipaón no veía nada más allá de su vivir cómodo, en lo material, y de su pensar estrecho dentro de la elemental esfera religiosa. «Así lo encontramos y así lo hemos de dejar, hijo mío», era su única réplica cuando yo me permitía deslizar en su oído alguna observación conforme a mis ideas. Viéndole tan tranquilo, tan feliz dentro de su redoma, me parecía crueldad impertinente contrariarle. Si le hubiera dicho que no creo en el Infierno, le habría ocasionado tal vez un catarro gástrico, tal vez un ataque a la cabeza; que su flaca salud pendía de cualquier disgusto. Si yo le hubiera dicho que el Purgatorio no es más que un establecimiento industrial y mercantil, de cuyos pingües rendimientos se nutre el cuerpo de la Iglesia, el choque de mis ideas con su inefable quietud le habría quizás provocado un torozón que le llevara al otro mundo. Y aunque él creía tener asegurada la gloria eterna, por el pronto le iba bien aquí con las borrajas, las habas, la merluza en salsa verde, los pichones y las sabrosas sardinas de Elanchove.

Por esta causa, yo no me metía en discusiones con él ni con mi hermana, ni con ninguna de las personas que a casa concurrían. Y aun le guardaba la fina consideración de acompañarle en sus frecuentes visitas a Santa María, seguidas de inmersiones larguísimas en la casa del cura, vicario o arcipreste que en aquella santa iglesia gobernaba, con otros, las almas duranguesas. Para sobrellevar tan fastidiosos plantones no tenía yo paciencia, y esperaba al santo varón paseándome en el espacioso atrio de la iglesia, donde me entretenía viendo salir y entrar chicas guapas, no por beatitas menos interesantes.

Buena parte del tiempo que allí me sobraba, invertía yo en pasearme por las anteiglesias o pueblecitos que rodean la villa. A todas las mujeres que encontraba les pedía plática, con idea de ejercitarme en el vascuence, lengua preciosa, les decía yo, que deseaba poseer...; como que mi estancia en Durango no tenía más objeto que aprender el idioma vasco. Ya poseía veinticuatro lenguas, entre ellas todas las orientales, y además el catalán y el chino. Con estas y otras sutilezas iba entrando en la confianza de ellas, y como ya sabía no pocas frasecillas éuskaras, me divertía, bromeaba, y con alguna logré asomos de intimidad, que andando días llegaron a mayores, proporcionándome sabrosos ratos a la sombra de espesos laureles o nogales.

Fuera de estos experimentos harto arriesgados y de compromiso, vivía yo confinado en la desabrida normalidad de la casa y sociedad de mi hermana, rezando el rosario con mi padre, oyendo la cancamurria de los ojalateros que le hacían la tertulia, o el relato de lo que ocurría en la facción lejana. Mi único recreo, las más de las tardes, era jugar a la pelota con mi sobrino mayor y otros chicarrones del pueblo, en el trinquete próximo a Barrencalle, donde vivíamos.

Por las noches, arrimados a la lumbre si hacía frío, o reunidos en la sala baja, había de aguantar el chaparrón de la ojalatería carlista, que ni poco ni mucho me importaba. Ello era como vivir en un Limbo todo tristeza nebulosa, y ya me cansaba ¡por Júpiter!, tan miserable vida. Los asistentes a la casa eran vecinos de mi hermana y amigos de su marido, algunos curas que olían a pólvora, y hombrachos aguerridos que apestaban a incienso.

Una noche vi a mis buenos ojalateros tan movidos al optimismo, que hube de prestar más atención a sus ardorosos comentarios. Según noticias mandadas con un propio por mi cuñado Zubiri desde Lecumberri, donde a la sazón estaba, el grito se daría muy pronto en la frontera de Navarra, proclamando la Monarquía cristiana y su cabeza don Carlos, alias Duque de Madrid, nieto del glorioso don Carlos María Isidro. Habían concluido, pues, las vacilaciones entre los consejeros del Rey; ya los Elíos, los Radas del orden militar, los Morales y Manterolas del civil y eclesiástico, habían superpuesto su opinión guerrera a la de los Nocedales y Canga-Argüelles que en los ocios de Madrid predicaban la paz. Ya el hijo de cien reyes, por la recta línea masculina, desenvainaba el acero, y seguido de sus leales, pasaba la raya de Francia, y con bravura y ardor repetía la frase guerrera del comunero episcopal Acuña: ¡Adelante mis clérigos!

La buena sombra, que a todas partes me acompaña, deparome un amigo, cuya compañía y grata conversación suavizaban la rigidez monótona de mi vida en aquellos días de Mayo. Era el tal un donoso cura, don José Miguel Choribiqueta, rector de la iglesia de San Pedro de Tavira, viejo ya el hombre y cascado, algo enfermo de los ojos, que recataba con vidrios verdes, carácter jovial, ameno y comunicativo. Asistente por rancia costumbre a la tertulia de mi hermana, se aburría como yo de las ojalaterías enojosas, y me hacía el favor de sacarme de paseo por las alegres campiñas. En cuanto le traté, vi en él a uno de esos hombres que, habiendo realizado en la plenitud de la vida lo que le imponía su conciencia, llevando a la esfera de los hechos su fe, su valor y su buen criterio, miraba con desdén a los que imitar querían en peores tiempos los mismos actos y las mismas virtudes, o lo que fuesen. Don José Miguel, héroe de la otra guerra, no podía desechar la idea de que lo pasado fue mejor, ni admitía que hubiera dos epopeyas en un mismo siglo.

«A solas con usted, señor don Tito -me decía en castellano corriente, aunque un poco turbio-, me reiré de estos majaderos, que quieren repetir... ya, ya... para repeticiones estamos. Aquellos eran otros tiempos, aquellos eran otros hombres... Dígame usted, señor don Tito, qué guerra pueden hacer, ni qué lauros conquistar Fulgencio Carasa y Jerónimo García...».

-No les conozco, amigo mío, y esos nombres escucho ahora por primera vez.

-Pues no pierde usted nada con no conocerles... Como si el mandar tropas fuera cosa de juego... Oiga usted. Yo mandé tropas desde el 33 hasta el convenio de Vergara, que Dios confunda; yo tengo mi cuerpo lleno de agujeros, cicatrices y costurones. Yo...; no es que yo lo diga... Ahí están los partes de la campaña, desde el gran Zumalacárregui hasta el bribón de Maroto...; en algún archivo estarán...; véanlos... Pero no hablemos de mi humilde persona. Yo le pregunto a usted si puede esperarse algo bueno de Jiménez de Rada, que fue liberal y conspiró con Prim para traer la Revolución llamada de Septiembre... ¿Se concibe, pregunto yo, que Valdespina pueda hacer algo? ¿Y de Calderón qué me dice? ¿En Elío tiene usted confianza?

-Yo, ninguna. No les conozco siquiera...

-Y puesto a comparar, mi señor don Tito, diré a usted en confianza que entre este reyezuelo y aquel otro respetable y sentado cristianísimo monarca don Carlos María Isidro hay alguna diferencia... me parece a mí... Y dígame ahora, hágame el favor, dígame: ¿Dónde tenemos un Zumalacárregui, un Villarreal, un Gómez, un Zariátegui, un Cabrera?... En cambio, veamos los que han salido a la palestra... ¿Pero no se ríe usted? Yo me descuajo de risa. Han salido armados de punta en blanco, Canaelechevarría y Solís, dos clerigachos guerniqueses, que no pueden ni con el hisopo... Le digo a usted que esto es un paso de comedia... También ha ido el danzante de Urraza, síndico del Ayuntamiento... Y ahora, mi buen don Tito, no se enfade si le digo que su cuñado de usted, el marido de Trigidia, Ignacio Zubiri, que anda no sé por dónde haciendo el papelón, es un calzonazos que se asusta de ver pasar un conejo... ¡Bonita guerra nos traerán, bonita! Yo barrunto que estos van a su negocio... Guerra y guerra de figurón, para luego venderse al Gobierno de Madrid, y pescar grados y galones. Otra vez el infiel Maroto que vendió como carneros a los hombres de fe, a los guerreros cristianos de España... ¡Oh, España! ¿Quién te sacará de esta miseria?... Los leones que pelearon en aquella soberbia campaña, o se han muerto, o están como yo con una garra en la sepultura. Nuestro galardón no está aquí sino allá -añadió con solemnidad señalando al cielo con su cayada-. Dios nos acoge en su santo seno, y dice a estos malos imitadores: «Mequetrefes, no intentéis lo que es superior a vuestra flaqueza. Dejad las armas hasta que me plazca resucitar a mis hombres, y les mande a defender mi causa».

En otro paseo, oyéndole los mismos o parecidos razonamientos, le dije: «Según veo, esto será nube de verano, y todo acabará en corto tiempo, por la poca lacha de la gente nueva y el abandono del Gobierno...».

«No se duermen, no, los fantasmones de Madrid. Ya tiene usted a Serrano en campaña. Ayer estaba en Tafalla... ¡Por mi patrón San Miguel, que no me dieran a mí más trabajo que hacer polvo a esos Serranos y a esos Moriones, generales de teta, que aún no han llegado a la dentición militar! Oiga usted, amigo: En uno de los encuentros que tuvimos con los cristinos al retirarnos de Peñacerrada, no copamos a Espartero porque el General Guergué, que entonces nos mandaba, no hizo caso de mí, que a cada momento le advertía sus errores tácticos. Y a pesar de ello, supe arrollar al entonces coronel don Juan Zabala, matándole mucha gente, y al maldito Zurbano le tuve cogido... Fue cuestión de minutos, señor don Tito...; debió la vida suya y la de su tropa al socorro que le dio de improviso el General Rivero... Pues verá usted otra: Días adelante, mandaba yo la Caballería del General don Julián Alzaa... No tiene usted idea de las palizas que le di a Zurbano en Arechano, en Gamarra y en otros lugares de Álava... Pues digo, también el General León me conocía... Menudas cargas nos dimos, y si los falsos historiadores le dicen a usted que en Belascoaín quedó vencedor el Leoncito, no lo crea usted. El vencedor fue este cura». Dijo esto puesta la mano en el pecho, parándose, con lo que dio a su figura un aspecto estatuario.

-Ha sido usted un héroe, señor Choribiqueta -le dije poniendo en ojos y boca todas las formas de admiración-. He oído que también estuvo usted en Ramales y Guardamino.

-Allí estuve... ¿Cómo no? Bien armada se la teníamos a Espartero. Pero la cobardía de Maroto nos birló la victoria... El tal Maroto, desde los fusilamientos de Estella... y yo fui de los que escaparon de milagro... venía tramando su infame traición al Rey legítimo. Bien nos la jugó a todos. Yo he servido a la causa de Dios desde sus comienzos hasta que Maroto nos vendió miserablemente en el llano de Vergara. En el Infierno está pagando su culpa... Yo he servido a las órdenes de Zumalacárregui, de Villarreal, de Cástor Andéchaga, del Conde de Negri, de Guergué y de otros guerreros abnegados y valientes; serví y luché sin ambición, despreciando ascensos, despreciando pagas, comiendo un pedazo de pan y unas habas mal cocidas después de veinte horas a caballo, o de medio día de combate; yo no miré jamás a ninguna ventaja temporal; no miraba más que a Dios y a su santa doctrina... Cuando salí de mi casa para entrar en la facción, llevaba en mi cinto sesenta y cinco duros, y cuando a mi casa volví después de la traición de Vergara traía dos pesetas en plata, y otra, o poco más, en calderilla...

-¡Bien por los hombres valientes y honrados -exclamé- que sacrifican a una finalidad altísima la conveniencia personal y la propia vida!... Y ahora, don José Miguel, me va usted a permitir que le haga una pregunta: Cuando, terminada la campaña, dejó usted la existencia militar para restituirse a la eclesiástica, ¿no sintió en su alma los efectos de transición tan violenta?... Yo me figuro que usted no sabría ya ser cura...; vamos... que se le habría olvidado hasta la misa, el modo de decirla... y el rosario y las preces más usuales.

-Le diré a usted. Cuando a mi pueblo y hogar volvía, con la pena del convenio, deshecha y arrojada en el polvo la causa de Dios, venía yo pensando eso mismo que usted dice, que se me había olvidado todo el ritual... Pues verá usted, señor don Tito: yo fui siempre especial devoto de la Purísima Concepción. La Dulcísima Señora, San Miguel Arcángel y el Señor San Pedro fueron y son mis abogados así en la guerra como en la paz. A la Reina de los Ángeles me encomendaba yo en todos mis aprietos, y con su amparo y el de los santos que nombro, salí felizmente de todos los peligros... Como digo, venía yo mustio y desconsolado en un jamelgo que me proporcionó el cura de Placencia, y al divisar la torre de mi pueblo querido, se me ensanchó el corazón..., me entró en el alma una luz celestial, y volviendo toda mi voluntad hacia la Purísima Señora, le pedí que a la memoria de su siervo humilde volviera todo lo que pudo olvidar en los trajines de la guerra... Fue para mí aquel momento el más solemne de mi vida, puede usted creerlo, momento en que me sentí comunicado con la Virgen Santísima y con mis celestiales patronos... Esto no lo comprenderá usted, esto no está al alcance de las personas de fe poco ardorosa. Pues bien, llego, me desmonto del rocín, me quito las espuelas, y entro en la iglesia. Lo mismo fue verme bajo la bóveda obscura, que recordar de golpe lo que había olvidado. Mi memoria se vació de todo lo de la guerra, y se llenó de todo lo eclesiástico. ¡Virgen Inmaculada, qué cosas! Lo que usted oye... A la media hora de mi llegada, me revestí y salí a decir mi misa.